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Poco a poco se fue tornando rojo y, por fin, sobre su superficie no había ya pequeñas gotas de sangre, sino torrentes enteros que comenzaron a chorrear enrojeciéndolo todo.

Antes de que se adueñara de mí el sueño, con el hueso del gallo en la mano, vi una vez más los fuegos que ardían y llameaban en él y después, entre el humo, oí los primeros tambores que llamaban al combate.

Lo supe de inmediato, en cuanto entré en el patio. Margarita se había ido. No pregunté qué había sucedido, ni cómo había sucedido. El camino estaba desierto y los árboles del patio se iban quedando desnudos, has hojas revoloteaban con parsimonia sobre el cobertizo de los gitanos. Estaba un poco triste.

Pronto empezarían las verdaderas lluvias del otoño. Los árboles quedarían completamente desnudos y el viento aullaría a través de las rendijas. Aparecerían goteras en el techo justo bajo los lugares donde yo había pisado durante el verano, mientras el tabaco, las cerillas y el libro escrito en turco terminarían pudriéndose en la vieja buhardilla.

Susana vagaría de un lado a otro, leve y transparente, sin poder enterarse nunca de lo que le sucedió a un hombre llamado Macbeth, allá en la lejana Escocia. Si la próxima vez que fuera allí me dijeran que se había marchado junto con las cigüeñas, no me extrañaría lo más mínimo.

Durante las noches de invierno las hordas de ratones harían estragos sobre los techos. ¡Lucha, Gengis Khan! ¡Devástalo todo a tu paso! Más abajo de Asia ya no duerme nadie. Desierto. Desierto.

FRAGMENTO DE CRÓNICA

… su declaración. Durante la campaña de Polonia no lancé ningún ataque nocturno, dice Adolf Hitler. Bombardeé de día. Lo mismo hice en Noruega, en Bélgica y en Francia. De pronto, el señor Churchill bombardea Alemania durante la noche. Vosotros conocéis, camaradas, mi paciencia. Esperé ocho días. Volvió a bombardear y pensé: este hombre está loco. Esperé dos semanas. Mucha gente venía y me decía: Mein Führer, ¿cuánto vamos a esperar aún? Entonces di la orden: bombardear Inglaterra durante la noche. Tribunales. Audiencia. Propiedad. Sesión 127 del proceso. Los Angoni contra los Karllashe. El cronista Xivo Gavo, quien ha descubierto la vieja crónica familiar de los Angoni, rehusa utilizarla para el esclarecimiento del litigio sobre los antiguos títulos de propiedad. El inventor de nuestra ciudad, Dino Chicho, se dispone a emprender un viaje a Hamburgo. Aprovechamos la ocasión para repudiar con desprecio el artículo de un periodista de Tirana titulado: «En vísperas de la guerra mundial, un loco intenta fabricar un invento para defender su ciudad». Ayer, nuestro conciudadano T.V. tomó treinta cafés. Ordeno el oscurecimiento obligatorio de la ciudad. El comandante de la guarnición, Bruno Arcivocale. Nacimientos, matrimonios, defunciones. Dh. Ka

VI

Regresaba de casa del babazoti. Me había quedado más tiempo de lo acostumbrado, pues era la última vez que iría ese año. Durante el invierno no iba casi nadie a casa del abuelo, pues la estación era muy cruda allí arriba y el viento cortaba dondequiera que soplara. Sólo papá se atrevía a cruzar aquel desierto para pedir dinero prestado.

Nada más entrar en casa, noté que algo había cambiado. Mamá y la abuela remendaban unas mantas viejas. Las ayudaba la nuera de Nazo.

– ¿Qué hacéis? -les pregunté.

– Es para tapar las ventanas por la noche -respondió la abuela-. Lo ha ordenado el gobierno.

– ¿Y por qué?

– Puede haber bombardeos. ¿No han avisado allá arriba?

Me encogí de hombros.

– Yo no sé nada.

– Van avisando casa por casa -insistió la abuela.

Resonó la puerta con estrépito.

– Xexo -dijo mamá.

Xexo subió la escalera.

– ¿Cómo estáis, queridas? -dijo jadeante-. ¿Haciendo cortinas? ¡Ay, qué desastre! ¡Ay, qué catástrofe! ¡Qué cosas tienen que ver nuestros ojos! ¡Qué cosas están viendo! ¡Enterrarse la gente entre trapos como en una tumba! Harilla Lluka ha salido de buena mañana llamando de puerta en puerta. Oscuridad, dice, que se haga la oscuridad.

– Oscuridad obligatoria -dijo la nuera de Nazo sin alzar los ojos de las mantas-. Así la llaman.

– Así se queden ciegos -dijo Xexo-. Que les llegue a todos el castigo de Vehip el Ciego.

No entendí a quiénes maldecía Xexo ni por qué.

Resonó nuevamente la puerta. Eran doña Pino y Nazo.

– ¿Os habéis enterado? -dijo la primera-. Dicen que también van a cegar las chimeneas. ¡Es la hecatombe!

– ¡Que lo tapen todo! -gritó Xexo-. Deja que tapen las chimeneas y que tapien las puertas; que tapen hasta los retretes, si quieren. Este mundo ya es una ruina, querida Pino. Se lo lleva el río.

– Una ruina -repitió doña Pino-. Apenas se celebra una boda a la semana. ¡Es la hecatombe!

– Echan las vacas de los prados, los cubren de cemento, ¿se puede aguantar todo esto, Selfixe querida? Y dicen que ha aparecido un tal Isuf, uno de barba roja, un tal Isuf Stalin, que los hará picadillo a todos.

– ¿Es musulmán ése? -preguntó Nazo.

Xexo calló por un instante.

– Musulmán -dijo después con firmeza.

– Estupendo -le respondió Nazo.

La conversación se sosegaba. Mientras Nazo charlaba con la abuela, Xexo dijo algo al oído a la joven esposa de Maksut, que respondió negativamente con la cabeza, sin levantar un instante los ojos de la manta. Xexo se golpeó la cara.

La conversación acabó apaciguándose. Hablaban ahora de dos en dos con voz monótona, a excepción de doña Pino y de la nuera de Nazo. Continuaron así largo rato.

– ¡Es la hecatombe! -dijo por centésima vez doña Pino, esta vez sin razón alguna y sin dirigirse a nadie. Seguidamente se levantó y se fue. Nazo y su nuera se fueron tras ella.

No resultaba difícil comprender que el barrio estaba inquieto. El abrir y cerrar de los postigos, el repiqueteo de las puertas, el silbido incesante del viento seco y hasta el modo en que las mujeres colgaban las sábanas en los tendederos expresaban el desasosiego general.

La gente no lograba acostumbrarse al enmascaramiento de la luz. A algunos les parecía ridículo; a la mayoría, carente de sentido; al resto, un mal agüero. La tercera noche, Bido Sherif arrancó la cortina encubridora, pero no había transcurrido mucho tiempo cuando desde la calle retumbó una voz brutal, cortante:

– Spegni la luce!

Dos noches más tarde, cuando la ametralladora del puesto de observación disparó sobre la casa del cronista Xivo Gavo, cuya lámpara de petróleo era la última de la ciudad en apagarse, todos comprendieron que con el oscuramento no valían bromas. Una mirada salvaje vigilaba cada noche desde todos los rincones y en todas direcciones. Jamás se le escapaba una luz. Sumisa, la ciudad acató la oscuridad y ahora, en cuanto caía la noche, se hundía lentamente en las tinieblas. Las calles y los tejados se balanceaban en el aire, como aturdidos, para luego hundirse en la noche. Las chimeneas, los minaretes, todo se desvanecía. Oscuramento.

La construcción del aeropuerto era también tema diario de conversación. La palabra «aeropuerto», machacada sin compasión por las bocas desdentadas de todas las viejas de la ciudad, surgía de entre aquellos fragmentos tan mutilada que apenas se la reconocía; y sin embargo, aquellas erres, pes y tes (granos de arena empapados de saliva) enlazadas del modo más ridículo unas con otras poseían una fuerza de conmoción extraordinaria.

En la llanura, que ya todo el mundo llamaba «el campo del aeropuerto», el trabajo proseguía día y noche. Miles de soldados y cientos de camiones bullían allí constantemente, empeñados en hacer algo que, desde lejos, parecía nimio. El ruido de las hormigoneras y las apisonadoras invadía continuamente la ciudad.