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– Es un lugar muy animado -dijo Candace-. ¿Viene a menudo?

Antes de que él pudiera responder, alguien gritó su nombre. Se volvió y reconoció la primera cara familiar. Era Melanie Becket, la técnica en reproducción asistida.

Melanie tenía aproximadamente la misma edad que Candace, pues había celebrado su treinta cumpleaños el mes anterior. Pero mientras Candace era rubia, ella era morena, con cabello castaño y un aire mediterráneo. Sus ojos marrones eran casi negros.

Cuando Kevin quiso presentarle a su compañera de mesa, descubrió con horror que había olvidado su nombre.

– Soy Candace Brickmann -dijo la susodicha sin inmutarse y tendió la mano a Melanie.

Esta se presentó y preguntó si podía unirse a ellos.

– Desde luego -respondió Candace.

Candace y Kevin estaban sentado el uno junto al otro, y

Melanie se sentó en frente.

– ¿Eres la responsable de la presencia de nuestro genio en este antro de perdición? -preguntó Melanie a Candace. Melanie era una joven ingeniosa e irreverente, criada en Manhattan.

– Supongo que sí -respondió Candace-. ¿No es un cliente habitual?

– ¿Habitual? Nada mas lejos de la realidad -dijo Melanie-.

¿Cuál es tu secreto? A mí me rechazó tantas invitaciones, que finalmente me di por vencida. Y eso fue hace años.

– Nunca me invitaste explícitamente-se defendió él.

– ¿De veras? -preguntó Melanie-. ¿Qué hubiera debido hacer? ¿Dibujarte un mapa? Te pregunté un montón de veces si querías comer una hamburguesa. ¿No fui lo bastante explícita?

– Bien -intervino Candy irguiéndose en su asiento-. Este debe de ser mi día de suerte.

Ambas comenzaron a hablar animadamente sobre sus respectivos trabajos. Aunque Kevin las escuchaba, se concentró en su hamburguesa.

– Así que todos estamos metidos en el mismo proyecto -observó Melanie al saber que Candace era la enfermera de cuidados intensivos del equipo de cirugía de Pittsburgh-.

Tres aves del mismo corral.

– Eres demasiado generosa-repuso Candace-. Yo no soy más que el último mono alrededor de nuestro tótem terapéutico. Jamás osaría compararme con vosotros. Vosotros sois los artífices. Y si no es mucha indiscreción, ¿cómo demonios lo hacéis?

– Ella es la heroína -dijo Kevin, que hablaba por primera vez, señalando a Melanie con la barbilla.

– ¡Venga, Kevin! -replicó Melanie-. Yo no he desarrollado las técnicas. Me limito a usar las que tú creas. Hay infinidad de gente que podría hacer mi trabajo, pero sólo tú puedes hacer el tuyo. Tu descubrimiento es la base del proyecto.

– No discutáis intervino Candace-. Simplemente explicadme cómo se lleva a cabo. Me pica la curiosidad desde el primer día, pero todo se ha hecho con el máximo secreto.

Kevin me ha explicado la base científica, pero todavía no entiendo el procedimiento.

– Kevin obtiene una muestra de médula ósea de un cliente -explicó Melanie-. En ella, aísla una célula que está en proceso de división, para que los cromosomas estén condensados. Si no me equivoco, preferiblemente ha de ser una célula madre.

– Es muy difícil encontrar una célula madre -dijo él.

– Bien, entonces cuéntaselo tú -repuso Melanie haciendo un ademán desdeñoso-. Yo me hago un lío.

– Trabajo con una transponasa que descubrí hace siete años -explicó Kevin-. Cataliza la transposición homóloga o el entrecruzamiento de los brazos cortos del cromosoma seis.

– ¿Qué es el brazo corto del cromosoma seis? -preguntó Candace.

– Los cromosomas presentan una porción denominada centrómero, que los divide en dos segmentos -explicó Melanie-. El cromosoma seis tiene unos segmentos particularmente desiguales. Los pequeños se llaman brazos cortos.

– Gracias-dijo Candace.

– Bien… -prosiguió Kevin, procurando ordenar sus ideas-.

Lo que yo hago es añadir mi transponasa secreta a la célula de un cliente cuando ésta se prepara para la división. Pero no permito que el cruce se complete. Lo detengo cuando los dos brazos cortos se han separado de sus respectivos cromosomas. Entonces los extraigo.

– ¡Guau! -exclamó Candace-. O sea que separas esos filamentos minúsculos del núcleo. ¿Cómo diablos lo consigues?

– Esa es otra historia -respondió Kevin-. En realidad, uso un sistema de anticuerpos monoclonales que reconoce la transponasa.

– Eso ya es demasiado para mi pobre cabeza-protestó Candace.

– Bueno, olvida cómo extrae los brazos cortos -dijo Melanie-. Sencillamente acepta el hecho.

– De acuerdo -prosiguió Candace-, ¿y qué haces con los brazos cortos que has separado?

Kevin señaló a Melanie.

– Espero a que ella obre su magia.

– No es magia -repuso Melanie-. Yo soy sólo una técnica.

Aplico a los bonobos un sistema de fertilización in vitro. El mismo sistema que se creó para aumentar la fertilidad de los gorilas de las montañas en cautividad. En realidad, Kevin y yo tenemos que coordinar nuestras tareas porque él necesita un óvulo fertilizado que aún no ha comenzado a dividirse.

Por lo tanto es importante hacerlo en el momento oportuno.

– Necesito que el óvulo esté a punto de dividirse -intervino Kevin-, así que el programa de Melanie determina el mío. No empiezo con mi parte hasta que ella me da luz verde. Cuando ella extrae el cigoto, repito exactamente el mismo procedimiento que acabo de usar para la célula del paciente. Después de retirar los brazos cortos del cromosoma del bonobo, inyecto en el cigoto los del paciente. Gracias a la transponasa, éstos se fijan en el sitio exacto donde deben estar.

– ¿Y eso es todo? -preguntó Candace.

– Bueno, no -admitió Kevin-. En realidad, introduzco cuatro transponasas en lugar de una. El brazo corto del cromosoma seis es el principal segmento que transferimos, pero también transferimos porciones relativamente pequeñas de los cromosomas nueve, doce y catorce. Estos llevan los genes de los grupos sanguíneos ABO y otros pocos antígenos menores de histocompatibilidad, como las moléculas de adhesión CD-31. Pero con esto la cosa se complica. Tú piensa sólo en el cromosoma seis. Es la parte más importante.

– Porque el cromosoma seis contiene los genes que conforman el complejo mayor de histocompatibilidad -dijo Candace inteligentemente.

– Exacto -asintió él.

Estaba impresionado e intrigado. Además de sociable, Candace era lista y estaba bien informada.

– ¿Y este protocolo funcionaría en otros animales? -preguntó la muchacha.

– ¿En qué especie estás pensando? -inquirió Kevin.

– Pensaba en los cerdos -respondió ella-. Sé que otros centros de Estados Unidos e Inglaterra intentan minimizar las reacciones de rechazo en los trasplantes de órganos de cerdo introduciendo genes humanos.

– Comparado con lo que estamos haciendo nosotros es como usar sanguijuelas -se burló Melanie-. Es una técnica obsoleta, porque trata el síntoma en lugar de eliminar la causa

– Es cierto -convino Kevin-. En nuestro protocolo, no tenemos que preocuparnos por reacciones inmunológicas.

Desde el punto de vista de la histocompatibilidad, estamos ofreciendo un doble inmunológico, sobre todo si consigo incorporar unos cuantos antígenos menores más.

– No entiendo por qué te preocupas tanto por ellos -dijo Melanie-. En los primeros tres trasplantes que hicimos, los pacientes no tuvieron ninguna reacción de rechazo. ¡Ninguna!

– Quiero que el método sea perfecto -repuso Kevin.

– Yo he mencionado a los cerdos por varias razones -dijo Candace-. Primero, creo que algunas personas podrían molestarse por el uso de bonobos. Y en segundo lugar, tengo entendido que no hay muchos ejemplares.

– Es verdad -admitió Kevin-. La población total de bonobos es de unos veinte mil ejemplares.

– A eso iba -dijo Candace-. Mientras que todos los días se matan centenares de millares de cerdos para beicon.

– No creo que mi sistema pudiera funcionar con cerdos -explicó él-. No estoy completamente seguro, pero lo dudo.

La razón de que funcione tan bien con los bonobos, o llegado el caso, con chimpancés, es que sus genomas y los nuestros son muy parecidos. De hecho, sólo difieren en un uno y medio por ciento.

– ¿Eso es todo? -preguntó Candace. Estaba atónita.

– Es bastante humillante, ¿no? -dijo Kevin.

– Es más que humillante -repuso Candace.

– Indica la proximidad que existe entre los bonobos, los chimpancés y los seres humanos desde el punto de vista de la evolución -terció Melanie-. Se cree que nosotros y nuestros primos, los primates, descendemos de un antecesor común que vivió hace unos siete millones de años.

– Eso acentúa el problema ético -dijo Candace-, y explica por qué a mucha gente podría molestarle saber que los usamos. Tienen un aspecto tan humano. ¿A vosotros no os afecta tener que sacrificarlos?