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– Pero a mí me preocupa… -comenzó Candace.

– Perdona -interrumpió Kevin-, pero Esmeralda me ha contado algo muy interesante que me gustaría compartir con vosotras.

Comenzó por la llamada que le había hecho Taylor Cabot en plena noche. Luego contó la historia de la llegada de los neoyorquinos y su posterior encarcelamiento en el calabozo de la ciudad.

– ¿Veis? Es lo que os decía. Un par de tipos listos hacen una autopsia en Nueva York y luego aparecen aquí, en Cogo. Y nosotros que pensábamos que estábamos aislados.

Creedme, el mundo se hace más pequeño día a día.

– ¿Entonces piensas que estos neoyorquinos han venido tras la pista de Franconi? -preguntó Kevin. Su intuición le decía lo mismo, pero necesitaba confirmación.

– ¿Para qué si no? -preguntó Melanie-. No me cabe la menor duda.

– ¿Tú que opinas, Candace?

– Estoy de acuerdo con Melanie. De lo contrario, sería demasiada coincidencia.

– ¡Gracias, Candace! -Agitó su copa vacía y miró a Kevin con expresión provocativa-. Lamento interrumpir esta fascinante conversación, ¿pero te queda alguna botella de aquel excelente vino, colega?

– ¡Dios, lo había olvidado! Lo siento.

Apartó la mesa de la silla y fue a la despensa, donde guardaba las partidas de vino. De repente, mientras estudiaba las etiquetas, que significaban poca cosa para él, tomó conciencia de la cantidad de vino que había en la casa. Contando las botellas de una estantería y extrapolando el resultado a toda la despensa, calculaba que había más de trescientas.

– Vaya, vaya -dijo mientras comenzaba a urdir un plan.

Cogió todas las botellas que pudo cargar y empujó la puerta de la cocina.

Esmeralda se levantó de la mesa, donde estaba cenando.

– Tengo que pedirle un favor -dijo Kevin-. ¿Le importaría llevar estas botellas y un sacacorchos a los soldados que están al pie de las escaleras?

– ¿Tantas?

– Sí; y me gustaría que llevara incluso más a los soldados de la puerta del ayuntamiento. Si preguntan por qué dígales que me marcho y que prefiero que se beban el vino ellos a que lo haga el gerente.

Esmeralda lo miró y sonrió.

– Creo que lo entiendo -dijo.

Sacó del armario la bolsa de lona que usaba para las compras y la llenó de botellas. Unos minutos después, salió de la despensa en dirección al vestíbulo.

Kevin hizo varios viajes para dejar botellas de vino sobre la mesa de la cocina. Pronto había alineado varias docenas de botellas, incluyendo un par de oporto.

– ¿Qué pasa aquí? -preguntó Melanie asomando la cabeza por la puerta de la cocina-. Te estamos esperando. ¿Dónde está el vino?

Kevin le dio una botella, dijo que tardaría unos minutos en volver a la mesa y que comenzaran a cenar sin él. Melanie giró la botella para leer la etiqueta.

– ¡Vaya, Chateau Latour! -exclamó y dedicó una sonrisa de agradecimiento a Kevin antes de volver al comedor.

Esmeralda regresó y dijo que los soldados estaban muy contentos.

– También les he llevado un poco de pan -añadió-. Para estimular la sed.

– Excelente idea -dijo Kevin. Llenó la bolsa de lona con más botellas y la sopesó. Era pesada, pero creía que Esmeralda podría llevarla-. Cuente a los soldados del ayuntamiento -pidió mientras le entregaba la bolsa-. Debe haber suficiente vino para todos.

– Por las noches suelen haber cuatro -respondió Esmeralda.

– Bien; entonces será suficiente con diez botellas.

Al menos para empezar. -Sonrió, y Esmeralda le devolvió la sonrisa.

Kevin respiró hondo y empujó la puerta del comedor. Se preguntaba qué pensarían de su plan las mujeres.

Kevin se volvió y miró el reloj. Faltaban unos minutos para medianoche, así que se bajó de la cama, quitó la alarma del despertador, que debía sonar a las doce en punto, y se estiró.

Durante la cena, el plan de Kevin había suscitado una acalorada discusión. En un esfuerzo de cooperación, habían afinado la idea y concretado los detalles. Los tres creían que valía la pena intentarlo.

Tras ultimar los preparativos, habían decidido descansar un rato. Sin embargo, a pesar del cansancio, Kevin no había pegado ojo. Estaba demasiado nervioso. Además, los soldados hacían cada vez más alboroto. Al principio, se habían limitado a conversar animadamente, pero en la última media hora Kevin los había oído cantar a voz en cuello, completa mente ebrios.

Esmeralda había visitado a ambos grupos de soldados dos veces durante la noche. Cuando regresó, informó que el caro vino francés había sido todo un éxito. Después de la segunda escapada, dijo a Kevin que los soldados ya habían dado buena cuenta de las primeras botellas.

Kevin se vistió rápidamente en la oscuridad y salió al pasillo. No quería encender las luces. Por suerte, había una luna radiante, que le permitió guiarse hasta las habitaciones de invitados. Llamó en primer lugar a la puerta de Melanie y se sobresaltó cuando ésta se abrió de inmediato.

– Te esperaba -susurró Melanie-. No podía dormir.

Los dos se dirigieron a la habitación de Candace, que también estaba preparada.

En el salón, recogieron las pequeñas bolsas de lona que habían preparado y salieron a la terraza. La vista era encantadoramente exótica. Pocas horas antes había llovido, pero ahora el cielo estaba cubierto de abultadas nubes de color plata. Una luna casi llena resplandecía en lo alto del cielo, y su luz daba un aire espectral a la ciudad cubierta de niebla.

Los sonidos de la selva sonaban con sorprendente estridencia en el aire húmedo y caliente.

Habían discutido detenidamente esta primera parte del plan, de modo que no necesitaron hablar. Ataron un extremo de tres sábanas anudadas a la barandilla de la terraza y arrojaron el otro hacia el suelo.

Melanie había insistido en bajar en primer término. Trepó con agilidad a la barandilla y se deslizó hacia el suelo con asombrosa facilidad. Candace era la siguiente. Gracias a su actividad como animadora de fútbol, se mantenía en buena forma y no tuvo problemas para bajar.

Pero Kevin sí los tuvo. Intentando imitar a Melanie, tomó impulso con los pies, pero mientras se balanceaba de nuevo hacia el edificio, se enredó entre las sábanas y chocó contra la pared estucada, raspándose los nudillos.

– Mierda -susurró cuando por fin tocó los adoquines. Sacudió la mano y se cogió los nudillos.

– ¿Estás bien? -preguntó Melanie.

– Supongo.

La siguiente etapa de la fuga era más peligrosa. Caminaron en fila india hacia la parte posterior del edificio, amparados por la sombra de la arcada. Cada paso los acercaba más a la escalera central, donde estaban los soldados. Sus guardianes habían animado la fiesta con un aparato de música portátil, que emitía música africana a todo volumen.

Llegaron al sitio donde estaba estacionado el Toyota de Kevin y se escurrieron entre la pared y el vehículo, hasta llegar al frente. Siguiendo el plan previsto, Kevin dio la vuelta hasta la portezuela del conductor y la abrió con sigilo. Se encontraba a apenas cinco o seis metros de los soldados, que estaban al otro lado de una estera de juncos colgada del techo.

Quitó el freno de mano y puso el coche en punto muerto.

Regreso junto a las mujeres e hizo señas para que empezaran a empujar.

Al principio el pesado vehículo se resistió. Kevin levantó un pie para hacer palanca contra la pared de la casa. La estratagema surtió efecto y el coche salió de su plaza de aparcamiento.

Al borde de la arcada, la calle de adoquines descendía en una suave cuesta para que la casa no se inundara con el agua de lluvia. En cuanto las ruedas traseras pasaron este punto, el coche ganó velocidad. De repente, Kevin se percató de que no era necesario seguir empujando.

– Eh -susurró Kevin al ver que la velocidad aumentaba.

Corrió a un lado del vehículo e intentó abrir la portezuela del conductor, cosa que no era fácil con el coche en movimiento El Toyota estaba a medio camino de la callejuela y comenzaba a girar a la derecha, en dirección a la costa.

Finalmente, consiguió abrir la puerta y, con un salto ágil, se arrojó detrás del volante. Puso el freno de mano y giró el volante a la derecha para alinear el coche con la calle.

Temeroso de que sus esfuerzos hubieran llamado la atención de los soldados, se volvió a mirarlos. Los hombres se hallaban sentados en torno a una mesa pequeña, donde estaba el aparato de música y media docena de botellas vacías.

Hacían palmas y zapateaban, completamente ajenos a las maniobras de Kevin con el coche.

Suspiró aliviado. Se abrió la otra portezuela delantera, y Melanie se sentó a su lado. Candace subió al asiento trasero.

– No cerréis las puertas -susurró Kevin, que mantenía la suya entreabierta.

Quitó el freno de mano. Como al principio el coche no se movía, comenzó a sacudirse hacia delante y hacia atrás, hasta conseguir que comenzara a descender por la cuesta. Miró por el parabrisas trasero, maniobrando mientras el vehículo adquiría velocidad en dirección a la costa.