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Cuando comenzaba a disculparse, Siegfried lo interrumpió:

– Olvide las explicaciones y las excusas -ordenó-. Suba a la casa y compruebe si Kevin Marshall y sus amigas siguen ahí.

Cameron asintió con un saludo titubeante, llevándose la mano al ala del sombrero, y corrió escaleras arriba. Siegfried lo oyó aporrear la puerta. Un instante después, se encendieron las luces de la primera planta.

Siegfried miró con furia a los soldados, que ni siquiera habían reparado en su presencia ni en la de Cameron.

El jefe de seguridad regresó, pálido y sacudiendo la cabeza.

– No están.

Siegfried hizo un esfuerzo para contenerse y poder hablar.

La incompentencia de sus colaboradores era intolerable.

– ¿Y su todoterreno? -espetó.

– Lo comprobaré -respondió Cameron. Corrió una vez más en dirección a la casa, abriéndose paso entre los soldados que continuaban cantando. Un segundo después se volvió y dijo-: Tampoco está.

– Alerte a las fuerzas de seguridad -ordenó Siegfried-.

Quiero que localicen el coche de Kevin cuanto antes. Y también llame a la caseta de guardia de la valla. Comprueben que no haya salido de la Zona. Entretanto, lléveme al ayuntamiento.

Cameron habló por radio mientras maniobraba para dar la vuelta a la manzana. Los dos números estaban grabados en la memoria, de modo que no necesitó usar las manos. Pisó el acelerador y se dirigió hacia el norte.

Cuando llegaron al ayuntamiento, ya habían iniciado la búsqueda. Rápidamente supieron que el coche de Kevin no había intentado cruzar la valla. En cuanto giraron hacia el aparcamiento, Cameron y Siegfried oyeron música.

– ¡Vaya! -exclamó Cameron.

Siegfried guardó silencio, preparándose para lo que comenzaba a sospechar.

Cameron frenó junto al edificio. Los faros del coche iluminaron los escombros de la pared de donde habían arrancado los barrotes. La cadena estaba a la vista.

– Es un desastre -dijo Siegfried con voz trémula y bajó del vehículo empuñando la carabina. Aunque debía sujetar el arma con una sola mano, era un excelente tirador. Con tres disparos rápidos y certeros, hizo añicos tres de las botellas de vino que estaban sobre el alféizar de la ventana del puesto de guardia. Pero la música continuó.

Apretando el arma en su mano útil, se acercó al puesto de guardia y miró por la ventana. Sobre la mesa había un magnetófono con el volumen al máximo. Los cuatro soldados estaban dormidos en el suelo o repantigados sobre las desvencijadas sillas. Levantó el arma, disparó, y el aparato de música voló por los aires. Un segundo después, sobrevino un lastimoso silencio.

Siegfried se volvió hacia Cameron.

– Llame al coronel y cuéntele lo sucedido. Dígale que quiero que aplique la ley marcial a estos hombres. Y que envíe de inmediato un contingente de tropas con un vehículo.

– ¡Sí, señor!

Siegfried pasó debajo de la arcada y observó los barrotes arrancados de las ventanas de la celda. Estaban forjados a mano. Tras examinar las aberturas, comprendió por qué habían cedido con tanta facilidad. Debajo del estucado, la argamasa que unía los ladrillos se había convertido en arena.

Decidió dar una vuelta alrededor del ayuntamiento para controlar sus nervios. Cuando doblaba la última esquina, vio las luces de un vehículo en la calle y luego en el aparcamiento. El coche de las fuerzas de seguridad se detuvo haciendo chirriar las ruedas y el oficial de guardia se apeó.

Siegfried maldijo entre dientes mientras iba a su encuentro. Con Kevin, las mujeres y los neoyorquinos desaparecidos, el proyecto de los bonobos corría serio peligro. Tenían que encontrarlos cuanto antes.

– Señor Spallek -dijo Cameron-, tengo información para usted. El oficial O'Leary cree haber visto el coche de Kevin Marshall hace unos diez minutos. Naturalmente, podemos confirmar de inmediato si sigue allí.

– ¿Dónde? -preguntó Siegfried.

– En el aparcamiento del bar Chickee -respondió O'Leary-. Lo vi cuando hacía la última ronda.

– ¿Había alguien dentro?

– No señor. Nadie.

– En teoría, allí hay un guardia. ¿Lo vio?

– En realidad, no, señor.

– ¿Qué quiere decir con "en realidad, no"? -gruñó Siegfried, harto de tanta incompetencia.

– No prestamos mucha atención a los soldados -respondió O'Leary.

Siegfried fijó la vista en un punto lejano. Haciendo un nuevo esfuerzo por controlar su furia, se obligó a sí mismo a contemplar la luz de la luna sobre la vegetación. La belleza del paisaje lo tranquilizó ligeramente, y admitió a regañadientes que él tampoco prestaba mucha atención a los soldados, más que servir a un propósito determinado, sencillamente estaban allí; eran uno de los costos de hacer negocios con el gobierno ecuatoguineano. Pero ¿qué hacía el coche de Kevin en el aparcamiento del bar Chickee? De repente lo entendió.

– Cameron, ¿han averiguado cómo entraron los neoyorquinos a la ciudad?

– Me temo que no -respondió Cameron.

– ¿Buscaron alguna embarcación? -preguntó Siegfried.

Cameron miró a O'Leary, que respondió con reticencia:

– No me ordenaron que lo hiciera.

– ¿Y qué pasó cuando sustituyó a Hansen a las once?

Cuando lo puso al tanto de lo ocurrido, ¿le comentó él que hubieran registrado la zona en busca de un bote?

– No, señor-respondió O'Leary.

Cameron tragó saliva y se volvió hacia Siegfried.

– Investigaré este asunto y me pondré en contacto con usted en cuanto sepa algo.

– En otras palabras, ¡nadie registró la costa para ver si había algún maldito bote! -gritó Siegfried-. Esto parece una comedia, pero le advierto que a mí no me hace la menor gracia.

– Yo di órdenes específicas de buscar una embarcación -dijo Cameron.

– Pues está claro que no basta con dar órdenes, cabeza de alcornoque. En teoría, usted está al mando y es el responsable de lo que suceda.

Siegfried cerró los ojos y apretó los dientes. Había perdido a los dos grupos. Lo único que podía hacer a estas alturas era llamar al puesto de guardia de Acalayong, por si los prófugos decidían desembarcar allí. Pero Siegfried no era optimista. Sabía que, en caso de encontrarse en una situación parecida, él habría huido a Gabón.

De repente abrió los ojos. Acababa de cruzársele por la cabeza una idea aún más inquietante.

– ¿La isla Francesca está vigilada? -preguntó.

– No, señor. No hemos recibido órdenes al respecto.

– ¿Y el puente que conduce a la parte continental? -insistió Siegfried.

– Estaba vigilado hasta que usted ordenó que retiráramos la guardia -respondió Cameron.

– Entonces vamos hacia allí -dijo Siegfried mientras echaba a andar hacia el coche de Cameron. En ese momento, tres vehículos torcieron la esquina a toda velocidad y entraron en el aparcamiento. Eran jeeps del ejército. Se acercaron a los vehículos estacionados y se detuvieron. Los tres estaban llenos de soldados armados hasta los dientes.

Del primer vehículo descendió el coronel Mongomo.

A diferencia de sus desaliñados soldados, lucía un uniforme reluciente, con medallas incluidas. A pesar de la hora, llevaba gafas de sol similares a las de los aviadores. Saludó con solemnidad a Siegfried y dijo que estaba a sus órdenes.

– Le agradecería que se ocupara de esos soldados borrachos -dijo Siegfried con voz controlada mientras señalaba hacia el puesto de guardia-. El oficial O'Leary lo llevará junto a otro grupo que está en idénticas condiciones. Y ordene que uno de esos coches con soldados nos siga. Puede que tengan que usar sus armas.

– -

Kevin hizo una seña a Jack para que disminuyera la velocidad. Jack obedeció y la piragua respondió en el acto. Había entrado en el estrecho canal entre la isla Francesca y la zona continental. Estaba más oscuro que en el resto del trayecto porque los árboles de ambas orillas formaban una bóveda sobre el agua.

Kevin, preocupado por la soga de la balsa de los alimentos, se situó en la proa. Se lo había explicado a Jack para que se mantuviera alerta.

– Es un sitio siniestro -dijo Laurie.

– Qué estridentes son los gritos de los animales -observó Natalie.

– Lo que oís son ranas -explicó Melanie-. Ranas románticas.

– Está aquí delante -dijo Kevin.

Jack apagó el motor y se incorporó para levantarlo del agua.

La piragua pasó por encima de la soga con un ruido seco y un leve crujido.

– Usemos los remos -sugirió Kevin-. Estamos muy cerca y no podemos arriesgarnos a chocar con un tronco en la oscuridad.

La densa vegetación de la derecha parecía alejarse de la costa. Habían llegado al claro de la zona de estacionamiento.

– ¡Oh, no! -gritó Kevin desde la costa-. El puente no está extendido.

– No hay problema -dijo Melanie-. Todavía tengo la llave.