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Jack se sirvió una taza de café. Nadie reparó en su llegada.

Tras añadir un poco de leche y un terrón de azúcar a la taza, se dirigió a la puerta del vestíbulo. Asomó la cabeza y, tal como esperaba, comprobó que el lugar estaba abarrotado de periodistas que charlaban entre sí y tomaban café. Puesto que estaba absolutamente prohibido fumar, Jack pidió a Vinnie que saliera a comunicárselo.

– Tú estás más cerca -respondió Vinnie alzando la vista del periódico..

Jack puso los ojos en blanco ante la falta de respeto de Vinnie, pero reconoció que tenía razón. De modo que se dirigió a la puerta de cristal y la abrió. Sin embargo, antes de que pudiera pronunciarse sobre la prohibición de fumar, los periodistas se le echaron encima.

Jack tuvo que apartar los micrófonos que le zamparon en la cara. Todos preguntaban al unísono, de modo que no en tendió nada, salvo que lo interrogaban sobre una autopsia inminente.

Gritó a voz en cuello que estaba prohibido fumar, se desasió de las manos que le sujetaban los brazos y cerró la puerta.

Al otro lado, los reporteros se amontonaron, empujando con brusquedad a sus colegas contra el cristal, como si fueran tomates en un frasco de conserva.

Disgustado, Jack regresó a la sala de identificaciones.

– ¿Alguien puede decirme qué está pasando? -exclamó.

Todo el mundo se volvió hacia él, pero Laurie fue la primera en responder.

– ¿No te has enterado?

– Si me hubiera enterado no lo preguntaría.

– ¡Joder! En la tele no hablan de otra cosa -espetó Calvin.

– Jack no tiene televisor -dijo Laurie-. Sus vecinos no se lo permiten.

– ¿Dónde vives, hijo? -preguntó el sargento Murphy.

Nunca había oído que los vecinos prohibieran a nadie tener un aparato de televisión. El maduro y rubicundo policía irlandés hablaba con tono paternalista. Llevaba trabajando en el Instituto Forense más años de lo que estaba dispuesto a reconocer y trataba a todos los empleados como si fueran miembros de su familia.

– Vive en Harlem -intervino Chet-. De hecho, a sus vecinos les encantaría que se comprara una tele, para tomarla prestada indefinidamente.

– Ya está bien, muchachos -dijo Jack-. Contadme a qué viene tanto jaleo.

– Un capo de la mafia fue acribillado a balazos ayer por la tarde -informó Calvin con voz resonante-. Había alborotado el avispero porque decidió cooperar con la oficina del fiscal del distrito y estaba bajo protección policial.

– No era ningún capo -dijo Lou Soldano-. No era más que un matón de tres al cuarto de la familia Vaccaro.

– Lo que fuera -admitió Calvin con un gesto displicente-.

La cuestión es que se lo cargaron cuando estaba literalmente rodeado por los mejores agentes de la policía de Nueva York, lo que no dice gran cosa de su competencia para proteger a una persona.

– Le advirtieron que no fuera a ese restaurante -protestó Lou-. Lo sé de buena tinta. Y es imposible proteger a alguien que no está dispuesto a aceptar nuestras sugerencias.

– ¿Hay alguna posibilidad de que lo haya matado la policía? -preguntó Jack. Una de las funciones de un forense era considerar una cuestión desde todos los ángulos posibles, sobre todo cuando se trataba de alguien bajo custodia.

– No estaba arrestado -repuso Lou, leyendo los pensamientos de Jack-. Lo habían arrestado y procesado, pero se hallaba en libertad condicional.

– ¿Y a qué viene tanto jaleo? -preguntó Jack.

– A que el alcalde, el fiscal del distrito y el jefe de policía están que trinan -respondió Calvin.

– Amén -dijo Lou-. Sobre todo el jefe de policía. Por eso estoy aquí. El asunto se ha convertido en una de esas pesadillas públicas que a los periodistas les encanta inflar. Tenemos que encontrar al asesino o asesinos lo antes posible, de lo contrario rodarán cabezas.

– Y también hay que evitar que futuros testigos se echen atrás -dijo Jack.

– Sí; también eso.

– No sé, Laurie -dijo Calvin, volviendo a la discusión que mantenían antes de que Jack los interrumpiera-. Te agradezco que hayas venido tan pronto y que te ofrezcas a encargarte del caso, pero es probable que Bingham quiera ocuparse personalmente.

– Pero ¿por qué? -protestó Laurie-. Mira, es un caso sencillo y tengo bastante experiencia en heridas de bala. Además, esta mañana Bingham tiene una reunión para tratar cuestiones presupuestarias en el ayuntamiento y no llegará hasta el mediodía. Para entonces yo podría haber terminado la autopsia e informar a la policía de cualquier hallazgo. Teniendo en cuenta la prisa del caso, me parece lo más sensato.

Calvin miró a Lou.

– ¿Crees que ganar cinco o seis horas beneficiaría la investigación?

– Es probable -admitió Lou-. Caray, cuanto antes esté hecha la autopsia, mejor. El solo hecho de saber si buscamos a una o dos personas sería de gran ayuda.

Calvin suspiró.

– Detesto tener que tomar esta clase de decisiones. -Transfirió los ciento veinticinco kilos de peso de su inmenso y musculoso cuerpo de una pierna a la otra-. El problema es que casi nunca puedo predecir la reacción de Bingham. Pero, qué demonios. Hazlo, Laurie. El caso es tuyo.

– Gracias, Calvin -dijo Laurie con alegría. Cogió la carpeta de la mesa-. ¿Hay algún problema si Lou se queda a mirar?

– En absoluto -respondió Calvin.

– Vamos, Lou. -Laurie rescató su abrigo de una silla y enfiló hacia la puerta-. Bajemos a hacer un rápido examen externo y a pedir unas radiografías. Por lo visto, con la confusión de anoche, no las hicieron.

– Allá vamos -respondió Lou.

Jack titubeó un instante y luego los siguió. Le intrigaba el interés de Laurie por hacer la autopsia. En su opinión, habría sido más sensato permanecer al margen. Los casos políticos como éste siempre eran como una patata ardiente. Era imposible salir bien parado de ellos.

Laurie y Lou caminaban deprisa, y Jack no los alcanzó hasta pasada la recepción. Ella se detuvo de repente para asomarse al despacho de Janice Jaeger, una investigadora forense, a la que también llamaban ayudante técnica. Hacía el turno de noche y se tomaba su trabajo muy en serio. Siempre se quedaba después de la hora.

– ¿Verás a Bart Arnold antes de marcharte? -preguntó Laurie a Janice. Bart Arnold era el jefe de los investigadores forenses.

– Casi siempre lo veo -respondió Janice. Era una mujer menuda y morena, con marcadas ojeras.

– Hazme un favor -pidió Laurie-. Dile que llame a la CNN y que consiga una copia del vídeo del asesinato de Carlo Franconi. Lo necesito cuanto antes.

– Lo conseguiremos -contestó Janice con cordialidad.

Laurie y Lou siguieron su camino.

– Eh, aflojad el paso -dijo Jack, al tiempo que corría para alcanzarlos.

– Tenemos trabajo -repuso Laurie sin detenerse.

– Nunca te he visto tan ansiosa por hacer una autopsia. -El y Lou caminaban a ambos lados de Laurie en dirección a la sala de autopsias-. ¿Qué te atrae tanto del caso?

– Muchas cosas -dijo ella. Llegó junto al ascensor y pulsó el botón de llamada.

– ¿Por ejemplo? -preguntó Jack-. No quiero pincharte el globo, pero éste es un caso políticamente conflictivo. Digas lo que digas y hagas lo que hagas, disgustarás a alguien. Creo que Calvin tiene razón. El jefe debería ocuparse de este asunto.

– Tienes derecho a expresar tu opinión -repuso Laurie-. Pero la mía es diferente. Con mi experiencia en heridas de bala, estoy encantada de llevar un caso en el que puedo contar con una cinta de vídeo para corroborar mi reconstrucción de los hechos. Estaba pensando en escribir una monografía sobre heridas de bala, y éste podría ser un caso clave.

– Oh, venga -protestó Jack con los ojos en blanco-. ¡Qué motivo tan noble! -Luego la miró y añadió-: Creo que deberías reconsiderar tu decisión. Todavía estás a tiempo. La intuición me dice que te estás buscando un problema burocrático. Lo único que tienes que hacer es dar media vuelta y decirle a Calvin que has cambiado de idea. Te lo advierto; corres un gran riesgo.

Laurie rió.

– Tú eres el menos indicado para hablar de riesgos. -Extendió una mano y rozó la nariz de Jack con el dedo índice-.

Todos los que te conocemos, yo incluida, te rogamos que no te compraras una bici nueva. Y está en juego tu vida, no un simple problema burocrático.

Cuando llegó el ascensor, ellos entraron. Jack titubeó un instante, pero se coló entre las puertas poco antes de que se cerraran.

– No me convencerás -advirtió Laurie-. Así que ahorra saliva.

– De acuerdo. -Jack alzó las manos como si se diera por vencido-. Te prometo no volver a darte un consejo. Pero tengo interés en seguir el curso de los acontecimientos. Estoy de servicio, así que, si no te importa, te miraré trabajar.