Algunas construcciones cercanas habían sido renovadas, otras estaban en proceso de remodelación, pero la mayoría permanecían intactas. Media docena de haciendas, antaño elegantes, habían sido devoradas por las enredaderas y las raíces de una vegetación que crecía sin control alguno. Una eterna bruma de aire caliente y húmedo cubría el paisaje.
En primer término, Kevin alcanzaba a ver la arcada del viejo ayuntamiento local. A la sombra de la arcada estaba el inevitable grupo de soldados ecuatoguineanos con uniforme de combate y rifles AK-47 en bandolera. Como de costumbre, fumaban, discutían y bebían cerveza camerunense
Por fin, Kevin dejó vagar la vista más allá de la ciudad. Lo había estado evitando inconscientemente, pero ahora fijó la mirada en el estuario, cuya superficie azotada por la lluvia parecía metal fundido. Al sur, alcanzaba a vislumbrar la arbolada costa de Gabón. Miró hacia el este y siguió con la vista el sendero de islas que se extendían hacia la zona continental. En el horizonte divisó la más grande, la isla Francesca, llamada así por los portugueses en el siglo xv. En contraste con las demás islas, un macizo de piedra caliza rodeado de vegetación selvática se extendía sobre el centro de la isla Francesca como el espinazo de un dinosaurio.
A Kevin le dio un vuelco el corazón. A pesar de la lluvia y la niebla, volvió a ver aquello que tanto temía. Como la semana anterior, allí estaba la inconfundible columna de humo, ondulando perezosamente hacia el cielo plomizo.
Se dejó caer en la silla y ocultó la cabeza entre las manos.
Se preguntó qué había hecho. En la universidad había escogido cultura clásica como una de las asignaturas optativas y conocía los mitos griegos. ¿Habría cometido el mismo error que Prometeo? El humo significaba fuego, y no pudo menos de preguntarse si se trataba del proverbial fuego robado a los dioses; en su caso, involuntariamente.
18:45 horas.
Boston, Massachusets
Mientras el frío viento de marzo sacudía los postigos, Taylor Devonshire Cabot se regodeaba en el calor y la seguridad de su estudio recubierto con paneles de nogal, en su amplia casa de Manchester-by-the-Sea, al norte de Boston, Massachusetts. Harriette Livingston Cabot, la esposa de Taylor, estaba en la cocina ultimando los preparativos de la cena que se serviría a las siete en punto.
Sobre el brazo del sillón, Taylor balanceaba un vaso de cristal tallado que contenía whisky de malta. El fuego crepitaba en la chimenea, y en la cadena musical sonaba una melodía de Wagner a bajo volumen. Además, había tres aparatos empotrados de televisión sintonizados respectivamente en la cadena de noticias local, la CNN y la ESPN.
Taylor se sentía satisfecho. Había tenido un día atareado aunque productivo en las oficinas centrales de GenSys, una firma de biotecnología relativamente nueva que él mismo había fundado ocho años antes. La compañía había construido un edificio junto al río Charles de Boston, para reclutar a sus nuevos miembros aprovechando la proximidad de Harvard y el MIT, el Instituto de Tecnología de Massachusetts.
El viaje de regreso había sido más rápido que de costumbre, y Taylor no había tenido ocasión de terminar la lectura prevista para el día. Conociendo los hábitos de su jefe, Rodney, el chofer, se había disculpado por llegar tan pronto.
– Estoy seguro de que mañana podrá demorarse lo suficiente para compensarme -había bromeado Taylor..
– Haré todo lo posible, señor-había respondido Rodney.
De modo que Taylor no escuchaba la música ni veía la televisión. En cambio, leía atentamente el informe económico que debía presentar la semana siguiente en la junta de accionistas de GenSys. Pero eso no significa que permaneciera ajeno a lo que ocurría alrededor. Era absolutamente consciente del sonido del viento, el chisporrotear del fuego, la música y los diversos boletines de noticias en la televisión.
Así pues, cuando oyó el nombre de Carlo Franconi, alzó rápidamente la cabeza.
Lo primero que hizo fue coger el mando a distancia y subir el volumen del televisor del centro, que transmitía el noticiario local de una cadena filial de la CBS. Los presentadores eran Jack Williams y Liz Walker. Jack Williams había mencionado el nombre de Carlo Franconi y prosiguió diciendo que la cadena había obtenido una cinta de vídeo del asesinato de este famoso miembro de la mafia, vinculado con las familias del crimen de Boston.
"Dada la violencia de las escenas, dejamos a criterio de los padres la decisión de que los niños permanezcan frente a la pantalla -advirtió el presentador-. Recordarán que hace unos días informamos de que Franconi, que se encontraba enfermo, había desaparecido después de declarar ante el jurado, por lo que algunos temían que se hubiera fugado a pesar de encontrarse bajo fianza. Sin embargo, ayer reapareció, anunciando que había hecho un trato con la fiscalía de Nueva York y que se acogería al programa de protección de testigos. Pero esta misma noche, mientras salía de su restauran te favorito, el procesado por estafa y chantaje fue asesinado a balazos."
Taylor miró, hipnotizado, la filmación de un aficionado en la que un hombre rollizo salía de un restaurante acompañado por varios individuos con aspecto de policías El hombre saludó con un ademán casual a la multitud congregada a las puertas del establecimiento y se dirigió a la limusina que lo esperaba. Hizo caso omiso de las preguntas de los periodistas que se acercaron a él. Cuando se agachaba para subir al vehículo, Franconi se sacudió y se balanceó hacia atrás, cogiéndose la nuca con una mano. Mientras caía hacia la derecha, su cuerpo volvió a sacudirse antes de tocar el suelo. Los acompañantes habían desenfundado sus armas y se giraban frenéticamente en todas las direcciones. Los periodistas se habían arrojado al suelo.
"¡Guau! -exclamó Jack-. ¡Qué escena! Me recuerda el asesinato de Lee Harvey Oswald. Está claro para qué sirve la protección policial."
"Me pregunto qué consecuencias tendrá este crimen en la actitud de futuros testigos", dijo Liz.
"Desastrosas, sin duda", respondió Jack.
Los ojos de Taylor se desviaron hacia las imágenes de la CNN, que en ese momento comenzaba a emitir la misma cinta de vídeo. Miró la secuencia una vez más y se estremeció. Al final de la escena, la CNN dio paso a un reportaje en directo frente al Instituto Forense de la ciudad de Nueva York.
"La gran pregunta en estos momentos es si participaron uno o dos atacantes -dijo el reportero por encima del ruido del trafico de la Quinta Avenida-. Tenemos la impresión de que Franconi recibió dos impactos de bala. La policía está lógicamente disgustada por los acontecimientos y se niega a hacer especulaciones o a facilitar cualquier tipo de información. Sabemos que la autopsia está programada para mañana a primera hora y damos por sentado que los expertos en balística desvelarán la incógnita."
Taylor bajó el volumen del televisor y cogió su vaso. Caminó hacia la ventana y miró el mar enfurecido y oscuro. La muerte de Franconi podía traer cola. Consultó su reloj. En África occidental era casi media noche.
Fue hasta el teléfono, llamó al operador de GenSys y le dijo que quería hablar con Kevin Marshall de inmediato.
Colgó el auricular y volvió a mirar por la ventana. Nunca se había sentido del todo cómodo con ese proyecto, aunque desde el punto de vista económico parecía muy rentable. Se preguntó si debía cancelarlo. El teléfono interrumpió sus pensamientos.
Levantó el auricular y una voz dijo que el señor Marshall estaba al otro lado de la línea. Tras algunos ruidos de interferencias, oyó la voz soñolienta de Kevin.
– ¿De verdad es usted Taylor Cabot? -preguntó Kevin.
– ¿Recuerda a Carlo Franconi? -dijo Taylor, pasando por alto la pregunta de Kevin.
– Por supuesto.
– Ha sido asesinado esta misma tarde. La autopsia está prevista para mañana a primera hora en Nueva York. Quiero saber si esto podría causar problemas.
Se produjo un silencio. Taylor estaba a punto de preguntar si se había cortado la comunicación, cuando Kevin respondió:
– Sí, podría causar problemas.
– ¿Pueden averiguar algo con una autopsia?
– Es posible. No digo probable, pero sí posible.
– Esa respuesta no me gusta -replicó Taylor. Cortó la comunicación con Kevin y volvió a llamar al operador de GenSys. Pidió hablar de inmediato con el doctor Raymond Lyons y subrayó que se trataba de una emergencia.
Nueva York
– Disculpe -murmuró el camarero.
Se había acercado al doctor Lyons por la izquierda y había esperado una pausa en la conversación que el médico mantenía con Darlene Polson, una joven rubia que, además de su ayudante, era su actual amante. Con su cuidado cabello cano y su atuendo conservador, el doctor parecía el médico prototípico de un culebrón. Cincuenta y pocos años, alto, bronceado, con una envidiable esbeltez y unas facciones agradables y aristocráticas.