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Cuando llegaron a los campos cenagosos que rodeaban el lago de los Hipopótamos, ya comenzaban a clarear al este del horizonte. Al dejar atrás la oscuridad de la selva, habían creído equivocadamente que lo peor había pasado, pero no fue así. Los hipopótamos estaban pastando y, a la luz tenue del alba, sus siluetas se veían gigantescas.

– Aunque no lo parezca, son muy peligrosos -advirtió Kevin-. Matan a más personas de las que creéis.

El grupo dio un rodeo para esquivar a los hipopótamos, pero cuando se acercaban a los juncos detrás de los cuales esperaban que siguiera escondida la canoa, se vieron obligados a pasar junto a dos ejemplares enormes. Los animales los miraron con expresión soñolienta, hasta que, de improviso, corrieron hacia ellos.

Por fortuna, se dirigieron hacia el lago con una violenta conmoción y gran estruendo. Cada uno de ellos abrió un nuevo y ancho sendero entre los juncos. Por un instante, a todos les dio un vuelco el corazón.

Tardaron unos minutos en recuperarse lo suficiente para poder seguir. El cielo estaba cada vez más claro y sabían que no tenían tiempo que perder. La caminata había llevado más tiempo de lo previsto.

– Gracias a Dios que sigue aquí -dijo Kevin cuando apartó los juncos y vio la pequeña canoa. Hasta la nevera de playa seguía en su sitio.

Pero entonces se planteó otro problema. Pronto decidieron que la embarcación era demasiado pequeña para siete personas. Después de una acalorada discusión, decidieron que Warren y Jack se quedarían en la orilla hasta que Kevin regresara con la canoa.

La espera fue un infierno. A la creciente claridad del cielo, que anunciaba la inminencia del amanecer y la probable aparición de los soldados, se sumaba la preocupación por que la piragua motorizada hubiera desaparecido. Jack y Warren se miraban y consultaban alternativamente sus relojes, mientras espantaban nubes de insaciables insectos. Para colmo, estaban agotados.

Cuando empezaban a temer por la suerte de los demás, Kevin apareció como un espejismo, remando entre los juncos.

Warren y Jack subieron a la canoa.

– ¿La piragua motorizada está bien? -preguntó Jack con inquietud.

– Por lo menos sigue ahí-respondió Kevin-. No he probado el motor.

Retrocedieron entre los juncos y viraron hacia el río Deviso. Por desgracia, se vieron obligados a remar el doble de lo necesario para esquivar a los hipopótamos y los cocodrilos.

Antes de internarse entre la vegetación que ocultaba la embocadura del río, vieron que los soldados entraban en el claro.

– ¿Creéis que nos han visto? -preguntó Jack desde la proa.

– Quién sabe -respuso Kevin.

– Hemos escapado por los pelos -observó Jack.

Para las mujeres, la espera había sido tan angustiosa como para Jack y Warren. Cuando la pequeña canoa se acercó a la piragua, lloraron lágrimas de alivio.

La última preocupación era el motor fuera borda. Jack se ocupó de él, pues había tenido experiencia con ellos en su adolescencia. Mientras lo examinaba, los demás remaron para conducir la canoa río adentro.

Jack bombeó la gasolina y pronunció una pequeña plegaria antes de tirar de la cuerda.

El motor emitió unos cuantos sonidos ahogados y se encendió, rompiendo la quietud del alba. Jack miró a Laurie y le sonrió. Luego aumentó la velocidad y viró hacia el sur, donde Gabón se veía como una línea verde en el horizonte.

EPILOGO

18 de marzo de 1997, 15.45 horas.

Nueva York

Lou Soldano consultó su reloj de pulsera mientras enseñaba su chapa de policía para entrar en la zona de aduanas de la terminal de llegadas del aeropuerto Kennedy. Había encontrado más tránsito del previsto en su viaje hacia allí, pero esperaba no llegar demasiado tarde para recibir a los viajeros.

Se acercó a uno de los mozos del aeropuerto y preguntó en qué cinta transportadora estaba el equipaje del último vuelo de Air France.

– Al fondo, amigo, en la última de todas -respondió el mozo señalando.

"No podía ser de otra manera", pensó Lou mientras echaba a correr. A pocos metros de distancia se detuvo y, por enésima vez, se prometió dejar de fumar.

Le resultó fácil localizar la cinta transportadora, pues el nombre de Air France estaba escrito en mayúsculas en el monitor correspondiente. Alrededor se congregaba una multitud. Lou ya había dado media vuelta a la cinta cuando localizó al grupo. Aunque estaban de espaldas a él, reconoció de inmediato el cabello de Laurie.

Se abrió paso entre varios pasajeros y pellizcó el brazo de Laurie. Esta se volvió, indignada, pero enseguida reconoció a Lou y lo abrazó con tanta fuerza que el detective se puso como un tomate.

– Está bien, está bien -consiguió articular Lou y rió.

Laurie lo soltó para dejarle estrechar las manos de Jack y de Warren. Lou saludó a Natalie con un afectuoso pellizco en la mejilla.

– ¿Qué tal el viaje? -preguntó Lou, incapaz de disimular su curiosidad.

Jack se encogió de hombros y miró a Laurie.

– No ha estado mal -dijo con aire evasivo.

– Sí, fue bastante bien -asintió ella-. El único problema es que no pasó nada.

– ¿De verás? -preguntó Lou-. Me sorprende. Ya sabéis, en un sitio como Africa… No he estado allí, pero me han contado muchas cosas.

– ¿Qué te han contado? -preguntó Warren.

– Bueno, que hay un montón de animales.

– ¿En serio? -dijo Natalie.

Lou se encogió de hombros con timidez.

– Pues sí, animales y el virus del Ebola. Pero, como ya he dicho, nunca he estado allí.

Jack rió y los demás lo imitaron.

– ¿Qué pasa? -preguntó Lou-. ¿Me estáis tomando el pelo?

– Me temo que sí -respondió Laurie-. Ha sido un viaje fabuloso. La primera parte fue algo peligrosa, pero sobrevivimos, y la llegada a Gabón fue una auténtica fiesta.

– ¿Visteis muchos animales? -preguntó Lou.

– Más de los que imaginas -respondió Laurie.

– ¿Lo veis? Es lo que dice todo el mundo. Puede que algún día me dé una vuelta por allí.

Cuando apareció el equipaje, lo cargaron sobre los hombros. Pasaron rápidamente por aduanas y salieron de la terminal. El coche sin identificación oficial de Lou aguardaba en la puerta.

– Es una de las pocas ventajas del oficio -observó Lou.

Pusieron los bultos en el maletero y subieron al coche.

Laurie se sentó junto a Lou. Poco después de salir del aeropuerto, se encontraron en medio de un atasco de tráfico.

– ¿Y cómo te ha ido a ti? -preguntó Laurie-. ¿Has hecho algún progreso en la investigación?

– Temía que no fueras a preguntarlo nunca -dijo Lou-.

Las cosas han salido de maravilla. La funeraria Spoletto fue como una mina de oro. Ahora mismo, tenemos una larga cola de mafiosos dispuestos a hacer tratos con nosotros a cambio de información. Hasta he conseguido que procesen a Vinnie Dominick.

– ¡Estupendo! -exclamó ella-. ¿Y qué me dices de ese cerdo de Angelo Facciolo?

– Sigue encerrado. Lo han acusado de robar el cadáver de Franconi. No es mucho, pero recordad que a Capone le echaron el guante por evadir impuestos.

– ¿Y qué pasó con el infiltrado del Instituto Forense? -preguntó Laurie.

– Hemos desvelado el misterio. De hecho, gracias a él conseguimos empapelar a Angelo. Vinnie Amendola ha aceptado testificar.

– ¡Entonces era Vinnie! -exclamó Laurie con una mezcla de furia y tristeza.

– Por eso últimamente se comportaba de una forma tan extraña -dijo Jack en el asiento trasero.

– Sólo surgió un imprevisto -dijo Lou-. Nos pilló por sorpresa la intervención de otra persona, que al parecer se encuentra fuera del país. Cuando regrese, lo arrestarán por el asesinato de una adolescente de Nueva Jersey, llamada Cindy Carlson. Creemos que Franco Ponti y Angelo Facciolo fueron los autores materiales, pero obraron siguiendo órdenes de ese tipo. Se trata del doctor Raymond Lyons.

¿Habéis oído hablar de él?

– No -respondió Jack.

– Yo tampoco -dijo Laurie.

– Bien, tenía algo que ver con el asunto de los trasplantes que estabais investigando -explicó Lou-. Pero ya hablaremos de eso más tarde. Ahora quiero que me lo contéis todo sobre la primera parte del viaje; la peligrosa.

– Para eso tendrás que invitarnos a cenar-dijo Laurie-. Es una larga historia.

***