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Continuaron así a lo largo de dos manzanas, pero a partir de ese punto el terreno se aplanó y el coche se detuvo. Sólo entonces Kevin usó la llave para encender el motor. Todos cerraron las portezuelas.

– ¡Lo hemos conseguido! -exclamó Melanie.

– Hasta aquí, todo bien -asintió él.

Puso la primera, dio un largo rodeo hacia la derecha para alejarse de su casa y se dirigió al área de servicio.

– ¿Estás seguro de que nadie nos ocasionará problemas en el garaje? -preguntó Melanie.

– Bueno, no puedo garantizarlo, pero no lo creo. La gente del área de servicio vive en otro mundo. Además, Siegfried se habrá cuidado bien de que nadie se enterara de nuestra desaparición y posterior reaparición. Tiene que haberlo hecho si de verdad piensa entregarnos a las autoridades ecuatoguineanas.

– Espero que tengas razón -dijo ella y suspiró-. Me pregunto si no deberíamos marcharnos de la Zona en la caja de uno de los camiones, en lugar de preocuparnos por cuatro neoyorquinos a quienes ni siquiera conocemos.

– Esa gente consiguió entrar de alguna manera -dijo Ke vin-. Así que cuento con que tengan un plan para salir. Sólo nos arriesgaremos a cruzar la valla como último recurso.

Entraron en la bulliciosa área de servicio, donde el resplandor de las lámparas de mercurio los obligó a entornar los ojos. Kevin aparcó detrás de la cabina de un camión, suspendida sobre un elevador hidráulico. Varios mecánicos estaban debajo, rascándose la cabeza.

– Esperadme aquí -dijo Kevin mientras se apeaba del Toyota.

Entró en el compartimiento y saludó a los hombres.

Melanie y Candace lo siguieron con la vista. La enfermera cruzó los dedos.

– Bueno, al menos no han corrido al teléfono en cuanto lo vieron -dijo Melanie.

Las mujeres siguieron mirando. Uno de los mecánicos salió por una puerta del fondo y reapareció poco después cargando una larga y pesada cadena. La depositó sobre los brazos de Kevin, que se tambaleó bajo su peso.

Con paso tambaleante, Kevin echó a andar hacia el todoterreno. Su cara adquiría progresivamente un tono más intenso de rojo. Temiendo que dejara caer la cadena, Melanie bajó del coche y abrió el maletero.

Cuando Kevin dejó la cadena, el vehículo entero se sacudió.

– Les pedí una cadena pesada-consiguió decir-, pero no era para tanto.

– ¿Qué les has dicho? -preguntó Melanie.

– Les he dicho que tu coche se atascó en el barro. No sospecharon nada, aunque tampoco se ofrecieron a ayudar, desde luego.

– ¿Estás seguro de que lo conseguiremos? -preguntó Candace desde el asiento trasero.

– No; pero no se me ocurre otra salida.

Durante el resto del viaje, nadie habló. Todos sabían que era la parte más difícil del plan. La tensión aumentó cuando giraron hacia el aparcamiento del ayuntamiento y apagaron las luces del coche.

La habitación ocupada por los soldados de guardia resplandecía. Mientras se aproximaban, Kevin, Melanie y Candace oyeron música. Este grupo de soldados también tenía un aparato de música portátil y escuchaba música africana a todo volumen.

– Contaba con que estuvieran de juerga -dijo Kevin. Dio la vuelta con el todoterreno y retrocedió hacia el edificio.

Entre las sombras de la arcada de la planta baja alcanzó a vislumbrar el alféizar de la ventana del calabozo subterráneo.

Detuvo el coche a un metro y medio del edificio y puso el freno de mano. Los tres miraron hacia la estancia ocupada por los soldados. Debido al ángulo en que se encontraban, no vieron gran cosa de la habitación ni tampoco a ninguno de los hombres. Estos habían levantado la cortina y la habían enganchado en el techo de la arcada. En el alféizar había varias botellas vacías.

– Bueno, ahora o nunca -dijo Kevin.

– ¿Podemos ayudar? -preguntó Melanie.

– No, quedaos donde estáis.

Kevin se apeó del coche, pasó por debajo del arco más cercano y se detuvo. La música era ensordecedora. Lo que más le preocupaba era que si alguien se asomaba a la ventana, lo vería de inmediato, pues no había dónde ocultarse.

Miró hacia abajo y vio la ventana con barrotes. Al otro lado reinaba una oscuridad absoluta.

Se puso a gatas y luego se tendió sobre el suelo, con la cabeza sobre el alféizar de la ventana. Acercó la cara a los barrotes y gritó por encima del ruido de la música:

– ¡Eh! ¿Hay alguien ahí?

– Sólo nosotros, un grupo de turistas -respondió Jack-.

¿Estamos invitados a la fiesta?

– Tengo entendido que son norteamericanos -dijo Kevin.

– Tanto como el pastel de manzana y el béisbol -respondió Jack.

Kevin oyó otras voces en la oscuridad, aunque no pudo descifrar las palabras.

– Supongo que sabrán que corren un gran peligro -dijo.

– ¿De veras? Yo creía que en Cogo recibían igual a todos los visitantes.

Kevin pensó que el tipo que le respondía, quienquiera que fuese, se entendería a las mil maravillas con Melanie.

– Intentaré arrancar estos barrotes -dijo-. ¿Estáis todos en la misma celda?

– No. Tenemos a dos preciosas señoritas en la celda de la izquierda.

– Bien -dijo Kevin-. Empecemos por comprobar si puedo hacer algo con los barrotes.

Se levantó para ir a buscar la cadena. Cuando regresó, pasó un extremo entre los barrotes.

– Atad esto varias veces alrededor de uno de los barrotes -dijo.

– Estupendo -repuso Jack-. Me recuerda las viejas películas del oeste.

Kevin aseguró el otro extremo de la cadena al enganche del remolque del Toyota. Cuando regresó a la ventana, tiró con suavidad de la cadena y comprobó que estaba firmemente atada al barrote central.

– Yo diría que está bien -dijo-. Veamos qué pasa.

Subió al coche y puso la primera.

Mirando por el parabrisas trasero, avanzó con lentitud para extender la cadena.

– Muy bien, allá vamos -dijo a Melanie y a Candace y pisó el acelerador. El potente motor del Toyota rugió, aunque Kevin no pudo oírlo, pues la frenética música de un popular grupo zaireño de rock ahogaba cualquier sonido.

Súbitamente el vehículo se sacudió hacia delante. Kevin frenó de inmediato. A su espalda, oyeron un poderoso estruendo por encima de la música, como si alguien hubiera derribado una puerta de incendios con una roca.

Kevin y las mujeres se sobresaltaron y miraron hacia la ventana del puesto de soldados. Afortunadamente, nadie salió a averiguar a qué se debía aquel tremendo ruido.

Kevin saltó del Toyota con la intención de regresar a la ventana y ver qué había ocurrido, cuando se topó con un musculoso negro que caminaba a su encuentro.

– ¡Buen trabajo, amigo! Me llamo Warren, y éste es Jack.

Jack había aparecido detrás de Warren.

– Yo soy Kevin.

– Estupendo -dijo Warren-. Ahora retrocede y veremos qué podemos hacer con la otra ventana.

– ¿Cómo habéis salido tan pronto? -preguntó Kevin.

– Tío, te has cargado todo el tinglado -dijo Warren.

Kevin subió al coche y puso la marcha atrás. Notó que los dos hombres ya habían desenganchado la cadena.

– ¡Ha funcionado! -exclamó Melanie-. ¡Enhorabuena!

– Debo reconocer que fue más sencillo de lo que creía -dijo Kevin.

Un instante después, alguien golpeó la puerta trasera del Toyota.

Kevin repitió las maniobras de la primera vez. Avanzó aproximadamente a la misma velocidad, produciendo la misma sacudida y, por desgracia, el mismo ruido. Esta vez un soldado se asomó por la ventana. Kevin no se movió y rezó para que los dos hombres que acababa de conocer lo imitaran. El soldado empinó una botella de vino y, al hacerlo, arrojó varias vacías al suelo, haciéndolas añicos contra el suelo de piedra. Luego volvió a desaparecer en el interior de la estancia.

Bajó del vehículo justo a tiempo para ver a las dos mujeres saliendo por la segunda ventana. En cuanto estuvieron fuera, todos corrieron hacia el coche. Kevin dio la vuelta para desenganchar la cadena, pero cuando llegó vio que Warren ya lo había hecho.

– Todos subieron al Toyota en silencio. Jack y Warren se sentaron a los asientos plegables de la parte trasera, mientras Laurie y Melanie se acomodaban junto a Candace en el del medio.

Kevin puso el coche en marcha y, tras echar un último vistazo al puesto de guardia, salió del aparcamiento. No encendió las luces hasta que estuvieron a una distancia prudencial del ayuntamiento.

La fuga había sido una experiencia embriagadora para todos: un triunfo para Kevin, Melanie y Candace; una sorpresa y un alivio para el grupo de Nueva York. Los siete se presentaron mutuamente y de inmediato comenzaron a intercambiar preguntas.

Al principio todos hablaban a la vez.