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– Lamento interrumpir -añadió el camarero-, pero hay una llamada urgente para usted. ¿Quiere que le traiga un teléfono inalámbrico o prefiere usar el del vestíbulo?

Los ojos azules de Raymond iban y venían de la cara afable pero inexpresiva de Darlene al respetuoso camarero, cuyos modales impecables justificaban la alta puntuación que su restaurante había merecido en la guía gastronómica Zagat. Raymond no parecía contento.

– Quizá prefiere que les diga que no puede ponerse al teléfono -sugirió el camarero.

– No, tráigame el teléfono inalámbrico -dijo Raymond.

No imaginaba quién podía llamarlo por una emergencia. No practicaba la medicina desde que le habían retirado su licencia, después de procesarlo y declararlo culpable de estafar a una mutualidad médica durante doce años.

– ¿Sí? -dijo con cierto nerviosismo.

– Soy Taylor Cabot. Ha surgido un problema.

Raymond se puso visiblemente tenso y frunció el entrecejo.

Taylor resumió con rapidez la situación de Carlo Franconi y su llamada a Kevin Marshall.

– Esta operación es obra suya -concluyó con irritación-.

Y permítame que le haga una advertencia: es sólo una minucia en el plan general. Si hay problemas, abandonaré el proyecto. No quiero mala prensa; de modo que resuelva este lío.

– ¿Pero qué puedo hacer yo? -espetó Raymond.

– Con franqueza, no lo sé. Pero será mejor que se le ocurra algo, y pronto.

– Por lo que a mí respecta, las cosas no podrían ir mejor.

Hoy mismo he hecho un contacto prometedor con una doctora de Los Ángeles que atiende a un montón de estrellas de cine y a ejecutivos de la costa Oeste. Está interesada en abrir una delegación en California.

– Creo que no me ha entendido -dijo Taylor-. No habrá ninguna delegación en ninguna parte a menos que se resuelva el problema de Franconi. Por lo tanto, será mejor que se ocupe del asunto. Dispone de doce horas.

El ruido del auricular al colgarse al otro lado de la línea hizo que Raymond apartara la cabeza con brusquedad. Miró el teléfono como si fuera el responsable del precipitado final de la conversación.

El camarero, que aguardaba a una distancia prudencial, se acercó a coger el teléfono y desapareció.

– ¿Problemas? -preguntó Darlene.

– ¡Dios santo! -exclamó Raymond mientras se mordía el pulgar con nerviosismo.

No era un simple problema. Era una catástrofe en potencia. Con las gestiones para recuperar la licencia estancadas en el atolladero del sistema judicial, su presente trabajo era lo único que tenía, y el negocio había empezado a florecer hacía muy poco tiempo. Había tardado cinco años en llegar a ese punto. No podía permitir que todo se fuera al garete.

– ¿Qué pasa? -preguntó Darlene tendiendo la mano para retirar la de Raymond de su boca.

Le explicó brevemente la inminente autopsia de Carlo Franconi y la amenaza de Taylor Cabot de abandonar el proyecto.

– Pero si por fin está dando una pasta -dijo ella-. No lo dejará ahora.

Raymond soltó una risita triste.

– Para un tipo como Taylor Cabot y para GenSys eso no es dinero -repuso-. Lo dejará; seguro. Diablos; ya fue difícil convencerlo de que lo financiara.

– Entonces tendréis que decirles que no hagan la autopsia.

Raymond miró a su acompañante. Sabía que la chica tenía buenas intenciones y que no lo había cautivado precisamente por su inteligencia, así que contuvo su furia. Sin embargo, respondió con sarcasmo:

– ¿Crees que puedo llamar al Instituto Forense y simplemente ordenarles que no hagan la autopsia en un caso como éste? No fastidies.

– Pero tú conoces a mucha gente importante -insistió Darlene-. Pídeles que intercedan.

– Por favor, cariño… -comenzó Raymond con desdén, pero de repente se detuvo. Pensó que quizá Darlene tuviera algo de razón. Una idea comenzó a tomar forma en su cabeza.

– ¿Qué me dices del doctor Levitz? -dijo Darlene-. Era el médico de Franconi. Quizá pueda ayudarte.

– Estaba pensando precisamente en él.

Daniel Levitz era un médico con una magnífica consulta en Park Avenue, con gastos muy altos y una clientela menguante debido a la proliferación de las mutualidades médicas. Además, había enrolado muchos pacientes para el proyecto, algunos de la misma calaña que Carlo Franconi.

Raymond se puso en pie, sacó el billetero y dejó tres flamantes billetes de cien dólares sobre la mesa. Sabía que era más que suficiente para cubrir la cena y una propina generosa.

– Vamos -dijo-. Tenemos que hacer una visita.

– Pero aún no he terminado el primer plato -protestó Darlene.

Raymond no respondió. Apartó de la mesa la silla de Darlene y la obligó a levantarse. Cuanto más pensaba en el doctor Levitz, más se convencía de que aquel hombre podía salvarlo. Como médico personal de varias familias rivales de la mafia de Nueva York, Levitz conocía a gente capaz de hacer lo imposible.

CAPITULO 1

14 de marzo de I997,

7:25 horas.

Nueva York.

Jack Stapleton se inclinó y pedaleó con fuerza mientras recorría la última manzana en dirección este sobre la calle Treinta. A unos cincuenta metros de la Quinta Avenida, irguió la espalda, soltó el manillar y comenzó a frenar. El semáforo no estaba en verde, y ni siquiera Jack estaba lo bastante loco para abrirse paso entre los coches, autobuses y camiones que aceleraban hacia el norte de la ciudad.

La temperatura había subido considerablemente, y los diez centímetros de nieve que habían caído dos días antes se habían derretido, salvo por algunos montículos sucios entre los coches aparcados. Se alegraba de que las calles estuvieran despejadas, pues hacía varios días que no podía usar la bicicleta que había comprado tres semanas antes. Con ella había reemplazado la que le habían robado el año anterior.

Jack había querido comprar otra de inmediato pero, tras una aterradora experiencia que estuvo a punto de costarle la vida, había cambiado de opinión y adoptado una actitud más conservadora ante el riesgo, al menos temporalmente. Aunque el episodio no había tenido relación alguna con la bicicleta, lo había asustado lo suficiente para obligarlo a reconocer que solía usarla con deliberada imprudencia.

Pero el paso del tiempo desvaneció sus temores. El robo de su reloj y su billetero en el metro fue el incentivo que necesitaba. Un día después, se compró una mountain bike Cannondale y, según decían sus amigos, volvió a las andadas. Pero en honor a la verdad, ya no tentaba a la suerte escurriéndose entre las veloces furgonetas de reparto y los coches estacionados ni se precipitaba cuesta abajo por la Segunda Avenida y casi siempre evitaba Central Park después del anochecer.

Se detuvo en la esquina y esperó la luz verde; con un pie apoyado en el pavimento, observó la escena. Casi de inmediato advirtió la presencia de las unidades móviles de televisión, aparcadas con las antenas extendidas en el lado este de la Quinta Avenida, frente a su destino: el Instituto Forense de la ciudad de Nueva York, al que llamaban simplemente el depósito.

Jack era médico forense adjunto. En el año y medio que llevaba en su puesto había visto congestiones semejantes en varias ocasiones. Por lo general, significaban que había muerto una celebridad o alguien que había adquirido una fama efímera gracias a los medios de comunicación. Por razones personales y públicas, Jack esperaba que se tratara del primer caso.

Al ponerse la luz verde, cruzó la Quinta Avenida con su bicicleta y entró en el depósito por la entrada de la calle Treinta. Estacionó la bicicleta en el sitio habitual, cerca de los ataúdes destinados a los muertos que nadie reclamaba, y subió en el ascensor hacia el primer piso.

Enseguida advirtió el trajín en el interior. En la recepción, varias secretarias del turno de mañana estaban ocupadas respondiendo el teléfono, cuando por lo general no entraban a trabajar hasta las ocho. Las consolas estaban cubiertas de parpadeantes luces rojas. Hasta el cubículo del sargento Murphy estaba abierto y la luz encendida, pese a que nunca llegaba antes de las nueve.

Picado por la curiosidad, entró en la sala de identificaciones y fue directamente hacia la cafetera. Vinnie Amendola, uno de los ayudantes del depósito, estaba parapetado detrás del periódico, como de costumbre. Pero ésa era la única circunstancia normal a aquella hora de la mañana. Aunque Jack solía ser el primer anatomopatólogo en llegar, aquel día el subdirector del Instituto Forense -el doctor Calvin Washington- y los doctores Laurie Montgomery y Chet McGovern ya estaban allí. Los tres estaban enfrascados en una acalorada discusión con el sargento Murphy y, para sorpresa de Jack, con el detective Lou Soldado, de homicidios. Lou visitaba el depósito con frecuencia, pero nunca a las siete y media de la mañana. Además, tenía todo el aspecto de no haber dormido o, si lo había hecho, no se había quitado la ropa.