– ¡Qué práctico! -exclamó-. Esta piragua es descapotable. Unos minutos después habían conseguido quitar todos los postes. El techo de paja quedó reducido a una pila de ramitas y hojas secas, que distribuyeron debajo de los bancos.
– No creo que el propietario de la piragua se alegre de nuestras reformas -observó Natalie.
Jack hizo girar la embarcación en el ángulo más conveniente para que quedara oculta detrás del muelle, fuera de la línea de mira de la plaza. Apagó el motor en el preciso momento en que se deslizaron bajo el muelle. Cogiéndose de la parte inferior de los tablones, guiaron la piragua hacia la costa, con cuidado de esquivar las vigas transversales. La piragua arañó la costa y se detuvo.
– Hasta ahora, todo bien -dijo Jack, haciendo señas a las mujeres y a Warren para que salieran de la embarcación.
Luego, Warren tiró de la piragua y Jack remó, hasta que consiguieron subirla a la playa.
Jack saltó de la piragua, señaló un muro de piedra que se alzaba sobre la base del muelle y desapareció tras una suave cuesta de arena.
– Caminemos pegados al muro. Cuando lleguemos al final, id hacia el bar.
Unos minutos después, entraban en él. El soldado no los había detenido: o bien no los había visto, o bien su presencia le traia sin cuidado.
En el bar no había nadie, con excepción de un negro que cortaba cuidadosamente limones y limas. Jack señaló los taburetes y sugirió que bebieran una copa para celebrar la ocasión. Todos aceptaron la invitación de buena gana. En la piragua habían pasado calor, sobre todo después de retirar el techo.
El camarero se acercó de inmediato. Según su tarjeta de identificación se llamaba Saturnino. Contrariamente a lo que sugería su nombre, era un individuo jovial. Vestía una llamativa camisa estampada y un sombrero cuadrangular, similar al que llevaba Arturo cuando había ido a recogerlos al aeropuerto.
Siguiendo el ejemplo de Natalie, todos pidieron Coca Cola con limón.
– Hoy no hay mucho trabajo -comentó Jack a Saturnino.
– No suele haberlo hasta después de las cinco -respondió el camarero-. Entonces sí tenemos lleno.
– Nosotros somos nuevos aquí-dijo Jack-. ¿Qué moneda aceptan?
– Pueden firmar -respondió Saturnino. Jack miró a Laurie, solicitando su permiso, pero ella negó con la cabeza-. Preferimos pagar en efectivo. ¿Aceptan dólares?
– Lo que quiera -respondió Saturnino-. Dólares o francos franceses. Es igual.
– ¿Dónde está el hospital?
Saturnino señaló por encima de su hombro.
– Suban por esa calle hasta la plaza principal. Es el edificio de la izquierda.
– ¿Y qué hacen allí? -preguntó Jack.
Saturnino lo miró como si estuviera loco.
– Curan a la gente.
– ¿Viene gente de Estados Unidos, exclusivamente para ingresar en el hospital? -preguntó Jack.
– De eso no sé nada -respondió el camarero, que cogió los billetes que Jack había dejado sobre la barra y regresó junto a la caja registradora.
– Al menos lo has intentado-susurró Laurie.
– Habría sido demasiado fácil -convino Jack.
Reanimados por las bebidas frescas, los cuatro amigos salieron al sol. Pasaron a quince metros del guardia, que tampoco esta vez les prestó atención. Tras una breve caminata por la ardiente calle de adoquines, encontraron una plazoleta cubierta de césped y rodeada de casas de estilo colonial.
– Me recuerda a algunas islas del Caribe -señaló Laurie.
Cinco minutos después llegaron a la plaza principal, flanqueada por árboles. Al otro lado de la plaza, en diagonal al sitio donde se encontraban ellos, un grupo de soldados ociosos, congregados a las puertas del ayuntamiento, estropeaba la idílica vista.
– ¡Guau! -exclamó Jack-. Hay un batallón entero.
– ¿No dijiste que si tenían soldados en la valla no los necesitarían en la ciudad? -preguntó Laurie.
– La realidad demuestra que estaba equivocado -admitió. Jack-. Pero no tenemos necesidad de cruzar y anunciarnos.
El hospital esta aquí mismo.
Desde la esquina de la plaza, el hospital parecía ocupar más de una manzana de la ciudad. Había una entrada frente a la plaza, pero también otra en una calle lateral, a la izquierda del grupo. Fueron por allí para que no los vieran los soldados.
– ¿Qué diremos si nos interrogan? -preguntó Laurie con preocupación-. Es muy probable que lo hagan cuando nos vean entrar.
– Ya improvisaré algo -respondió Jack. Abrió la puerta e invitó a entrar a sus amigos con una extravagante reverencia.
Laurie miró a Natalie y a Warren y puso los ojos en blanco. Jack tenía la virtud de ser encantador, incluso cuando resultaba exasperante.
Una vez dentro del edificio, todos se estremecieron de placer. El aire acondicionado nunca les había parecido tan maravilloso. Se encontraban en una sala lujosa, con moqueta de pared a pared, amplias y cómodas butacas y sofás. Una de las paredes estaba cubierta por una gran estantería, en algunos de cuyos estantes se exhibía una asombrosa colección de periódicos y revistas, desde el Times hasta el National Geographic. En la sala había una docena de personas sentadas, todas leyendo.
En la pared del fondo, a la altura de una mesa, había una abertura con paneles correderos de cristal. Al otro lado, una mujer negra con uniforme azul estaba sentada ante un escritorio. A la derecha de la ventanilla había un pasillo con varios ascensores.
– ¿Crees que todas estas personas son pacientes? -preguntó Laurie.
– Buena pregunta -repuso Jack-. No lo creo. Se las ve demasiado saludables y cómodas. Hablemos con la recepcionista.
Warren y Natalie, intimidados por el ambiente del hospital, siguieron en silencio a Jack y a Laurie.
Jack golpeó con suavidad en el cristal. La mujer alzó la vista y abrió el panel de la ventanilla.
– Lo siento -dijo-. No los había visto llegar. ¿Desean registrarse?
– No -respondió Jack-. Por el momento, todos mis órganos funcionan perfectamente.
– -
– Tranquilícese -pidió Cameron-. ¿De quién habla?
– No me dieron ningún nombre -respondió Corrina-.
Había cuatro personas, pero sólo habló un hombre. Dijo que era médico.
– Mmm -dijo Cameron-, ¿y no lo había visto antes?
– Nunca -respondió Corrina con nerviosismo-. Me pillaron desprevenida. Como ayer llegó gente nueva, pensé que iban a alojarse en el hostal. Pero dijeron que querían visitar el hospital. Cuando les indiqué cómo llegar allí, se marcharon de inmediato.
– ¿Eran blancos o negros? -preguntó Cameron. Quizá, después de todo, no se tratara de una falsa alarma.
– Mitad y mitad -respondió Corrina-. Dos blancos y dos negros. Pero por la ropa que llevaban, todos eran estadounidenses.
– Ya veo -dijo Cameron mientras se acariciaba la barba y pensaba que era poco probable que los trabajadores estadounidenses de la Zona quisieran visitar el hospital.
– El que habló dijo algo extraño-prosiguió Corrina-.
Algo así como que todos sus órganos funcionaban bien. Yo no sabía qué responder.
– Mmm-repitió Cameron-, ¿puedo usar su teléfono?
– Desde luego -respondió Corrina. Puso el aparato en un extremo del escritorio, delante de Cameron.
El jefe de seguridad marcó el número del gerente. Siegfried respondió de inmediato.
– Estoy en el hostal -explicó Cameron-. Pensé que debía informarle de un episodio curioso. Cuatro médicos desconocidos se presentaron aquí y dijeron a la señorita Williams que querían visitar el hospital.
La respuesta de Siegfried fue una furiosa retahíla que obligó a Cameron a apartarse del auricular. Hasta Corrina se encogió, acobardada.
Cameron devolvió el teléfono a la recepcionista. No había oído todos los exabruptos de Siegfried, pero su significado estaba claro. Cameron debía pedir refuerzos de inmediato y detener a los intrusos.
El jefe de seguridad desenfundó la radio y la pistola al mismo tiempo. Mientras enfilaba hacia el hospital, hizo una llamada de emergencia a su oficina.
– -
La habitación 302 estaba en la parte exterior del edificio, sobre la plaza, con una excelente vista al este. Jack y sus amigos la encontraron sin dificultad. Nadie los había detenido. De hecho, no se habían cruzado con ninguna persona en el trayecto desde el ascensor hasta la habitación.
Jack llamó a la puerta abierta, aunque era evidente que la habitación estaba vacía. Sin embargo, había múltiples indicios de que su ocupante se había ausentado sólo momentáneamente: el televisor con vídeo incorporado estaba encendido, y emitía una vieja película de Paul Newman. La cama estaba deshecha. Sobre una mesa, había una maleta a medio hacer.
El misterio se desveló cuando Laurie oyó el ruido de la ducha detrás de la puerta del cuarto de baño.