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Sin previo aviso, Cameron asestó un puñetazo en la cara de Warren, que sonó como una guía telefónica al caerse al suelo. De inmediato, Cameron dejó escapar un gemido de dolor, se cogió la mano y apretó los dientes. Warren permaneció inmóvil; ni siquiera pestañeó.

Cameron maldijo entre dientes y se apartó.

– Regístrenlos -ordenó Siegfried.

– Lamentamos mucho si… -comenzó Jack, pero Siegfried no le permitió continuar. Lo abofeteó con suficiente fuerza para girarle la cara y dejarle una marca roja en la mejilla.

El ayudante de Cameron registró rápidamente al grupo y les quitó los pasaportes, el dinero y las llaves del coche. Se los entregó a Siegfried, que los examinó despacio.

Después de hojear el pasaporte de Jack, alzó la vista y lo miro con desprecio.

– Yo me veo más bien como un competidor tenaz -corrigió Jack.

– Ah, así que también es arrogante -gruñó Siegfried-. Espero que su tenacidad le resulte útil cuando lo entreguemos a las autoridades ecuatoguineanas.

– Si nos permiten llamar a la embajada de Estados Unidos, estoy seguro de que resolveremos este embrollo -dijo Jack-.

Al fin y al cabo, somos funcionarios del gobierno.

Siegfried esbozó una sonrisa que resaltó aún más su permanente mueca de desprecio.

– ¿A la embajada de Estados Unidos? -preguntó con tono burlón-. ¿En Guinea Ecuatorial? ¡Muy gracioso! Por desgracia para usted, está en la isla de Bioko. -Se volvió hacia Cameron-: Enciérrelos, pero separe a las mujeres de los hombres.

– ¿De verdad piensa entregarlos a las autoridades ecuatoguineanas? -preguntó Cameron.

– Desde luego -respondió Siegfried-. Raymond me ha hablado de Stapleton. Tienen que desaparecer.

– ¿Cuándo? -preguntó Cameron.

– En cuanto se haya marchado Taylor Cabot -respondió Siegfried-. Quiero que este asunto se lleve con absoluta discreción.

– Entiendo -dijo Cameron. Saludó rozando el ala del sombrero y se marchó a supervisar el traslado de los prisioneros al calabozo situado en el sótano del ayuntamiento.

CAPITULO 22

9 de marzo de 1997, 4.15 horas.

Isla Francesca

– Aquí pasa algo raro -dijo Kevin.

– Pero ¿qué? -preguntó Melanie-. ¿Crees que podemos hacernos ilusiones?

– ¿Dónde estarán los demás animales? -preguntó Candace.

– No sé si debemos ilusionarnos o preocuparnos -repuso Kevin-. ¿Y si ahí fuera están librando una batalla apocalíptica y la lucha se extiende hasta aquí?

– ¡Dios mío! -exclamó Melanie-. No había pensado en esa posibilidad.

Hacía dos días que los tres habían sido hechos prisioneros por los bonobos. En todo ese tiempo no les habían permitido salir de la pequeña cueva interior, que ahora olía igual o peor que la de los animales. Para hacer sus necesidades se habían visto obligados a internarse en el túnel, que ahora apestaba como una cloaca.

Ellos no olían mejor. Tras cuarenta y ocho horas con la misma ropa, durmiendo sobre las rocas y el suelo de tierra, estaban mugrientos. Los tres tenían el cabello enmarañado, y la cara de Kevin estaba cubierta por el rastrojo de una barba de dos días. Se sentían débiles por la falta de ejercicio y comida, aunque todos habían acabado por aceptar algunos de los alimentos que les habían ofrecido.

Esa mañana, hacia las diez, habían tenido la impresión de que ocurría algo extraño. Los animales estaban alborotados.

Algunos habían salido de la cueva, sólo para volver poco después emitiendo sonidos estridentes. El bonobo número uno se había marchado y aún no había regresado. No era normal.

– Un momento -dijo Kevin de repente y levantó las manos para indicar a las mujeres que no hicieran ruido. Aguzó el oído y giró la cabeza lentamente de un lado a otro.

– ¿Qué pasa? -preguntó Melanie con tono apremiante.

– Me ha parecido oír una voz.

– ¿Una voz humana? -preguntó Candace.

Kevin asintió con la cabeza.

– ¡Eh, yo también le he oído! -exclamó Melanie, ilusionada.

– Y yo -dijo la otra-. Estoy segura de que era una voz humana. Alguien ha gritado algo así como "de acuerdo".

– Arthur también la ha oído -dijo Kevin. No había tenido un motivo especial para bautizar con el nombre de Arthur al bonobo que con mayor frecuencia hacía guardia junto a la entrada de la cueva; lo habían hecho sencillamente para referirse a él de alguna forma. Durante las interminables horas de encierro, habían establecido algo similar a un diálogo con su guardián, lo que les había permitido adivinar el significado de determinados gestos y palabras.

Por ejemplo, estaban seguros de que "arak" significaba "fuera", sobre todo cuando al mismo tiempo abrían los dedos y sacudían los brazos, un gesto que Candace ya había observado en el quirófano. También sabían que "hana" era "silencio", y "zit", "ir". No les cabía duda alguna de que "comida" y "agua" se decían respectivamente "bumi" y "carak". Sin embargo, no estaban muy seguros del significado de la palabra "sta", que los animales pronunciaban con los brazos en alto y las palmas hacia fuera. Creían que podía ser el equivalente del pronombre "tú".

Arthur se levantó y se dirigió con chillidos a los pocos bonobos que quedaban en la cueva. Los demás lo escucharon y se marcharon de inmediato.

Acto seguido, Kevin y los demás oyeron varias detonaciones de un arma de fuego, quizá de una escopeta de aire comprimido. Unos minutos después, sobre el brumoso cielo del atardecer vislumbraron las siluetas de dos individuos vestidos con uniformes del Centro de Animales. Uno de ellos llevaba una escopeta y el otro una potente lámpara de pilas.

– ¡Socorro! -gritó Melanie. Desvió la vista de la luz de la lámpara, pero sacudió frenéticamente los brazos por si los hombres no lo veían.

Un ruido seco retumbó en el interior de la caverna, y Arthur dejó escapar un gemido. Con una expresión de desconcierto en la cara, el bonobo miró el extremo rojo del dardo que tenía clavado en el pecho. Hizo ademn de arrancárselo, pero antes de conseguirlo, comenzó a temblar. Como si se tratara de una escena filmada en cámara lenta, el animal cayó al suelo y rodó sobre un costado.

Kevin, Melanie y Candace salieron a gatas de su celda sin puerta e intentaron incorporarse. Tardaron unos instantes en estirarse y, cuando lo consiguieron, los hombres ya estaban junto al bonobo, administrándole una dosis adicional de tranquilizante.

– ¡Vaya, no saben cuánto nos alegramos de verlos! -exclamó Melanie, apoyándose contra una roca. Por un instante tuvo la impresión de que la cueva se movía alrededor como un torbellino.

Los hombres se pusieron en pie y alumbraron con la lámpara a las mujeres y a Kevin. Los tres se cubrieron los ojos con las manos.

– Están hechos un asco-dijo el hombre de la lámpara.

– Soy Kevin Marshall y éstas son Melanie Becket y Candace Brickmann.

– Ya sabemos quiénes son-respondió el hombre-. Salgamos de esta cloaca.

Kevin y las mujeres salieron de la cueva con paso tambaleante. Una vez fuera, el resplandor del sol los obligó a entornar los ojos. A los pies del macizo había otra media docena de trabajadores del Centro de Animales. Estaban ocupados envolviéndolos en esteras de juncos y llevándolos hasta un carro de remolque, donde los acomodaban cuidadosamente lado a lado.

– Ahí arriba, en la cueva, hay otro -dijo el hombre de la lámpara.

– Yo los conozco -dijo Melanie después de mirar mejor a los hombres que habían entrado en la cueva-. Son Dave Turner y Daryl Christian.

Los hombres no le hicieron caso. Dave, el más alto de los dos, sacó una radio de la funda de cinturón. Daryl comenzó a descender por los gigantescos peldaños.

– Turner a la base -dijo Dave pegando la boca a la radio.

– Le oigo -respondió Bertram.

– Hemos cogido al último bonobo y estamos cargando -dijo Dave.

– Buen trabajo -respondió Bertram.

– Y también hemos encontrado a Kevin Marshall y a las dos mujeres en una cueva.

– ¿En qué estado? -preguntó Bertram.

– Asquerosamente sucios, pero al parecer sanos y salvos -contestó Dave.

– ¡Déme eso! -exclamó Melanie, tratando de arrebatarle la radio a Dave.

No podía consentir que un subordinado hablara de ella en esos términos.

Sin embargo, Dave no se dejó quitar la radio.

– ¿Qué quiere que haga con ellos?

Melanie puso las manos en jarras. Estaba furiosa.

– ¿Qué quiere decir con qué hace con nosotros?

– Tráigalos al Centro de Animales -ordenó Bertram-. Yo informaré a Siegfried Spallek. Estoy seguro de que querrá hablar con ellos.

– Entendido. Corto y fuera -dijo Dave, apagando la radio.

– ¿A qué viene este tratamiento? -preguntó Melanie-. Hemos estado prisioneros aquí durante más de dos días.