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El proyecto prosperó con tanta rapidez que GenSys lo expandió, ofreciendo un conveniente centro de operaciones a otras compañías de biotecnología, en especial a los monopolios farmacéuticos, que realizaban allí sus experimentos con primates. La expansión superó incluso los pronósticos de GenSys. Desde todo punto de vista, la zona era un espectacular éxito económico.

Kevin aparcó junto a otro todoterreno. Sabía que pertenecía al doctor Edwards por la pegatina en el guardabarros que rezaba: El hombre es un mono. Empujó la puerta de cristal con el rótulo Centro Veterinario. El despacho y la consulta del doctor Edwards estaban al otro lado de la puerta.

Martha Blummer lo saludó.

– El doctor Edwards está en el ala de los chimpancés -dijo.

Martha era la secretaria del veterinario y su esposo era uno de los supervisores del área de servicio.

Kevin se dirigió al ala de los chimpancés, una de las pocas zonas del edificio que conocía. Cruzó otra puerta y enfiló por el pasillo central del hospital. El lugar parecía un hospital normal, incluso por sus empleados, que vestían uniformes de cirugía y llevaban estetoscopios alrededor del cuello.

Algunos inclinaron la cabeza a su paso, otros sonrieron o lo saludaron. Kevin no conocía a ninguno de ellos por su nombre.

Una última puerta lo condujo a la parte principal del edificio, donde estaban los primates. El aire tenía un ligero olor a animal salvaje. Aullidos y gruñidos intermitentes reverberaban en el pasillo. A través de las ventanas de cristal enrejado, Kevin vio varias jaulas con simios. Fuera de las jaulas, unos hombres vestidos con monos de trabajo y botas de goma manipulaban mangueras.

El ala de los chimpancés era uno de los pabellones que se extendían desde la parte posterior del edificio hacia el bosque. También tenía tres plantas. Kevin entró en la planta baja y reparó en el súbito cambio de los sonidos. Ahora se oían tantos gritos agudos como gruñidos.

Al entornar la puerta del fondo del pasillo central, Kevin atrajo la atención de uno de los empleados vestido con un mono. Preguntó por el doctor Edwards, y el individuo le respondió que estaba en la unidad de bonobos.

Kevin buscó las escaleras y subió al segundo piso. Le pareció una coincidencia que Edwards estuviera allí precisamente cuando él lo buscaba. Kevin y el doctor Edwards se habían conocido gracias a un asunto relacionado con los bonobos.

Seis años antes, Kevin ignoraba qué era un bonobo. Pero eso cambió rápidamente cuando los bonobos se escogieron como sujetos de los experimentos de GenSys. Ahora sabía que se trataba de unas criaturas excepcionales. Eran primos de los chimpancés, pero habían vivido aislados en un radio de treinta y siete mil quinientos kilómetros cuadrados de selva virgen, en el centro de Zaire, durante medio millón de años.

En contraste con los chimpancés, la sociedad de los bonobos era matriarcal, con menor índice de agresividad entre los machos. En consecuencia, los bonobos vivían en grupos más amplios. Algunos los llamaban chimpancés pigmeos, aunque no era un nombre apropiado, puesto que muchos bonobos eran más grandes que los chimpancés y pertenecían a una especie distinta.

Kevin encontró al doctor Edwards delante de una jaula de aclimatación relativamente pequeña. Edwards había introducido una mano a través de los barrotes y procuraba establecer contacto con una hembra de bonobo adulta.

Había otra hembra sentada en el fondo de la jaula, mirando con nerviosismo su nueva jaula. Kevin intuyó su terror.

El doctor Edwards ululaba con suavidad, imitando uno de los múltiples sonidos con que los bonobos y chimpancés se comunicaban entre sí. Era un hombre bastante alto; Kevin medía un metro setenta y cinco y Edwards le sacaba unos cinco o seis centímetros. Su pelo, completamente blanco, producía un marcado contraste con sus cejas y pestañas casi negras. El definido contorno de las cejas, combinado con su hábito de fruncir la frente, hacían que pareciera constantemente sorprendido.

Kevin lo observó durante un instante. Desde su primer encuentro con él había admirado su evidente afinidad con los animales. Intuía que se trataba de una habilidad natural, no de algo aprendido, y eso le impresionaba.

– Disculpe -dijo Kevin por fin.

Edwards dio un respingo, como si se hubiera asustado. El bonobo aulló y corrió al fondo de la jaula.

– Lo siento -se disculpó Kevin.

El doctor Edwards sonrió y se llevó una mano al pecho.

– No te preocupes. Estaba tan abstraído que no te oí llegar.

– No pretendía asustarlo, doctor Edwards -comentó Kevin-, pero…

– ¡Kevin, por favor! Te he dicho una y mil veces que me llamo Bertram. Hace cinco años que nos conocemos. ¿No crees que ya podrías empezar a usar mi nombre de pila?

– Claro -repuso Kevin.

– Tu visita es providencial -dijo Bertram-. Te presento a nuestras dos nuevas hembras. -Bertram señaló a los dos simios, que avanzaron lentamente desde la pared del fondo.

La llegada de Kevin las había asustado, pero ahora sentían curiosidad.

Kevin contempló las caras notablemente antropomórficas de los dos primates. Las caras de los bonobos eran menos prognatas que las de sus primos, los chimpancés, y en consecuencia tenían un aspecto más humano. Siempre se sentía desconcertado cuando los miraba a los ojos.

– Parecen muy saludables -observó Kevin. No se le ocurría qué otra cosa decir.

– Las han traído desde Zaire esta mañana -explicó Bertram-. Ya sabes que hay unos mil quinientos kilómetros en línea recta, pero teniendo en cuenta la ruta indirecta que es preciso seguir para atravesar las fronteras de Congo y Gabón, sin duda han recorrido el triple de distancia.

– Es como atravesar Estados Unidos de punta a punta -dijo Kevin.

– En términos de distancia, sí -asintió Bertram-. Pero aquí no habrán visto más que pequeños tramos de asfalto. Lo mires como lo mires, es un viaje difícil.

– Pues parecen estar en buena forma -dijo Kevin. Se preguntó qué aspecto tendría él después de hacer un viaje semejante, apretado en una caja de madera y oculto en el compartimiento de carga de un camión.

– A estas alturas, tengo a los conductores bien instruidos -dijo Bertram-. Tratan mejor a los monos que a sus mujeres.

Saben que si los animales mueren, no cobran. Es un buen incentivo.

– Con el aumento de la demanda, supongo que sacarán buen provecho del nuevo contingente.

– Ya lo creo -respondió Bertram-. Como sabrás, estas dos hembras ya están apalabradas. Si superan todas las pruebas, y estoy seguro de que lo harán, las tendrás en tu laboratorio dentro de un par de días. Quiero mirar la operación otra vez.

Creo que eres un genio. Y Melanie… Bueno, nunca he visto tanta coordinación entre la mano y el ojo, ni siquiera en un cirujano oftalmológico que conocí en Estados Unidos.

Kevin se ruborizó ante el cumplido.

– Melanie tiene mucho talento -dijo para desviar la atención de su persona.

Melanie Becket era una técnica en reproducción asistida a quien GenSys había reclutado fundamentalmente para poner en práctica el proyecto de Kevin.

– Es buena -admitió Bertram-, pero los pocos afortunados que estamos involucrados en tu proyecto, sabemos que tú eres el verdadero héroe.

Bertram echó un vistazo alrededor, entre la pared del pasillo y las jaulas, para asegurarse de que ninguno de los obreros vestidos con mono los escuchaban.

– ¿Sabes? Cuando me contrataron para venir aquí, pensé que mi esposa y yo prosperaríamos -dijo Bertram-. Desde el punto de vista económico, el viaje parecía tan lucrativo como ir a Arabia Saudí. Pero nos va mucho mejor de lo que imaginaba. Gracias a tu proyecto y a las acciones, nos estamos enriqueciendo. Ayer mismo Melanie me dijo que tenemos dos clientes nuevos en Nueva York. Con ellos superamos lo cien.

– No he oído nada sobre los clientes nuevos -repuso Kevin.

– ¿No? Pues es cierto -dijo Bertram-. Me lo contó Melanie anoche, cuando nos vimos en el centro recreativo. Dijo que había hablado con Raymond Lyons. Me alegro de que me haya informado, porque tendré que enviar a los camioneros a buscar otro contingente al Zaire. Sólo espero que nuestros colegas pigmeos de Lomako cumplan su parte del trato.

Kevin volvió a mirar a las dos hembras de la jaula. Ambas le devolvieron la mirada con una expresión suplicante que le rompió el corazón. Deseó poder decirles que no tuvieran miedo. Lo único que les ocurriría era que se quedarían preñadas en el curso del mes siguiente. Durante el embarazo, permanecerían encerradas y seguirían una dieta nutritiva especial. Después del parto, las trasladarían a una inmensa reserva de bonobos al aire libre, donde criarían a su prole. Cuando las crías cumplieran tres años, el ciclo se repetiría.