– No cabe duda de que guardan un gran parecido con los humanos -dijo Bertram, interrumpiendo los pensamientos de Kevin-. A veces, uno no puede evitar preguntarse qué pensarán.
– O preocuparse por la posibilidad de que sus crías sean realmente capaces de pensar -señaló Kevin.
Bertram lo miró con las cejas más arqueadas de lo habitual.
– No entiendo -dijo.
– Escuche, Bertram -comenzó Kevin-, he venido aquí especialmente para hablarle del proyecto.
– ¡Qué oportuno! -repuso Bertram-. Yo pensaba llamarte hoy mismo e invitarte a ver nuestros progresos. Y aquí estás. ¡Vamos!
Bertram abrió la puerta más cercana al pasillo, hizo señas a Kevin para que lo siguiera y echó a andar con grandes zancadas. Kevin tuvo que apurar el paso para seguirlo.
– ¿Progresos? -preguntó Kevin.
Aunque admiraba a Bertram, su conducta maníaca lo des concertaba. Incluso en las condiciones más favorables, Kevin tenía dificultades para expresar sus preocupaciones. El solo hecho de sacar el tema se le hacía cuesta arriba, y Bertram no lo estaba ayudando. De hecho, lo amilanaba.
– ¡Ya verás! -exclamó Bertram con entusiasmo-. Hemos resuelto los problemas técnicos con el radiotransmisor de la isla. Ahora, como verás, está en línea. Podemos localizar cualquier animal con solo apretar un botón. ¡Ya era hora!
Con dieciocho kilómetros cuadrados de territorio y casi un centenar de ejemplares, pronto iba a resultarnos imposible hacerlo con los localizadores manuales. En parte, el problema es que no previmos que los individuos iban a separarse en dos grupos sociológicos. Contábamos con que se comportaran como una gran familia feliz.
– Bertram -dijo Kevin entre jadeos, haciendo acopio de valor-. Quería hablarle porque he estado muy nervioso…
– No me sorprende -dijo Bertram aprovechando una pausa de Kevin-. Yo también estaría nervioso si trabajara tantas horas como tú, sin descansar ni buscar ninguna forma de evasión. Caray, a veces veo la luz de tu laboratorio encendida a medianoche, cuando mi mujer y yo salimos de ver una película en el centro recreativo. Incluso hemos hablado de ello. Te invitamos a cenar a casa varias veces para que te distrajeras un poco. ¿Por qué no has venido nunca?
Kevin gruñó para sus adentros. No había ido hasta allí para hablar de ese tema.
– De acuerdo, no me contestes -dijo Bertram-. No quiero ponerte más nervioso. Nos gustaría que vinieras a visitarnos, así que si alguna vez cambias de opinión, llámanos. Pero ¿por qué no vas al gimnasio o a la piscina del polideportivo? Nunca te he visto por allí. Ya es bastante deprimente vivir en este sofocante rincón de Africa, pero quedándote encerrado en tu laboratorio o en tu casa no haces más que empeorar las cosas.
– Puede que tenga razón, Bertram -admitió Kevin-, pero…
– Claro que tengo razón -insistió Bertram-. Pero aún hay algo más que creo que deberías saber: la gente habla.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Kevin-. ¿De qué habla?
– Dicen que no te codeas con los demás porque te crees superior -explicó Bertram-. Ya sabes, al fin y al cabo eres un académico con títulos de Harvard y el MIT. Es fácil que la gente malinterprete tu conducta, sobre todo porque te envidian.
– ¿Por qué iban a envidiarme? -preguntó Kevin, atónito.
– Muy sencillo. Es evidente que la central te hace concesiones especiales. Te dan un coche nuevo cada dos años y tienes una casa tan espléndida como la de Siegfried Spalleck, el gerente de la operación. Eso basta para despertar recelos, sobre todo en personas como Cameron McIvers, que fue tan estúpido como para traerse a toda su familia a este lugar.
Además, tienes un contador hematológico, mientras que el administrador del hospital y yo venimos pidiendo una máquina de resonancia magnética desde el primer día.
– Intenté convencerlos de que me dieran otro alojamiento. Les dije que esa casa era demasiado grande para mí.
– Eh, no tienes que justificarte ante mí -dijo Bertram-. Yo lo entiendo, porque estoy bien informado de tu proyecto.
Pero poca gente lo está y algunos se sienten ofendidos. Ni siquiera Spallek entiende qué pasa, aunque es obvio que se alegra de participar en los beneficios que rinde tu trabajo a los pocos afortunados que tenemos la suerte de estar asociados.
Antes de que Kevin pudiera responder, varias personas detuvieron a Bertram para hacerle consultas en el pasillo mientras cruzaban el hospital veterinario. Kevin aprovechó las interrupciones para reflexionar sobre los comentarios de Bertram. Kevin siempre se había considerado a sí mismo una especie de hombre invisible. No podía entender que fuera capaz de despertar animosidad.
– Lo siento -dijo Bertram después de la última consulta. Empujó la última puerta y Kevin lo siguió.
Al pasar junto a Martha, su secretaria, Bertram cogió una pila de mensajes telefónicos y les echó un rápido vistazo mientras hacía señas a Kevin para que entrara en su despacho privado. Luego cerró la puerta.
– Esto te encantará -dijo dejando los mensajes a un lado.
Se sentó delante del ordenador y enseñó a Kevin un gráfico de la isla Francesca, que estaba dividido en una cuadrícula-.
Ahora dame el número de cualquier ejemplar que quieras localizar.
– El mío -contestó Kevin-. El número uno.
– Allá va -dijo Bertram. Introdujo la información e hizo clic con el ratón. De inmediato, una luz roja comenzó a parpadear en el mapa de la isla. Estaba al norte del macizo de piedra caliza, pero al sur del río al que habían dado el nombre humorístico del río "Divisorio". El río, que corría de este a oeste, dividía longitudinalmente la isla, que medía nueve kilómetros de largo por tres de ancho. En el centro de la isla había un pantano, al que llamaban el lago de los Hipopótamos por razones obvias.
– ¿Ingenioso, eh? -dijo Bertram con orgullo.
Kevin estaba fascinado, y no por la tecnología, aunque el tema también le interesaba. Lo que le llamaba la atención era que la luz parpadeaba exactamente en el sitio de donde sospechaba que procedía el humo.
Bertram abrió un cajón del archivador. Estaba lleno de artilugios electrónicos manuales, que parecían diminutos blocs de notas con pequeñas pantallas de cristal líquido.
Cada uno de ellos tenía una antena extensible.
– Estos funcionan de forma similar -explicó Bertram-.
Los llamamos localizadores. Por supuesto, al ser portátiles podemos llevarlos con nosotros en el propio terreno. Hacen que la localización sea un juego de niños en comparación con los inconvenientes que teníamos al principio.
Kevin jugó con el teclado. Con la ayuda de Bertram, pronto consiguió obtener un gráfico de la isla con la luz roja parpadeante. Bertram le enseñó a recuperar sucesivos mapas, en escalas cada vez más reducidas, hasta que la pantalla entera representó un cuadrado de quince por quince metros.
– Cuando llegas a esta distancia, usas esto -dijo Bertram pasándole un instrumento que parecía una linterna con un teclado minúsculo-. Aquí introduces la misma información.
Funciona como un radiorreceptor direccional. Emite un pitido más fuerte a medida que te acercas al animal que buscas.
Cuando el animal está en el punto de mira, emite un sonido continuo. Entonces, lo único que tienes que hacer es usar la escopeta de dardos.
– ¿Cómo funciona este sistema de localización? -preguntó Kevin.
Inmerso como estaba en los aspectos biomoleculares del proyecto, nunca había prestado atención a la logística. Había recorrido la isla cinco años antes, al comienzo de la operación, pero no había vuelto a salir desde entonces. Nunca se había interesado por los pormenores de las actividades cotidianas.
– Es un sistema por satélite -explicó Bertram-, aunque no estoy muy enterado de los detalles. Naturalmente, cada animal tiene un pequeño microchip insertado debajo de la dermis, con una pila de cadmio de larga duración. La señal que emite el microchip es casi imperceptible, pero la rejilla la recoge, la magnifica y la transmite mediante microondas.
Kevin quiso devolver los instrumentos a Bertram, pero éste los rechazó con un gesto.
– Quédatelos -dijo-. Tenemos muchos.
– Pero no los necesito -protestó Kevin.
– Venga, Kevin -dijo Bertram con jovialidad mientras le daba una palmada en la espalda. El impacto fue lo bastante fuerte para tirar a Kevin hacia delante-. ¡Relájate! Eres demasiado serio.
Bertram se sentó ante su escritorio, cogió la pila de mensajes telefónicos y comenzó a ordenarlos distraídamente por orden de importancia.
Kevin miró los aparatos que tenía en las manos y se preguntó qué hacer con ellos. Era evidente que se trataba de instrumentos muy caros.
– ¿Qué aspecto de tu proyecto querías discutir conmigo? -preguntó Bertram alzando la vista-. Todo el mundo se queja de que cuando me pongo a hablar no dejo meter baza.
¿Qué querías decirme?