Luego tomó una ducha rápida, se puso unos tejanos y un jersey de cuello alto y se maquílló con discreción. Mientras lo hacía, observó las patas de gallo que comenzaban a formarse alrededor de sus ojos. No se sentía mayor que cuando había regresado de la facultad de medicina, pero era imposible negar el paso del tiempo.
Jack llegó a la hora prevista. Cuando Laurie miró por la mirilla, lo único que vio fue una imagen aumentada de su cara risueña, que había puesto a apenas dos centímetros de la lente. Rió su gracia mientras abría la hilera de cerrojos que protegían la puerta.
– ¡Adelante, payaso! -lo recibió.
– Quería asegurarme de que me reconocieras -dijo él mientras entraba en el apartamento-. Mi incisivo superior roto se ha convertido en mi principal seña de identidad.
Mientras ella cerraba la puerta, notó que su vecina, la señora Engler, se había asomado para averiguar quién la visitaba. Laurie le dirigió una mirada fulminante. Era una cotilla.
La cena fue un éxito; la comida estaba perfecta y el vino pasable. La excusa de Jack fue que en la bodega más cercana a su apartamento sólo vendían marcas baratas.
Durante la velada, Laurie tuvo que morderse la lengua en más de una ocasión para no tocar ningún tema espinoso. Le hubiera encantado hablar de su relación, pero no se atrevió.
Intuía que la reticencia de Jack se debía, en parte, a una experiencia traumática del pasado.
Seis años antes, su esposa y sus dos hijas habían muerto trágicamente en un accidente de aviación. Jack se lo había contado a Laurie después de varios meses de salir juntos, pero luego se había negado a volver a hablar del tema. En cierto modo, esta idea le ayudaba a no tomar la resistencia de Jack a comprometerse como algo personal.
Jack no tenía dificultades para mantener animada la conversación. Se había pasado toda la tarde jugando al baloncesto en el campo del parque de su barrio y estaba encantado de hablar del partido. Por casualidad, había acabado en el equipo de Warren, un atractivo afroamericano que era el jefe de la pandilla local y el mejor jugador. El equipo de Jack y Warren no había perdido en toda la tarde.
– ¿Cómo está Warren? -preguntó Laurie.
Jack y ella habían salido varias veces con Warren y su novia, Natalie Adams. Laurie no veía a ninguno de los dos desde que sus relaciones con Jack se habían enfriado.
– Warren es Warren -repuso Jack encogiéndose de hombros-. Tiene un tremendo potencial. He hecho todo lo posible para animarlo a matricularse en la universidad, pero se resiste. Dice que su sistema de valores no es el mismo que el mío, así que me he dado por vencido.
– ¿Y Natalie?
– Supongo que está bien -contestó Jack-. No la he visto desde la última vez que salimos todos juntos.
– Deberíamos repetirlo. Los echo de menos.
– Buena idea -dijo él con aire evasivo.
Hubo una pausa. Laurie oyó ronronear a Tom. Después de cenar y recoger la mesa, Jack se arrellanó en el sofá. Laurie se sentó frente a él, en el sillón art déco que había comprado en un mercadillo de Greenwich Village.
Suspiró. Se sentía frustrada. Le parecía pueril que no pudieran discutir cuestiones afectivas importantes.
Jack consultó su reloj de pulsera.
– ¡Vaya! -exclamó y se desplazó hacia delante, quedando sentado en el borde del sofá -. Son las once menos cuarto.
Tengo que irme. Mañana hay cole y la cama me espera.
– ¿Más vino? -preguntó Laurie, levantando la botella. Sólo habían bebido la cuarta parte.
– No puedo. Debo mantener mis reflejos aguzados para el viaje en taxi. -Se puso en pie y le dio las gracias por la cena.
Laurie dejó la botella de vino y también se levantó.
– Si no te importa, iré contigo en taxi hasta el depósito.
– ¿Qué? -dijo Jack, restregándose la cara con expresión de incredulidad-. ¿No pensarás ponerte a trabajar a estas horas? Ni siquiera estás de guardia pasiva.
– Sólo quiero interrogar al ayudante del depósito y al personal de seguridad del turno de noche -respondió Laurie mientras se dirigía al armario a buscar los abrigos.
– ¿Para qué?
– Quiero averiguar cómo desapareció el cuerpo de Franconi -respondió ella, pasándole su cazadora acolchada-.
Hoy hablé con los del turno de tarde cuando entraron.
– ¿Y qué te dijeron?
– No mucho. El cuerpo ingresó a eso de las ocho cuarenta y cinco, rodeado de policías y periodistas. Al parecer, fue todo un circo. Supongo que por eso olvidaron hacerle las radiografías. La madre del tipo identificó el cadáver. Según dicen, fue una escena muy emotiva. A las diez y cuarenta y cinco el cadáver se guardó en el compartimiento ciento once.
Así pues, creo que está claro que el secuestro ocurrió durante el turno de noche, entre las once y las siete de la mañana.
– ¿Y a ti qué más te da? -preguntó Jack-. Es un problema de los altos mandos.
Laurie se puso su abrigo y cogió las llaves.
– Digamos que tengo un interés personal en el caso.
Mientras salían al pasillo, Jack puso los ojos en blanco.
– ¡Laurie! -exclamó-. Te meterás en un lío. Recuerda lo que te digo.
Ella pulsó el botón de llamada del ascensor y miró con furia a la señora Engler, que, como de costumbre, los espiaba a través de la puerta entornada.
– Esa mujer me saca de quicio -dijo mientras subían al ascensor.
– No me escuchas -dijo Jack.
– Te escucho -respondió ella-. Pero estoy decidida a investigar. Entre este lío y mi encontronazo con el predecesor de Franconi, me enfurece que esos mafiosos piensen que pueden hacer lo que les venga en gana. Creen que las leyes son para los demás. Pauli Cerino, el tío que Lou mencionó esta mañana, hizo asesinar a varias personas con la única finalidad de saltarse la lista de espera para un trasplante de córnea. Eso te da una idea de su moral. No me gusta nada que piensen que pueden entrar en nuestro depósito y robar el cadáver de un hombre al que acaban de asesinar.
Salieron a la calle Diecinueve y echaron a andar hacia la Primera Avenida. Laurie se levantó el cuello del abrigo. Soplaba una brisa fresca desde el río, y la temperatura apenas superaba los cinco grados.
– ¿Qué te hace pensar que la mafia está detrás de este asunto? -preguntó Jack.
– No hay que ser un genio para adivinarlo. -Laurie levantó una mano al divisar un taxi, pero éste pasó de largo sin disminuir la velocidad-. Franconi iba a testificar como parte de un trato con la oficina fiscal. Los peces gordos de la organización de Vaccaro se enfadaron, se asustaron o ambas cosas.
La historia de siempre.
– Y lo mataron -concluyó Jack. Pero ¿por qué iban a llevarse el cadáver?
Ella se encogió de hombros.
– No puedo pensar como un mafioso -dijo-. No sé para qué querían el cuerpo. Puede que para privarlo de un funeral decente. O quizá temieran que la autopsia revelara alguna pista sobre la identidad del asesino. No lo sé. Pero la razón es lo de menos.
– Yo tengo la impresión de que podría ser importante.
Y creo que al involucrarte en este asunto te metes en tierras movedizas.
– Es posible -admitió Laurie y volvió a encogerse de hombros-. Esta clase de asunto me atrae. Supongo que el problema es que en este momento mi trabajo es lo más importante de mi vida.
– Ahí viene un taxi libre -dijo Jack, evitando responder al último comentario de Laurie. Había captado la indirecta y no quería entrar en una discusión personal.
El trayecto hasta el cruce de la Quinta Avenida y la calle Treinta fue corto. Laurie bajó del taxi y se sorprendió al ver que Jack la seguía.
– No es preciso que me acompañes -dijo.
– Ya lo sé. Pero iré de todos modos. Por si no lo has adivinado, me preocupas.
Jack se inclinó hacia el interior del vehículo y pagó al taxista.
Mientras caminaban entre los coches fúnebres del depósito, Laurie volvió a insistir en que su presencia no era necesaria. Entraron en el edificio por la puerta de la calle Treinta.
– ¿No dijiste que te esperaba la cama?
– Que siga esperando -repuso Jack-. Después de la historia de Lou sobre cómo te sacaron de aquí en ataúd, creo que debo acompañarte.
– Esa fue una situación totalmente distinta.
– ¿Ah, sí? Había mafiosos, igual que ahora.
Laurie iba a continuar protestando, pero el comentario de Jack la hizo pensar. Debía admitir que había cierto paralelismo entre las dos situaciones.
La primera persona que vieron fue el vigilante de seguridad de la noche, que estaba sentado en su pequeño cubículo.
Carl Novak era un agradable anciano de pelo cano, que parecía haber encogido dentro de un uniforme que era al menos dos tallas más grande de lo necesario. Estaba jugando al solitario, pero alzó la vista cuando Laurie y Jack pasaron junto a su ventana y se detuvieron en la puerta.