– No. Estaba al otro lado. Creo que fue el cincuenta y cinco, pero no lo recuerdo con seguridad. Está escrito en el libro.
Laurie se volvió hacia Jeff.
– El cadáver que traje yo entró en el veintiocho -repuso Jeff-. Lo recuerdo porque coincide con mi edad.
– ¿Alguno de los dos vio el cuerpo de Franconi? -preguntó Laurie.
Los conductores volvieron a intercambiar una mirada.
– Sí -respondió Jeff.
– ¿A qué hora?
– Más o menos a esta misma hora -contestó Jeff.
– ¿Y en qué circunstancias? -preguntó ella-. Porque vosotros no soléis ver los cuerpos que no transportáis.
– Cuando Mike nos contó lo ocurrido, quisimos verlo por curiosidad. Pero no tocamos nada.
– Fue un segundo -añadió Pete-. Abrimos la puerta y echamos un vistazo rápido.
– ¿Mike estaba con vosotros? -inquirió Laurie.
– No- dijo Pete-. El sólo nos dio el número del compartimiento.
– ¿El doctor Washington ha hablado con vosotros sobre lo de anoche?
– Sí, y también el señor Harper -respondió Jeff.
– ¿Le contasteis al doctor Washington que habíais visto el cadáver?
– No -dijo Jeff.
– ¿Por qué no?
– Porque no lo preguntó. Sabemos que, en teoría, no tendríamos que haberlo visto. Pero con tanto jaleo, nos picó la curiosidad.
– Quizá deberíais comentarlo con el doctor Washington -sugirió Laurie-. Para que esté informado.
Laurie dio media vuelta y se dirigió hacia el ascensor. Jack la siguió.
– ¿Qué opinas? -preguntó ella.
– A medida que avanza la noche, se me hace más difícil pensar con claridad. Pero yo no daría ninguna importancia al hecho de que esos dos hayan mirado el cuerpo.
– Sin embargo, Mike no lo mencionó.
– Es cierto -admitió Jack-. Pero todos sabían que estaban desobedeciendo las normas. Es normal que en una situación así no sean completamente sinceros.
– Puede que sólo sea eso.
– ¿Y adónde vamos ahora? -preguntó Jack mientras subían al ascensor.
– Me he quedado sin ideas.
– Gracias a Dios -repuso él.
– ¿Crees que debería preguntarle a Mike por qué no nos dijo que los conductores habían visto a Franconi?
– Tal vez, pero me parece que estás haciendo una montaña de un grano de arena -dijo Jack-. Con franqueza, creo que lo hicieron movidos por una curiosidad inofensiva.
– Entonces larguémonos -propuso ella-. Yo también tengo sueño.
CAPITULO 5
5 de marzo de 1997, 10.15 horas.
Cogo, Guinea Ecuatorial
Kevin reemplazó los tubos con cultivos de tejidos en el incubador y cerró la puerta. Estaba trabajando desde antes del amanecer. Su objetivo era encontrar una transponasa para manipular un gen de histocompatibilidad menor del cromosoma Y. Llevaba un mes de intentos infructuosos, a pesar de que aplicaba la misma técnica que le había permitido descubrir y aislar la transponasa asociada con el brazo corto del cromosoma 6.
Kevin solía llegar al laboratorio alrededor de las ocho y media, pero esa mañana se había despertado a las cuatro y no había podido volver a conciliar el sueño. Después de dar vueltas en la cama durante tres cuartos de hora, había decidido aprovechar el tiempo en algo productivo. Había llegado al laboratorio a las cinco, cuando aún reinaba la más absoluta oscuridad.
Lo que le impedía dormir era su conciencia. La idea obsesiva de que había cometido un error prometeico había recrudecido con fuerza. Aunque la sugerencia del doctor Lyons sobre la posibilidad de montar su propio laboratorio lo había tranquilizado en su momento, el efecto no duró. Con el laboratorio de sus sueños o sin él, no podía acallar la sospecha de que algo horrible estaba sucediendo en la isla Francesca.
Los sentimientos de Kevin no se debían a que hubiera vuelto a ver humo. No lo había visto, aunque al despuntar el alba, evitó deliberadamente mirar por la ventana en dirección a la isla.
Kevin sabía que no podía continuar así. Decidió que la conducta más racional era comprobar si sus temores eran fundados. Y la mejor forma de hacerlo era hablar con alguien involucrado en el proyecto, alguien que pudiera arrojar alguna luz sobre el motivo de su preocupación. Pero Kevin se sentía incómodo con la mayoría de los trabajadores de la Zona. Nunca había sido una persona sociable, y mucho menos en Cogo, donde era el único académico. Sin embargo, había una persona con quien se entendía mejor, sobre todo porque admiraba su trabajo. Era Bertram Edwards, el jefe de los veterinarios.
Movido por un súbito impulso, Kevin se quitó la bata, la dejó sobre la silla y se dirigió a la salida. Tras cruzar la planta baja, salió al calor húmedo del aparcamiento situado detrás del hospital. La atmósfera estaba despejada, con cúmulos de nubes blancas y abultadas en el cielo. También acechaban algunas nubes de lluvia, pero estaban al otro lado del océano, al oeste del horizonte. Si llovía, no sería antes de la tarde.
Kevin subió a su todoterreno Toyota y se alejó del aparcamiento. Enfiló por la calle norte de la plaza y pasó junto a la vieja iglesia católica. GenSys había restaurado el edificio para transformarlo en un centro recreativo. Los viernes y sábados por la noche proyectaban películas, los lunes había partidas de bingo, y el sótano se había convertido en una cantina donde vendían hamburguesas.
El despacho de Bertram Edwards estaba en el Hospital Veterinario, que formaba parte del Centro de Animales. El complejo era más grande que toda la ciudad de Cogo. Estaba situado al norte de la ciudad, en medio de un denso bosque tropical, y separado de ésta por un trecho de selva virgen.
Kevin condujo hacia el este, hasta el área de servicio, donde giró hacia el norte. El tránsito, que era considerable para un lugar tan remoto de la civilización, reflejaba las dificultades logísticas de una operación de la magnitud de la Zona.
Era necesario importarlo todo, desde el papel higiénico hasta los tubos de ensayo, lo que implicaba un constante movimiento de mercancías. La mayoría de las provisiones llegaban en camión desde Bata, donde había un primitivo puerto de aguas profundas y un aeropuerto para aviones comerciales. El estuario del Muni, con acceso a Libreville, Gabón, sólo era usado por canoas motorizadas.
En el límite de la ciudad, la calle de adoquines de granito dejaba paso a un camino recientemente asfaltado. Kevin suspiró, aliviado. Los adoquines producían una vibración y un ruido intensos en la columna de la dirección.
Después de quince minutos de conducir a través de un túnel de vegetación verde, Kevin divisó los primeros edificios del moderno Centro de Animales. Estaban construidos en hormigón precomprimido y ladrillo de cenizas estucado y pintado de blanco. El diseño tenía un aire hispano, a tono con la arquitectura colonial de la ciudad.
El gigantesco edificio central se parecía más a una terminal de aeropuerto que a una granja de primates. La fachada tenía tres plantas de altura y unos ciento cincuenta metros de ancho. Desde la parte posterior de la estructura se proyectaban múltiples alas que literalmente se perdían en la vegetación. Varios edificios pequeños se alzaban frente al principal.
Kevin no sabía para qué servían, salvo los dos del centro. En uno de ellos se alojaba el contingente de soldados ecuatoguineanos. Igual que sus camaradas de la ciudad, los soldados se pasaban el tiempo holgazaneando con sus rifles, cigarrillos y cerveza del Camerún. El otro edificio era el cuartel general de un grupo que inquietaba aún más a Kevin que el de los soldados adolescentes. Eran mercenarios marroquíes que formaban parte de la guardia presidencial de Guinea Ecuatorial. El presidente local no se fiaba ni de su propio ejército.
Estos comandos extranjeros de fuerzas especiales llevaban corbata e inapropiados y desaliñados trajes oscuros, con bultos en los hombros que delataban a simple vista sus pistoleras. Todos tenían la piel oscura, ojos penetrantes y gruesos bigotes. A diferencia de los soldados locales, rara vez se dejaban ver, pero su presencia se sentía como una siniestra fuerza maligna.
La magnitud del Centro de animales de GenSys evidenciaba su éxito. Conscientes de las dificultades que entrañaba la experimentación biomédica con primates, los directivos de GenSys habían construido sus instalaciones en el África Ecuatorial, donde se usaban animales nativos. De este modo se eludían las restricciones para importar y exportar primates, así como las dañinas influencias de los grupos de fanáticos que defendían los derechos de los animales. Como incentivo adicional, el gobierno local necesitaba desesperadamente la entrada de divisas y sus sobornables cabecillas aceptaban de buen grado cualquier oferta rentable de una compañía como GenSys. Las leyes conflictivas se transgredían o abolían oportunamente. La magistratura era tan complaciente que incluso había dictado una ley que convertía en delito cualquier interferencia en las actividades de GenSys.