– El trasplante de hígado de Winchester es sólo el segundo caso que requirió sacrificar al animal -explicó Melanie-. Las otras dos intervenciones fueron trasplantes de riñón, y los bonobos se encuentran perfectamente.
– Bueno, pero ¿cómo os sentisteis en este caso? -preguntó Candace-. La mayoría de los miembros del equipo de cirugía estábamos alterados, a pesar de que creíamos estar preparados, pues era el segundo sacrificio.
Kevin miró a Melanie. Tenía la boca seca. Candace lo obligaba a tocar el tema que había estado evitando a toda costa.
En gran parte ésa era la razón de que el humo procedente de la isla Francesca le preocupara tanto.
– Sí, me afecta -reconoció Melanie-. Pero supongo que estoy tan entusiasmada con el descubrimiento científico y con los beneficios para el paciente, que procuro no pensar en ello. Además, nunca creímos que tendríamos que usar tantos animales. Son más bien un seguro para los clientes que puedan necesitarlos. No admitimos una persona que necesita un trasplante, a menos que pueda esperar los tres años necesarios para que su doble llegue a la edad apropiada. Y tampoco tenemos trato directo con los animales, que viven aislados en una isla. La operación se planeó así precisamente para que nadie estableciera vínculos afectivos con ellos.
Kevin tragó saliva con dificultad. En su imaginación, vio la columna de humo serpeando lentamente en el cielo sombrío, encapotado. También imaginó al bonobo que se había puesto nervioso y había arrojado una piedra con mortal puntería a un pigmeo durante el proceso de recogida.
– ¿Cómo se llama a un animal que tiene genes humanos incorporados? -preguntó Candace.
– Transgénico -respondió Melanie.
– Eso -dijo Candace-. Me gustaría que estuviéramos usando cerdos transgénicos en lugar de bonobos. Este procedimiento me preocupa. Aunque estoy muy contenta con mi paga y con las acciones de GenSys, no estoy segura de querer continuar en el proyecto.
– Eso no les gustará -advirtió Melanie-. Recuerda que has firmado un contrato. Tengo entendido que son muy severos a la hora de hacer que la gente cumpla sus acuerdos.
– Les devolveré todas las acciones, opciones incluidas.
Puedo sobrevivir sin ellas. Debo pensar en mis sentimientos, y sería mucho más feliz si usáramos cerdos. Cuando anestesiamos al último bonobo, habría jurado que intentaba comunicarse con nosotros. Tuvimos que usar una tonelada de sedantes.
– ¡Oh, venga! -exclamó Kevin, súbitamente enfadado y con la cara encendida. Al verlo, Melanie abrió los ojos como platos-. ¿Qué puñetas os pasa? -Pero se arrepintió de inmediato de sus palabras-. Lo lamento -dijo, aunque su corazón seguía desbocado. Detestaba ser siempre tan transparente; al menos tenía toda la sensación de que lo era.
Melanie miró a Candace y puso los ojos en blanco, pero la enfermera no captó su intención. Estaba mirando a Kevin.
– Tengo la impresión de que estás tan preocupado como yo -le dijo.
Kevin soltó un resuello y dio un mordisco a la hamburguesa para evitar decir algo de lo que luego pudiera arrepentirse.
– ¿Por qué no quieres hablar de ello? -preguntó Candace.
Kevin negó con la cabeza mientras masticaba. Sospechaba que su cara seguía encendida.
– No te preocupes por él -advirtió Melanie-. Se recuperará.
Candace miró a Melanie.
– Los bonobos son tan parecidos a los humanos -comentó, volviendo a su argumento original-, que no debería sorprendernos que sus genomas difieran de los nuestros sólo en un uno y medio por ciento. Pero acaba de ocurrírseme una idea. Si vosotros reemplazáis los brazos cortos del cromosoma seis, así como otros segmentos más pequeños del genoma del bonobo, con ADN humano, ¿cuál sería el verdadero porcentaje de diferencia?
Melanie miró a Kevin mientras calculaba mentalmente. Arqueó las cejas y dijo:
– Bueno, es una pregunta curiosa. Supongo que algo menos del uno por ciento.
– Sí, pero el uno y medio por ciento no está exclusivamente en el brazo corto del cromosoma seis -espetó Kevin nuevamente ofuscado.
– Eh, tranqui tronco -dijo Melanie. Dejó su refresco y extendió el brazo por encima de la mesa para apoyar la mano sobre el hombro de Kevin-. Estás sacando las cosas de quicio. Esto no es más que una charla amistosa. ¿Sabes?, es bastante normal que la gente se siente a conversar un rato. Sé que te parece extraño, porque tu prefieres tratar con tus tubos de ensayo, ¿pero qué diablos te pasa?
Kevin suspiró. Aunque iba en contra de su carácter, decidió confiar en esas dos mujeres brillantes y seguras. Admitió que estaba preocupado.
– ¡Como si no lo supiéramos! -exclamó Melanie poniendo una vez más los ojos en blanco-. ¿No puedes concretar más?
¿Qué es lo que te atormenta?
– Precisamente lo que ha dicho Candace -respondió.
– Ha dicho muchas cosas -insistió Melanie.
– Sí, y todas ellas me hacen sentir que he cometido un error monumental.
Melanie retiró la mano del hombro de Kevin y lo miró fijamente a los ojos.
– ¿En qué sentido?-preguntó.
– Al añadir demasiado ADN humano -respondió Kevin. El brazo corto del cromosoma seis tiene millones de pares de bases y centenares de genes que no tienen nada que ver con el complejo mayor de histocompatibilidad. Debería haber aislado el complejo, en lugar de tomar el camino más fácil.
– De modo que estas criaturas tienen algunas proteínas humanas más -dijo-. ¡Vaya problema!
– Eso es lo que pensé al principio -explicó Kevin-. Al menos hasta que planteé mis dudas en Internet, preguntando si alguien sabía qué otros genes había en el brazo corto del cromosoma seis. Por desgracia, una de las personas que respondió me informó de que había una proporción importante de genes relacionados con la evolución. Ahora no puedo saber con certeza qué he creado.
– Claro que lo sabes -replicó Melanie-. Has creado un bonobo transgénico.
– Lo sé, dijo él con los ojos brillantes. Respiraba agitadamente y su frente se había cubierto de sudor-. Y estoy aterrorizado porque sospecho que con ello he traspasado los límites.
CAPITULO 6
5 de marzo de 1997, 13.00 horas.
Cogo, Guinea Ecuatorial
Bertram aparcó su jeep Cherokee de tres años de antigüedad en el aparcamiento situado detrás del ayuntamiento. El coche le daba problemas y había pasado innumerables días en el taller de reparaciones. Pero el problema continuaba, y le irritaba que Kevin Marshall no fuera consciente de la suerte que tenía al disponer de un Toyota nuevo cada dos años. A Bertram no le darían un coche nuevo hasta el año siguiente.
Subió por las escaleras y cruzó la arcada del primer piso, en dirección a la terraza que rodeaba el edificio. De allí pasó al despacho central que, por petición expresa de Siegfried Spallek, no tenía aire acondicionado. Un gran ventilador de techo giraba perezosamente, emitiendo un zumbido intermitente.
Las aletas largas y planas sólo conseguían mover el aire húmedo, con lo que mantenían constante el calor de la estancia.
Bertram había telefoneado con antelación, de modo que el secretario de Siegfried, un negro de cara angulosa llamado Aurielo, nativo de la isla de Bioko, lo esperaba en el despacho interior. Aurielo había estudiado en Francia para ser maestro de escuela, pero no había conseguido empleo hasta que GenSys fundó la zona.
El despacho interior era más grande que el exterior y ocupaba todo el ancho del edificio. Las ventanas con postigos daban al aparcamiento en la parte posterior, y a la plaza de la ciudad en el frente. Las ventanas delanteras ofrecían una vista imponente del nuevo complejo de hospital y laboratorio.
Desde donde estaba, Bertram podía ver las ventanas del laboratorio de Kevin.
– Siéntese -le indicó Siegfried sin levantar la vista. Su voz era ronca y gutural, con un ligero acento germánico. El tono, por su parte, era claramente autoritario. Estaba firmando una pila de cartas-. Terminaré en un momento.
Bertram paseó los ojos por la oficina atestada. Nunca se sentía cómodo en ese sitio. Como veterinario y ecologista moderado, no le gustaba la decoración. Las paredes y todas las superficies horizontales estaban cubiertas de cabezas desecadas de animales con ojos vidriosos, muchas de ellas pertenecientes a especies en peligro de extinción. Había felinos, como leones, leopardos y onzas, y una asombrosa variedad de antílopes, más de los que Bertram conocía. Varias cabezas enormes de rinocerontes miraban con los ojos en blanco desde sus puestos privilegiados, a espaldas de Spallek. Sobre la estantería había serpientes, incluida una cobra. En el suelo, un inmenso cocodrilo con la boca entreabierta exhibía sus aterradores dientes. La mesa situada junto a la silla de Bertram era una pata de elefante cubierta con un tablero de caoba, desde cuyas esquinas se alzaban unos colmillos de elefante cruzados.