– Si quieres puedes hacer algo más. Puedes ayudar.
– No quiero interferir en la tarea de Lou -dijo con doble intención.
Lou rió y Laurie enrojeció, pero ninguno de los dos respondió al comentario.
– Has dado a entender que tenías otras razones para interesarte por el caso -dijo Jack-. ¿Podrías decirme cuáles son, si no te importa? -Laurie cambió una rápida mirada con Lou, que Jack fue incapaz de interpretar-. Mmmm. Tengo la impresión de que aquí pasa algo que no es de mi incumbencia.
– Nada de eso -terció Lou-. Se trata de una conexión fuera de lo común. La víctima, Carlo Franconi, había pasado a ocupar el lugar de un matón de medio pelo llamado Pauli Cerino. El puesto de Cerino quedó vacante después de que lo metieran entre rejas, gracias, en gran medida, a la perseverancia y los buenos oficios de Laurie.
– Y a los tuyos -añadió ésta mientras el ascensor se detenía y se abrían las puertas.
– Sí; pero sobre todo gracias a ti.
Los tres salieron al sótano y se dirigieron a la oficina del depósito.
– ¿El tal Cerino estaba involucrado en los casos de sobredosis de los que me hablaste?
– Me temo que sí -contestó Laurie-. Fue horrible. Esa experiencia me horrorizó. Y lo peor es que algunos de los responsables siguen actuando, incluido Cerino, aunque esté en la cárcel.
– Y por mucho tiempo -apostilló Lou.
– Eso me gustaría creer -dijo Laurie-. Bueno; espero que la autopsia de Franconi me permita dar por zanjado ese asunto. Todavía tengo pesadillas de vez en cuando.
– La metieron en un ataúd de pino para secuestrarla -explicó Lou-. Y se la llevaron en uno de los furgones del depósito.
– ¡Cielos! -dijo Jack a Laurie-. No me lo habías contado.
– Procuro no pensar en ello -repuso ella. Y añadió-: Vosotros esperad aquí.
Entró en la oficina del depósito para obtener una copia de la lista de compartimientos frigoríficos asignados a los muertos que habían ingresado la noche anterior.
– No me imagino encerrado en un ataúd -dijo Jack, estremeciéndose. Su principal fobia eran las alturas, pero los sitios cerrados y estrechos ocupaban el segundo puesto.
– Yo tampoco -repuso Lou-. Pero Laurie se recuperó de manera admirable. Una hora después de que la liberaran, tuvo la entereza necesaria para pensar en una estrategia para salvarnos a los dos. Cosa que me resulta particularmente humillante, teniendo en cuenta que yo había ido allí para salvarla a ella.
– ¡Joder! -exclamó Jack, meneando la cabeza-. Hasta hace un minuto creía que el hecho de que un par de asesinos me esposaran a un fregadero mientras discutían quién iba a matarme era la peor experiencia posible.
Laurie salió del despacho sacudiendo un papel.
– Compartimiento ciento once -anunció-. Estaba en lo cierto. No han hecho radiografías del cadáver.
Echó a andar como una atleta. Jack y Lou tuvieron que correr para alcanzarla. Se dirigió al compartimiento correspondiente, se metió la carpeta de la autopsia bajo el brazo izquierdo y giró el pestillo con la mano derecha. Con un movimiento suave y diestro abrió la portezuela y deslizó la bandeja sobre los rieles.
Frunció el entrecejo.
– ¡Qué extraño! -dijo. En la bandeja no había más que unas pocas manchas de sangre y varias secreciones secas.
Introdujo la bandeja y cerró la puerta. Volvió a comprobar el número. No se había equivocado: era el compartimiento ciento once.
Tras repasar la lista otra vez para asegurarse de que no se había confundido, volvió a abrir el compartimiento, se cubrió los ojos para evitar el resplandor de las luces y miró en el oscuro interior.
No cabía duda; ese compartimiento no contenía los restos de Carlo Franconi.
– ¡Mierda! -masculló.
Cerró con brusquedad la puerta y, para asegurarse de que no se trataba de una confusión, abrió todos los compartimientos cercanos, uno tras otro. Comprobó las etiquetas y los números de admisión de todos los que contenían cadáveres. Pero pronto tuvo que rendirse a la evidencia: Carlo Franconi no estaba entre ellos.
– ¡No puedo creerlo! -dijo con una mezcla de furia y frustración-. ¡El maldito cadáver ha desaparecido!
Desde el momento en que habían comprobado que el compartimiento ciento once estaba vacío, Jack había esbozado una sonrisa. Ahora, al ver la expresión impotente de Laurie, no pudo contenerse y rió de buena gana. Por desgracia, su risa la enfureció aún más.
– Lo siento -se disculpó Jack-. Mi intuición me decía que este caso iba a causarte problemas burocráticos, pero estaba equivocado. En realidad, va a causar problemas a la burocracia.
CAPITULO 2
4 de marzo de I997, I3.30 horas.
Cogo, Guinea Ecuatorial
Kevin Marshall dejó el lápiz y miró por la ventana situada encima de su escritorio. En contraste con su caos interior, fuera el tiempo era agradable y el cielo comenzaba a teñirse de un color azul que Kevin no había visto en meses. Por fin había comenzado la estación seca. Claro que en realidad no era seca; sencillamente, no llovía tanto como durante la temporada húmeda. La desventaja era que el sol hacía que la temperatura se asemeiara a la de un horno. En ese momento, había 46 C a la sombra.
Kevin no había trabajado bien esa mañana ni había dormido bien la noche pasada. La ansiedad que lo había embargado el día anterior, durante la operación, no se había disipado.
De hecho, había ido en aumento, sobre todo después de la inesperada llamada del director de GenSys, Taylor Cabot.
Previamente, sólo había cambiado unas palabras con él en una ocasión. Para la mayoría de los miembros de la compañía era lo mismo que hablar con Dios.
Su inquietud aumentó al ver otra columna de humo ondulando en el cielo, encima de la isla Francesca. Ya había reparado en el humo esa mañana, poco después de llegar al laboratorio. Por lo que podía adivinar, procedía del mismo sitio que el día anterior: el macizo de piedra caliza. El hecho de que el humo ya no fuera tan evidente no lo consolaba.
Renunció a la idea de continuar con su trabajo, se quitó la bata blanca y la arrojó sobre una silla. No tenía hambre, pero sabía que su ama de llaves, Esmeralda, le habría preparado la comida, así que se sentía obligado a volver a casa.
Descendió los tres tramos de escalera abstraído en sus pensamientos. Varios colegas lo saludaron al pasar, pero Kevin no reparó en su presencia. Estaba demasiado preocupado. En las últimas veinticuatro horas había llegado a la conclusión de que debía hacer algo. El problema no era pasajero, como había supuesto la semana anterior, al ver el humo por primera vez.
Por desgracia, no se le ocurría qué podía hacer. Sabía que no era precisamente un héroe; es más, hacía años que se veía a sí mismo como un cobarde. Detestaba los enfrentamientos y los evitaba a toda costa. Ya en su infancia había huido de cualquier forma de rivalidad, excepto cuando jugaba al ajedrez Desde entonces, siempre había sido una especie de solitario.
Se detuvo junto a la puerta de cristal de la salida. Al otro lado de la plaza, debajo de las arcadas del antiguo ayuntamiento, avistó la habitual camarilla de soldados. Estaban enfrascados en las actividades sedentarias de rigor; sencillamente, mataban el tiempo. Algunos jugaban a las cartas sentados en viejas sillas de paja; otros discutían entre sí con voz estridente, apoyados contra los muros del edificio. Casi todos fumaban. El tabaco formaba parte de su sueldo. Vestían sucios uniformes de camuflaje, gastadas botas de combate y boinas rojas. Todos tenían rifles de asalto automáticos colgados al hombro o al alcance de la mano.
Los soldados habían aterrorizado a Kevin desde el momento de su llegada a Cogo, cinco años antes. En un principio Cameron McIvers, el jefe de seguridad, que entonces le había enseñado los alrededores, le había dicho que GenSys había contratado a unos cuantos soldados ecuatoguineanos para que protegieran la compañía. Más tarde, Cameron había admitido que esas funciones eran, en realidad, una compensación adicional del gobierno, así como del ministro de Defensa y del ministro de Administración Territorial.
En opinión de Kevin, los soldados tenían más pinta de adolescentes aburridos que de guardaespaldas. Su tez parecía ébano pulido. Las expresiones ausentes y las cejas arqueadas les daban un aire de arrogancia que reflejaba su aburrimiento. Tenía la desagradable sensación de que se morían por encontrar un pretexto cualquiera para usar sus armas.
Empujó la puerta y cruzó la plaza. No miró en dirección a los soldados, aunque sabía por experiencia que, al menos algunos de ellos, lo observaban, cosa que le ponía la carne de gallina. Como no sabía una sola palabra de fang, el principal dialecto local, ignoraba de qué hablaban.