También habla Ignacio del sumo sacerdote o hierofante, de quien afirma que «era el encargado del santo de los santos y el único a quien se le habían confiado los secretos de Dios» (Epístola de San Ignacio).
San Clemente de Alejandría fue un místico de alto grado en los círculos esotéricos de la Iglesia. Sus escritos rebosan de alusiones a los Misterios cristianos. Dice, entre otras cosas, que sus escritos son una miscelánea de notas gnósticas de acuerdo con la filosofía de la época. Había recibido Clemente estas enseñanzas de Pontaemo, su instructor espiritual. Dice de estas enseñanzas:
«El Señor nos permitió comunicar aquellos divinos Misterios y aquella santa luz a los capaces de recibirlos. Ciertamente no descubrió a los muchos lo que no pertenecía a los muchos, sino que lo descubrió a los pocos, a quienes sabía que pertenecía por ser capaces de recibirlo y amoldar a ello su conducta. Pero las cosas secretas se han de confiar a la palabra hablada y no a la escrita, según hace Dios. Y si alguien adujera aquel pasaje que dice: "Nada hay secreto que no sea revelado ni oculto que no se descubra", le diremos que a quien secretamente oye se le manifestará lo secreto, según predijo dicho oráculo. Y a quien sea capaz de observar secretamente lo que se le confíe, se le descubrirá la velada verdad, y lo oculto a los muchos será manifiesto a los pocos. Los misterios se revelan místicamente, de modo que lo dicho por el revelador esté más bien que en su voz en su entendimiento. Los escritos de estas memorandas mías, bien sé que son flacos en comparación de aquel espíritu lleno de gracia a quien tuvo el privilegio de escuchar. Pero serán una imagen que le recuerde el arquetipo al que recibió el toque del tirso [4]. No intentamos explicar abiertamente las cosas, lejos de ello sino tan sólo refrescarles la memoria por si hemos olvidado algo o con el propósito de no olvidarlo, pues bien sé que con el correr del tiempo se me escaparon muchas cosas de la pluma. Algunas cosas hay que no recuerdo, porque muy grande era el poder de los benditos instructores.
»También hay cosas que olvidé por no anotarlas, y otras que se desvanecieron de la mente, pues el retenerlas no es fácil tarea para los no experimentados. Todas estas cosas redivivo en mis comentarios y otras omito de propósito después de prudente selección, temeroso de escribir lo que no confié a la palabra, no por aversión, pues fuera injusto, sino para que mis lectores no tropezaran al tomarlas en tergiversado sentido, y como dice el proverbio "pusiéramos una espada en manos de un niño". Porque si bien lo escrito permanece, no le dice a quien lo lee más allá de lo que está escrito, pues necesita el lector que otro le guíe en la interpretación de la escritura. Algo insinúa mi tratado; en algo se detendrá y algo se limitará a mencionar. Procurará hablar imperceptiblemente, exponer secretamente y demostrar calladamente» (Stromata) .
En la misma obra de que entresacamos los precedentes pasajes tiene san Clemente un capítulo titulado: «Los Misterios de la Fe no se han de divulgar a todo el mundo», en el que, como sus escritos han de darse a la publicidad, a los necios y a los discretos «se requiere encubrir en misterio la sabiduría hablada en la que enseñó el Hijo de Dios». Y añade: «Porque difícil es exponer las realmente puras y transparentes palabras a los brutales e incultos oyentes. Porque nada parecerá tan ridículo a las multitudes ni tan admirable a los de noble carácter. Pero los prudentes no divulgan con sus labios lo que razonan en sus consejos; y dice el Señor lo que oís proclamadlo por las casas, exhortándoles a que reciban las secretas tradiciones del verdadero conocimiento y exponerlas en voz alta y abiertamente a quien corresponda, pero no a todos sin distinción, lo que se les dice en parábolas. Pero en mis comentarios la verdad está sembrada a voleo, a fin de que no la perciban quienes picotean las semillas como los grajos; pero cuando encuentran un buen labrador, las semillas germinan y producen trigo.
»Los todavía ciegos y sordos que no han comprendido la verdad ni tuvieron la aguda visión de las almas contemplativas han de permanecer extraños al divino coro. Por lo tanto, de conformidad con el método de sigilo, a la verídica Palabra Sagrada, verdaderamente divina y de lo más necesaria para nosotros, depositada en el sagrario de verdad, la designaron los egipcios con el nombre de adyta y los hebreos con el de "velo", a donde sólo tenían acceso los consagrados. Porque Platón también opinaba que no tenía derecho "el impuro de tocar lo puro". De aquí que las profecías y oráculos se expusieran en enigmas a las gentes ineducadas e incultas. Por lo tanto, no conviene declarar indiscretamente todas las cosas a las gentes, ni se han de comunicar los beneficios de la sabiduría a quienes ni aun en sueños, tienen purificada el alma, pues no es lícito entregar a cualquier advenedizo lo que costó tanto trabajo de adquirir. Los Misterios de la Palabra no son para revelados a los profanos. Se instituyeron los Misterios para recibir el beneficio de la santa y bendita contemplación de la realidad. Por otra parte, hubo Misterios ocultos hasta el tiempo de los apóstoles, quienes los comunicaron tal como los recibieron del Señor, y encubiertos en el Antiguo Testamento fueron manifestados a los santos. Por otra parte, tenemos la abundosa gloria de los misterios de los gentiles, la cual es fe y esperanza en Cristo. A la instrucción que revela cosas ocultas se le llama iluminación, pues únicamente el instructor destapa el "arca"» (Stromata).
Asimismo cita y aprueba san Clemente este pasaje de Platón: «Debemos hablar enigmáticamente, de modo que si la tableta se pierde no la entienda quien la encuentre y lea». Acerca de algunos escritos gnósticos dice: «Basta con que lo dicho satisfaga a quien tiene oídos, porque no es necesario explicar el misterio, sino indicar tan sólo lo necesario para que sepan de qué se trata los partícipes del conocimiento».
Hemos citado copiosamente a san Clemente de Alejandría para demostrar qué varón tan conspicuo de la primitiva Iglesia reconoció y efectivamente enseñó la doctrina secreta del cristianismo místico, y que la primitiva Iglesia cristiana era un organismo con un centro místico para unos pocos y la externa comunidad para la multitud. ¿Puede caber duda alguna sobre ello después de leído lo escrito por su pluma?
Pero no sólo escribió y enseñó así san Clemente, sino que otras autoridades de la primitiva Iglesia cristiana manifestaron igualmente su conocimiento y aprobación de las enseñanzas esotéricas. Por ejemplo, Orígenes, discípulo de san Clemente y hombre de multilateral influencia en los primeros tiempos de la Iglesia, defendió al cristianismo de los ataques de Celso, quien inculpaba a la Iglesia de ser una sociedad secreta que enseñaba su doctrina tan sólo a unos cuantos mientras que alucinaba a las gentes con patrañas. Replicó Orígenes diciendo que si bien era cierto que la Iglesia tenía enseñanzas esotéricas no reveladas a la generalidad de las gentes, seguía con ello el ejemplo de todos los instructores de la Verdad, quienes siempre reservaban el aspecto esotérico de sus enseñanzas y daban a la masa popular el aspecto exotérico.
Escribe Orígenes sobre este asunto:
«El Misterio de la Resurrección es objeto de ridículo entre los incrédulos porque no lo comprenden. En estas circunstancias es completamente absurdo decir que la doctrina cristiana es un sistema secreto. Pero que haya ciertas doctrinas desconocidas de la multitud, que se enseñen después de las exotéricas, no es cosa peculiar del cristianismo, sino común a los sistemas filosóficos en que unas verdades son esotéricas. Algunos discípulos de Pitágoras se contentaban con lo que dijera el maestro, mientras que a otros se les instruía secretamente en las doctrinas inadecuadas a oídos incultos y profanos. Además, todos los Misterios celebrados en Grecia y países extranjeros, aunque eran secretos, nadie echó sobre ellos el descrédito, y así en vano que calumnie la doctrina secreta del cristianismo quien no comprende exactamente su índole.