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Una vez perdida de vista la plaza central, se relajó un poco y aflojó el paso. La combinación de calor con una humedad del ciento por ciento producía el efecto de un permanente baño de vapor. Cualquier actividad hacía que uno sudara a chorros. Después de unos minutos, sintió la camisa adherida a su espalda.

Su casa estaba situada a mitad de camino entre la costa y el hospital-laboratorio; es decir, a sólo tres calles de este último. La ciudad era pequeña, aunque todavía quedaban vestigios de su antigua belleza. Originalmente, los edificios de techos rojos habían sido estucados en colores vivos. Ahora esos colores se habían desvanecido, convertidos en suaves tonos pastel. Los postigos eran de la clase que giran sobre un gozne en la parte superior. La mayoría de ellos, con la única excepción de aquellos de los edificios restaurados, estaban en un estado lamentable. Las calles discurrían en una poco imaginativa cuadrícula, pero en el curso de los años habían sido repetidamente pavimentadas con el granito importado que servia de lastre a los veleros. En tiempos de la colonia española, la ciudad vivía de la agricultura, en particular de la producción de café y cacao, que había alimentado generosamente a una población de varios millares de personas.

Pero la historia cambió de forma radical después de 1959, el año de la independencia de Guinea Ecuatorial. El nuevo presidente, Francisco Macías, se transformó rápidamente de un militar elegido por el pueblo en el dictador más sádico del continente, cuyas atrocidades consiguieron superar incluso a las de Idi Amín Dadá de Uganda y a las de Jean-Bedel Bokassa, de la República Centroafricana. Las consecuencias fueron apocalípticas. Tras el asesinato de cincuenta mil personas, la tercera parte de la población nacional huyó, incluidos los residentes españoles. La mayoría de las ciudades quedaron diezmadas, y Cogo, en particular, fue abandonada por completo. La carretera que unía Cogo con el resto del país quedó en ruinas y pronto se hizo intransitable. Durante años, la ciudad se convirtió en una simple curiosidad para los esporádicos visitantes que llegaban en lancha desde el pueblo costero de Acalayong. Cuando uno de los representantes de GenSys había dado con ella, siete años antes, la selva había comenzado a reclamar el territorio de la ciudad. El individuo en cuestión consideró que el aislamiento de Cogo y el vasto bosque tropical que rodeaba la ciudad la convertían en el enclave perfecto para la granja de primates de GenSys.

A su regreso a Malabo, la capital de Guinea Ecuatorial, el delegado de GenSys inició negociaciones de inmediato con el gobierno ecuatoguineano. Puesto que el país era uno de los más pobres de África, y en consecuencia necesitaba desesperadamente la entrada de divisas, el nuevo presidente se mostró encantado y las negociaciones prosperaron.

Kevin giró en la última esquina y se acercó a su casa. Tenía tres plantas, como la mayoría de los edificios de la ciudad.

GenSys la había restaurado con buen gusto, dándole un aire de casa de cuento infantil. De hecho, era una de las casas más deseables de la ciudad y motivo de envidia para unos cuantos empleados de GenSys, en especial para el jefe de seguridad, Cameron McIvers. Sólo Siegfried Spallek, el gerente de la Zona, y Bertram Edwards, el jefe de los veterinarios, tenían alojamientos comparables. Kevin había atribuido su buena suerte a la mediación del doctor Raymond Lyons, aunque no podía estar seguro.

La casa, de estilo tradicional español, había sido construida a mediados del siglo xix por un próspero importador-exportador. La planta baja tenía arcadas, como el ayuntamiento, y originariamente había albergado tiendas y almacenes.

La segunda planta constaba de tres dormitorios y tres cuartos de baño, un amplio salón, comedor, cocina y un pequeño apartamento de servicio. Estaba rodeada por terrazas en los cuatro lados. La tercera planta era una inmensa estancia sin separaciones con suelo de taracea, iluminada por dos gran des arañas de luces de hierro forjado. Podía albergar con facilidad a cien personas, y en apariencia había sido usada para reuniones multitudinarias.

Entró y subió por la escalera central, que conducía a un pasillo estrecho- De allí pasó al comedor. Tal como esperaba, la mesa estaba puesta.

La casa era demasiado grande para Kevin, sobre todo por que éste no tenía familia. Había señalado este hecho cuando le enseñaron la vivienda por primera vez, pero Siegfried Spallek había respondido que la decisión se había tomado en Boston y que no le convenía quejarse. En consecuencia, aceptó la casa, aunque la envidia de sus colegas a menudo lo hacía sentirse incómodo.

Esmeralda apareció como por arte de magia. Kevin se preguntó cómo lo hacía; cualquiera diría que estaba siempre pendiente de su llegada. Era una mujer agradable, de edad indeterminada, con cara redonda y ojos tristes. Vestía ropa estampada de colores vivos con un pañuelo a juego en la cabeza. Además del fang, su lengua nativa, hablaba español con fluidez y un inglés pasable que mejoraba casi a diario.

Esmeralda vivía en las dependencias de servicio de lunes a viernes. Pasaba el fin de semana con su familia, en un pueblo que GenSys había construido en el este, a orillas del estuario, para alojar a los múltiples trabajadores locales empleados en la Zona, como se llamaba a la región ocupada por la operación ecuatoguineana de GenSys. Esmeralda y su familia se habían trasladado allí desde Bata, la principal ciudad del territorio continental ecuatoguineano. La capital, Malabo, estaba en una isla llamada Bioko.

Kevin había animado a Esmeralda a regresar a casa por las tardes si así lo deseaba, pero ella se había negado. Ante la insistencia de él, la mujer había respondido que tenía órdenes de permanecer en Cogo.

– Le han dejado un recado por teléfono -dijo Esmeralda.

– Ah -respondió Kevin con nerviosismo. Su pulso se aceleró.

Los mensajes telefónicos eran poco frecuentes, y en las presentes circunstancias, lo último que deseaba oír eran más noticias inesperadas. La llamada de Taylor Cabot, en plena noche, ya lo había turbado demasiado.

– Era el doctor Raymond Lyons, desde Nueva York -explicó Esmeralda-. Dejó dicho que lo llame.

El hecho de que se tratara de una llamada del exterior no le sorprendió. Con las líneas vía satélite que GenSys había instalado en la Zona, era más sencillo llamar a Europa o a Estados Unidos que a Bata, situada a apenas noventa kilómetros al norte. Las llamadas a Malabo eran prácticamente imposibles.

Kevin pasó al salón. El teléfono estaba sobre el escritorio, en un extremo de la habitación.

– ¿Va a comer? -preguntó Esmeralda.

– Sí -respondió él. Aún no tenía hambre, pero no quería herir los sentimientos de Esmeralda.

Se sentó ante su escritorio. Con la mano sobre el teléfono, calculó rápidamente que en Nueva York serían las ocho de la mañana. Se preguntó para qué habría llamado el doctor Lyons, aunque suponía que tendría algo que ver con su breve conversación con Taylor Cabot. No le gustaba la idea de que le hicieran la autopsia a Carlo Franconi, e imaginaba que a Raymond Lyons le pasaba otro tanto.

Había conocido a Raymond hacía seis años, durante una reunión de la Asociación Americana para el Desarrollo de la Ciencia, en la que Kevin había presentado un trabajo. El detestaba las disertaciones y rara vez las daba, pero en aquella ocasión lo había obligado su jefe de departamento de Harvard. Desde la redacción de su tesis de doctorado, su interés se centraba en la transposición de cromosomas: un proceso mediante el cual se intercambiaban segmentos de cromosomas para mejorar la adaptación de las especies y con ello la evolución. Este fenómeno ocurría con particular frecuencia durante la generación de células sexuales, un proceso conocido como meiosis.

Por pura casualidad, en el mismo congreso y a la misma hora de su intervención, James Watson y Francis Crick habían dado una conferencia extraordinariamente popular con ocasión del aniversario de su descubrimiento de la estructura del ADN. En consecuencia, poca gente había acudido a escuchar a Kevin- Sin embargo, Raymond había estado entre ellos. Después de la disertación, Raymond había hablado con él, convenciéndolo de que abandonara Harvard para unirse a GenSys.

Con mano temblorosa, levantó el auricular y marcó el número. Raymond atendió al primer timbrazo, como si hubiera estado esperando junto al teléfono. Su voz se oía con tanta claridad como si se hallaran en habitaciones contiguas.

– Tengo buenas noticias -anunció en cuanto supo que se trataba de Kevin-. No habrá autopsia.

Kevin no respondió. Estaba desconcertado.

– ¿No te alegras? Sé que Cabot te telefoneó anoche.

– Me alegra hasta cierto punto -repuso Kevin-. Pero con autopsia o sin ella, tengo sentimientos encontrados acerca de este proyecto.

Esta vez fue Raymond quien calló. Apenas terminaba de resolver un problema potencial, otro asomaba la cabeza.