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Pero incluso más que los animales desecados, a Bertram le molestaban los cráneos. Sobre el escritorio de Siegfried había tres, todos con la parte superior serrada. Uno de ellos tenía un agujero de bala en la sien. Cumplían respectivamente las funciones de bote para clips, cenicero y candelero. Aunque el suministro de corriente eléctrica en la Zona era más fiable que en el resto del país, en ocasiones se producían apagones causados por la caída de un rayo.

La mayoría de la gente, y en especial los visitantes de GenSys, daban por supuesto que los cráneos pertenecían a simios. Pero Bertram sabía que no era así. Eran cráneos humanos, de personas ejecutadas por los soldados ecuatoguineanos. Las tres víctimas habían sido condenadas a la pena capital por interferir en las operaciones de GenSys. En realidad, los habían pillado cazando furtivamente chimpancés en el territorio de ciento cincuenta kilómetros asignado a la Zona. Siegfried consideraba esa área como su propio coto privado.

Hacía unos años, cuando Bertram había cuestionado educadamente la conveniencia de exhibir los cráneos, Siegfried le había respondido que contribuían a mantener a raya a los nativos.

– Es la clase de lenguaje que entienden -había explicado-.

Son símbolos comprensibles para ellos.

Bertram no dudaba de que los nativos hubieran captado el mensaje, sobre todo en un país que había sufrido las atrocidades de un dictador diabólicamente cruel. Recordaba la reacción de Kevin ante los cráneos: había dicho que le recordaban la locura de Kurtz, en El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad.

– Bien -dijo Siegfried apartando los papeles que acababa de firmar. Con su acento, sonó más bien como "fien"-.

¿Qué es lo que le preocupa, Bertram? Espero que no tenga problemas con los bonobos nuevos.

– No, en absoluto. Las dos hembras están en perfecto estado -repuso el veterinario, mientras observaba al gerente de la Zona. Su rasgo físico más llamativo era una grotesca cicatriz que se extendía desde debajo de la oreja izquierda, cruzando la mejilla, hasta la parte inferior de la nariz. Con el transcurso de los años, la cicatriz se había contraído de manera gradual, elevando la comisura izquierda de la boca de Siegfried para formar una perpetua sonrisa despectiva.

Desde el punto de vista formal, Bertram no estaba obligado a informar de sus problemas a Siegfried. Como jefe de los veterinarios del centro de investigación y reproducción de primates más grande del mundo, Bertram respondía directamente al vicepresidente de operaciones de GenSys, que estaba en Cambridge, Massachusetts, y que tenía contacto directo con Taylor Cabot. Pero en todo lo referente a sus actividades cotidianas, y en especial al proyecto de los bonobos, a Bertram le convenía mantener una relación amistosa con el jefe local. El problema era que Siegfried tenía mal carácter y era difícil de tratar.

Había iniciado sus actividades en África como cazador furtivo, que conseguía a sus clientes lo que le pidieran a cambio de una cantidad pactada. Su reputación lo había obligado a trasladarse del África oriental a la occidental, donde resultaba más fácil transgredir las leyes de caza. Siegfried había creado una organización importante, y las cosas marcharon bien hasta que unos rastreadores le fallaron en una situación crucial, cuando un elefante macho los atacó y mató a sus clientes.

Este episodio segó la carrera de Siegfried como cazador.

También le dejó una cicatriz en la cara y el brazo derecho paralizado. La extremidad colgaba laxa e inservible de la articulación del hombro.

La furia causada por el accidente lo convirtió en un hombre amargado y vengativo. Sin embargo, GenSys había reconocido su experiencia en la selva y sus dotes de organización, sus conocimientos sobre conducta animal y su autoritaria aunque eficaz conducta con los nativos. Lo consideraban el hombre perfecto para encargarse de la multimillonaria operación africana.

– Hay un nuevo inconveniente en el proyecto de los bonobos -señaló Bertram.

– ¿Tiene algo que ver con su preocupación porque los bonobos se han dividido en dos grupos? -preguntó Siegfried con desdén.

– ¡Reconocer un cambio en su organización social es una preocupación legítima! -exclamó Bertram enrojeciendo.

– Eso me dijo -replicó Siegfried con voz cargada de intención-. Pero he estado reflexionando sobre el tema y no le veo la importancia. ¿Qué más da que vivan en un grupo o en diez? Lo único que queremos es que se mantengan en su sitio y en buen estado.

– No estoy de acuerdo -dijo Bertram-. La división en grupos sugiere que no se llevan bien. Esto no es propio de la conducta de los bonobos y podría causarnos problemas en el futuro.

– Le dejo esa preocupación a usted, que es el profesional

– repuso Siegfried-. A mí personalmente no me importa lo que hagan esos monos, mientras no surja un inconveniente que interfiera en mis ganancias y mis acciones. Este proyecto se está convirtiendo en una mina de oro.

– El nuevo problema está relacionado con Kevin Marshall -anunció Bertram.

– ¡Vaya! ¿Qué ha hecho ese idiota esquelético para preocuparlo? -preguntó Siegfried-. Con su paranoia, es una suerte que no tenga que hacer mi trabajo.

– Ese tonto está inquieto porque ha visto humo saliendo de la isla -explicó Bertram-. Ha ido a verme en dos ocasiones. Una vez la semana pasada, y otra esta misma mañana.

– ¿Qué pasa con el humo? -preguntó Siegfried-. ¿Por qué ha alarmado a Kevin? Por lo visto, es peor que usted.

– Cree que los bonobos podrían estar usando fuego -respondió Bertram-. No lo ha dicho explícitamente, pero estoy seguro de que se le ha pasado por la cabeza.

– ¿Qué quiere decir con que están "usando" fuego? -pre guntó Siegfried inclinándose-. ¿Que encienden fogatas para calentarse o para cocinar? -Siegfried rió sin que se alterara su eterna mueca de desprecio-. No entiendo a los urbanitas americanos como ustedes. Cuando vienen a la selva tienen miedo hasta de su propia sombra.

– Sé que es ridículo -admitió Bertram-. Nadie más ha visto humo o, si lo han visto, sin duda procede de algún incendio provocado por una tormenta eléctrica. El problema es que Kevin quiere ir a la isla.

– ¡Nadie puede visitar la isla! -gruñó Siegfried-. Sólo está permitido ir para recoger ejemplares y, aun entonces, los únicos autorizados son los miembros del equipo de recogida. Son las normas de la central. No hay excepciones, aparte de Kimba, el pigmeo, que debe ir a llevar comida suplementaria.

– Es lo que le dije -repuso Bertram-. Y no creo que haga nada por su cuenta. Pero pensé que debía ponerlo sobre aviso de todos modos.

– Me alegro de que lo hiciera -dijo Siegfried con exasperación-. Ese imbécil me está creando problemas.

– Hay algo más -prosiguió Bertram-. Ha hablado del humo con Raymond Lyons.

Siegfried dio un puñetazo en la mesa con su mano sana, con tanta fuerza que Bertram se sobresaltó. Luego se puso en pie y se acercó a la ventana con vistas a la plaza. Miró con furia hacia el hospital. Ese investigador empollón y marica nunca le había caído bien. Se había puesto furioso al enterarse de que iban a concederle la segunda mejor casa de la ciudad, pues tenía pensado adjudicar la vivienda a uno de sus esbirros más leales.

Siegfried cerró la mano sana en un puño y apretó los dientes.

– ¡Maldito entrometido gilipollas!

– Prácticamente ha terminado con su investigación -dijo Bertram-. Sería una pena que lo fastidiara todo precisamente cuando las cosas marchan tan bien.

– ¿Qué le dijo Lyons? -preguntó Siegfried.

– Nada. Que estaba dejándose llevar por su imaginación.

– Tendré que hacerlo vigilar-anunció Siegfried-. No permitiré que nadie destruya este programa. De ninguna manera. Es demasiado lucrativo.

– Eso es cosa suya -dijo Bertram poniéndose de pie. Se dirigió hacia la puerta, convencido de que había hecho lo que debía.

CAPITULO 7

5 de marzo de 1997, 7.20 horas.

Nueva York

La combinación de vino barato y falta de sueño retrasó el pedaleo matutino de Jack hasta el trabajo. Acostumbraba llegar a la sala de identificaciones del Instituto Forense a las siete y cuarto. Pero cuando salió del ascensor en la primera planta del depósito de cadáveres, descubrió que ya eran la siete y veinticinco, y eso le molestó. No es que llegara tarde, pero a Jack le gustaba mantener a rajatabla su horario. Había aprendido que la disciplina en el trabajo era una de las formas de evitar la depresión.

Lo primero que hacía al llegar era servirse una taza de café de la cafetera común. Hasta el aroma parecía surtir un efecto benéfico, que Jack atribuía a un condicionamiento pavloviano.

Bebió el primer sorbo. Era el maná. Aunque él mismo dudaba de que el efecto pudiera ser tan rápido, tuvo la impresión de que el leve dolor de cabeza de la resaca comenzaba a desvanecerse.