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– No me sobran datos -reconoció Jack.

– ¿No querías un reto? -bromeó Laurie.

Jack se apartó de la mesa y cruzó la recepción en dirección a los ascensores.

– Vamos, malhumorado -dijo al pasar junto a Vinnie, pellizcándole el brazo y dando un golpecito al periódico-. Es tamos perdiendo el tiempo. -Pero al llegar a la puerta, se topó con Lou Soldano. El detective caminaba hacia su objetivo: la cafetera eléctrica-. Vaya. Deberías jugar con los Giants de Nueva York.

Parte del café de Jack se había derramado.

– Lo lamento -se disculpó Lou-. Necesito desesperadamente mi dosis de cafeína.

Los dos hombres se dirigieron hacia la cafetera. Jack se limpió la pechera de su chaqueta de pana con una servilleta de papel. Lou cogió una taza de pl stico y la llenó hasta el tope con mano temblorosa, luego bebió un par de sorbos para dejar sitio para el azúcar y la nata.

– Han sido dos días espantosos -suspiró Lou.

– ¿Has estado de juerga toda la noche otra vez? -preguntó Jack.

La cara de Lou tenía una barba incipiente. Llevaba una arrugada camisa azul, con el primer botón desabrochado y la corbata floja y torcida. Su gabardina estilo Colombo parecía la de un vagabundo.

– Ya me gustaría -gruñó Lou-. En los últimos dos días he dormido apenas tres horas. -Saludó a Laurie y se dejó caer pesadamente en una silla junto a la mesa de registros.

– ¿Alguna novedad sobre el caso Franconi? -preguntó Laurie.

– Nada para contentar al capitán, al comandante de zona ni al teniente de alcalde -respondió, afligido-. Vaya cisco. El problema es que van a rodar cabezas. Los de homicidios estamos preocupados porque, si no encontramos alguna pista, seguro que nos usan de chivos expiatorios.

– No fue culpa vuestra que asesinaran a Franconi -dijo Laurie.

– Eso díselo al comisario -replicó Lou. Tomó un ruidoso sorbo de café-. ¿Os importa si fumo? Vale, olvidadlo -dijo al ver la expresión de sus caras-. No sé por qué lo he preguntado. Debo de haber sufrido enajenación mental transitoria.

– ¿Qué habéis descubierto? -preguntó Laurie.

Ella sabía que antes de ser asignado a homicidios, Lou había trabajado en el departamento contra el crimen organizado. Con su experiencia, no había nadie más cualificado para investigar el caso.

– Es obvio que fue un golpe de la familia Vaccaro -respondió Lou-. Lo sabemos por nuestros confidentes. Aunque, puesto que Franconi estaba a punto de testificar, ya lo suponíamos. Nuestra única pista es el arma del crimen.

– Eso debería facilitaros las cosas -dijo Laurie.

– No tanto como crees -repuso Lou-. No es infrecuente que la mafia deje atrás el arma del crimen después de un atentado. La encontramos en un techo, frente al restaurante Positano. Es una Remington con mira telescópica, con dos cartuchos usados. Los casquillos estaban en el techo.

– ¿Huellas dactilares? -preguntó Laurie.

– Las limpiaron -contestó Lou-, pero los muchachos de criminología siguen buscando.

– ¿Han rastreado el arma? -preguntó Jack.

– Sí. La escopeta pertenecía a un cazador de Menlo Park. Pero, como era de esperar, allí terminan las pistas. Al tipo le habían entrado a robar el día anterior. Lo único que se llevaron fue la escopeta.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Laurie.

– Estamos siguiendo algunas pistas -explicó Lou-. Además, todavía nos falta hablar con algunos confidentes. Pero en realidad, lo único que podemos hacer es cruzar los dedos y esperar un golpe de suerte. ¿Y qué me decís vosotros? ¿Tenéis idea de cómo desapareció el cadáver?

– Todavía no, pero me ocuparé de ello personalmente -repuso Laurie.

– Eh, no la animes -protestó Jack-. Es trabajo de Bingham y Washington.

– Tiene razón, Laurie -dijo Lou.

– Claro que la tengo. La última vez que Laurie se metió con la mafia, se la llevaron de aquí en un ataúd. Al menos eso me dijiste.

– Eso fue distinto -dijo Laurie-. No estoy tan metida en este caso como lo estaba en el otro. Creo que es fundamental descubrir cómo desapareció el cadáver, por el bien de este instituto. Y, francamente, dudo mucho de que Bingham y Washington se molesten en averiguarlo. A ellos les conviene que el asunto se desvanezca en el aire.

– Lo entiendo -dijo Lou-. De hecho, creo que si la prensa dejara de atosigarnos, el jefe nos pediría que abandonáramos el caso. Quién sabe.

– Yo me propongo descubrir cómo desapareció -repitió ella con convicción.

– Bien, saber quién y cómo lo hizo podría facilitar mi investigación -dijo Lou-. Lo más probable es que lo haya hecho la misma gente de Vaccaro. Sería lo más lógico.

Jack levantó las manos.

– Me largo de aquí -dijo a Laurie-. Ya veo que no quieres escuchar razones.

De camino hacia la puerta, volvió a tirar de la camisa de Vinnie.

Jack se asomó al despacho de Janice.

– ¿Hay algún dato que no esté en la carpeta que debería saber sobre el tipo que apareció en el mar? -preguntó a la investigadora.

– Lo poco que sabemos está allí -contestó Janice-. Salvo el sitio exacto donde la guardia costera recogió el cadáver. Dijeron que antes de decírmelo tendrían que averiguar si se trataba de información confidencial. Pero no creo que esa información cambie nada. Ninguno de nosotros va a ir allí a buscar la cabeza y las manos.

– Estoy de acuerdo -convino Jack-. Pero hazlos llamar de todos modos. Para que conste en la ficha.

– De acuerdo, le dejaré una nota a Bart -respondió ella.

Bart Arnold era el jefe de investigadores forenses.

– Gracias, Janice -dijo Jack-. Y ahora lárgate de aquí y duerme un poco. -Janice vivía tan entregada a su trabajo que siempre hacía horas extra.

– Un momento. Hay algo que olvidé mencionar en el informe -advirtió Janice-. Cuando recogieron el cuerpo, estaba desnudo. Sin una sola prenda.

Jack asintió con un gesto. Era un dato curioso. Desvestir a un cadáver implicaba un esfuerzo adicional para el asesino.

Jack reflexionó un momento y llegó a la conclusión de que aquel detalle era coherente con el deseo del asesino de ocultar la identidad de la víctima, algo obvio puesto que le faltaban la cabeza y las manos. Se despidió de Janice con un movimiento de mano.

– No me digas que nos toca el tipo que apareció en el mar -protestó Vinnie mientras él y Jack se dirigían al ascensor.

– Vaya, es evidente que no te enteras de nada cuando lees las páginas de deportes. Laurie y yo estuvimos hablando al respecto durante diez minutos.

Subieron al ascensor e iniciaron el descenso hacia la sala de autopsias. Vinnie rehuía la mirada de Jack.

– Estás muy raro, Vinnie. No me digas que te has tomado la desaparición de Franconi como algo personal.

– Déjame en paz.

Mientras Vinnie se ponía el traje de protección, sacaba toda la parafernalia necesaria para la autopsia y colocaba el cuerpo sobre la mesa, Jack repasó los datos de la carpeta para asegurarse de que no había pasado por alto ningún detalle.

Luego fue a buscar las radiografías del cadáver, tomadas en el momento del ingreso.

Jack se puso su propio traje protector, cerrado e impermeable, que incluía una máscara facial y un sistema de ventilación. Por lo general detestaba el traje, pero cuando tenía que trabajar con un ahogado o un cadáver rescatado en el agua, lo soportaba. Como había bromeado antes con Laurie, el olor era la peor parte.

A esa hora de la mañana, Jack y Vinnie estaban solos en la sala de autopsias. Muy a pesar de Vinnie, Jack siempre insistía en comenzar a trabajar a primera hora. A menudo él terminaba su primer caso cuando sus colegas empezaban.

El primer paso del procedimiento era examinar las radiografías y Jack las puso en el negatoscopio. Con las manos en las caderas, retrocedió unos pasos y observó la radiografía anteroposterior de cuerpo completo. Sin manos ni pies, la imagen tenía un aspecto decididamente anormal, como si se tratara de una radiografía de un ser primitivo, no humano.

La otra anomalía era un brillante y denso cúmulo de perdigones en el cuadrante superior derecho. La primera impresión de Jack fue que había varios impactos de bala, no sólo uno. Había demasiadas bolitas metálicas.

Las balas aparecían opacas en la placa y oscurecían cualquier detalle en la zona. A la luz del negatoscopio, se veían blancas.

Jack estaba a punto de pasar a la radiografía lateral cuando notó otra particularidad en el área opaca. En dos sitios, la periferia era extraña, el contorno de la herida se veía más protuberante de lo habitual.

Miró la radiografía lateral y observó la misma anomalía.

Su primera conclusión fue que la explosión había introducido algún material radiopaco en la herida. Quizá se tratara de algún fragmento de la ropa de la víctima.