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Raymond dejó escapar una risita triste y alzó las manos, como para atajar un proyectil.

– No es necesario. Estoy seguro de que…

– Insisto -interrumpió Vinnie-. Es lo más sensato en esta clase de asuntos. No queremos que piense que no tuvimos que hacer un esfuerzo importante para complacerlo.

– Nunca pensaría algo así.

– Bien, sólo queríamos asegurarnos -dijo Vinnie-. ¿Sabe?, sacar un cuerpo del depósito no es tarea fácil, puesto que allí se trabaja las veinticuatro horas del día y hay guardias de seguridad todo el tiempo.

– Esto es innecesario. Aunque agradezco sus esfuerzos, prefiero ignorar los detalles de la operación.

– ¡Calle y escuche, doctor Lyons! -exclamó Vinnie. Hizo una pausa para ordenar sus ideas-. Tuvimos suerte porque Angelo conoce a un muchacho llamado Vinnie Amendola, que trabaja en el depósito. Este chico era del grupo de Pauli Cerino, un tipo para el que Angelo trabajaba, pero que ahora está en prisión. Angelo ahora trabaja para mí, y gracias a que tiene alguna información confidencial sobre el muchacho, pudo convencerlo de que le dijera dónde estaban los restos de Franconi. El chico nos facilitó algunos datos más para que pudiéramos presentarnos allí en plena noche.

En ese momento llegaron los cafés. Los sirvió Darlene Polson, a quien Raymond presentó como su ayudante. En cuanto hubo repartido las tazas, Darlene se marchó.

– Tiene una ayudante muy guapa -observó Vinnie.

– Es muy eficaz -respondió Raymond y se enjugó la frente.

– Espero que no lo estemos incomodando -dijo Vinnie.

– No, en absoluto -repuso Raymond con excesiva rapidez.

– Bueno, la cuestión es que sacamos el cadáver sin problemas. Y lo hicimos desaparecer. Pero, como comprenderá, no fue como un paseo por el parque. De hecho, fue muy complicado teniendo en cuenta que hubo que organizarlo todo en tan poco tiempo.

– Bien, si alguna vez puedo hacer algo por ustedes… -dijo Raymond tras una incómoda pausa.

– Gracias, doctor -respondió Vinnie. Apuró el café como si se tratara de un chupito y dejó la taza y el plato sobre el escritorio-. Ha dicho exactamente lo que esperaba, y eso nos lleva al motivo de mi visita. Como quizá ya sepa, yo soy uno de sus clientes, igual que Franconi, y aún más importante, mi hijo de once años, Vinnie Junior, también lo es. De hecho, es previsible que él haga uso de sus servicios antes que yo. De modo que tenemos que afrontar dos cuotas, como las llaman ustedes. Lo que quería proponerle es no pagar nada este año.

¿Qué responde?

Raymond bajó la vista y la fijó en su escritorio.

– Favor por favor -dijo Vinnie-. Creo que es lo más justo.

Raymond se aclaró la garganta.

– Tendré que comentarlo con las autoridades pertinentes -repuso.

– Vaya; ésa es la primera cosa descortés que dice -añadió Vinnie-. Según mis informes, usted es la autoridad pertinente. De modo que encuentro su reticencia insultante. Cambiaré mi oferta. No pagaré la cuota ni este año ni el próximo.

Espero que comprenda el curso que está tomando la conversación.

– Lo comprendo -dijo Raymond. Tragó saliva con evidente esfuerzo-. Me ocuparé de todo.

Vinnie se puso en pie y Franco y Angelo lo imitaron.

– Esa es la idea -concluyó Vinnie-. Así que cuento con que usted hable con el doctor Daniel Levitz y lo ponga al corriente de nuestro acuerdo.

– Desde luego -contestó Raymond incorporándose.

– Gracias por el café. Estaba muy bueno. Felicite a su ayudante de mi parte.

Cuando los matones se marcharon, Raymond cerró la puerta y se apoyó contra ella. Su pulso estaba desbocado.

Darlene apareció en la puerta de la cocina.

– ¿Ha sido tan terrible como temías? -preguntó.

– ¡Peor! -respondió Raymond-. Se comportaron como es de esperar en gente de su calaña. Ahora tendré que vérmelas también con unos mafiosos de medio pelo que quieren nuestros servicios gratis. ¿Qué otra cosa puede salir mal?

Echó a andar. Después de un par de pasos, se tambaleó.

Darlene lo cogió del brazo.

– ¿Te encuentras bien?

Raymond aguardó un instante antes de asentir con un gesto.

– Sí; estoy bien. Sólo un poco mareado -dijo-. Por culpa de este embrollo con el cuerpo de Franconi, anoche no pude pegar ojo.

– Deberías cancelar tu cita con el nuevo candidato.

– Creo que tienes razón. En mi actual estado, no podría convencer a nadie de que se una al grupo, ni aunque estuviéramos al borde de la quiebra.

CAPITULO 4

4 de marzo de 1997, 9 horas.

Nueva York

Laurie terminó de preparar las verduras para la ensalada, cubrió el bol con una servilleta de papel y lo metió en el frigorífico. Luego mezcló el aliño, una sencilla combinación de aceite de oliva, ajo fresco y vinagre blanco. También lo puso en la nevera. Concentrando ahora su atención en la pata de cordero, retiró la pequeña cantidad de grasa que había dejado el carnicero, puso la carne en el adobo que había preparado con anterioridad y la metió en el frigorífico con el resto de la cena. Sólo faltaban las alcachofas. Tardó apenas unos minutos en cortar la base y retirar las hojas más duras.

Mientras se secaba las manos con un paño de cocina, miró el reloj de la pared. Conocía las costumbres de Jack, y sabía que era la hora precisa para llamarlo. Usó el teléfono de la cocina, situado junto al fregadero.

Mientras se establecía la comunicación, imaginó a Jack subiendo por la escalera llena de trastos del deteriorado edificio. Aunque sabía por qué había alquilado el piso en un principio, le costaba entender por qué seguía allí. Era un sitio deprimente. Echó un vistazo a su propio apartamento y tuvo que admitir que no era muy distinto del de Jack, salvo por el hecho de que el de él era casi el doble de grande.

El teléfono sonó en el otro extremo. Laurie contó los timbrazos. Cuando llegó a diez, comenzó a dudar de su familiaridad con las costumbres de Jack. Estaba a punto de colgar cuando él respondió.

– ¿Sí? -dijo sin ceremonias. Estaba sin aliento.

– Esta es tu noche de suerte.

– ¿Quién es? -preguntó él-. ¿Eres tú, Laurie?

– Pareces agitado -dijo Laurie-. ¿Es porque has perdido el partido de baloncesto?

– No; es porque acabo de subir corriendo cuatro pisos para coger el teléfono -respondió Jack-. ¿Qué pasa? ¡No me digas que todavía estás trabajando!

– Claro que no -repuso Laurie-. Llevo una hora en casa.

– Entonces, ¿por qué es mi noche de suerte? -preguntó Jack.

– De camino a casa pasé por Gristede y compré todos los ingredientes de tu comida favorita -respondió Laurie-. Ya está en el horno. Lo único que tienes que hacer es ducharte y venir hacia aquí.

– Y yo que creía que te debía una disculpa por reírme de la desaparición del mafioso -dijo Jack-. Si alguien debería compensarte, ése soy yo.

– Esto no tiene nada que ver con una compensación -repuso Laurie-. Sólo quiero disfrutar de tu compañía. Pero hay una condición.

– Vaya. ¿Cuál?

– No vengas en bici. Tendrás que coger un taxi, o no habrá cena.

– Los taxis son más peligrosos que mi bici -protestó Jack.

– No pienso discutir contigo. Tómalo o déjalo. El día que te atropelle un autobús y acabes en el arcén, yo no quiero sentirme responsable. -Laurie sintió que su cara se teñía de rubor. Ni siquiera quería bromear sobre ese tema.

– De acuerdo -aceptó Jack de buen humor-. Estaré allí dentro de treinta y cinco o cuarenta minutos. ¿Llevo el vino?

– Estupendo -respondió Laurie.

Laurie se sintió dichosa. Unos minutos antes, no estaba muy segura de que Jack fuera a aceptar su invitación. Durante el año anterior habían salido juntos con frecuencia, y varios meses antes ella había reconocido ante sí misma que se había enamorado de él. Pero Jack parecía reacio a formalizar la relación. Cuando Laurie había intentado forzar las cosas, él se había distanciado. Entonces ella, sintiéndose rechazada, había reaccionado con furia. Durante varias semanas sólo habían hablado de cuestiones de trabajo.

Pero en el último mes la relación había mejorado poco a poco. Volvían a verse de tarde en tarde, y esta vez ella había decidido ser prudente, cosa que no resultaba fácil a su edad.

Laurie siempre había querido ser madre, y tenía treinta y siete años; pronto, treinta y ocho. Consciente de que los cuarenta estaban a la vuelta de la esquina, sentía que le quedaba poco tiempo.

Con la cena prácticamente lista, se dedicó a poner un poco de orden en su apartamento de una sola habitación.

Eso significaba guardar algunos libros en los correspondientes huecos de la estantería, apilar las revistas médicas y vaciar la caja de arena de Tom, un gato atigrado de seis años y medio, que seguía siendo tan travieso como cuando era pequeño. Laurie enderezó la reproducción de Klimt que el gato siempre torcía en su ruta diaria desde la estantería al alféizar de la ventana.