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Justo en ese tiempo se produjeron varios robos. Beneficiándose de la oscuridad impuesta, los ladrones levantaban los tejados y entraban en las casas (en nuestra ciudad, la mayor parte de los robos se hacía a través de los tejados).

Inmediatamente después de los primeros robos, pasó sobre la ciudad el primer avión desconocido. Volaba a gran altura y nadie lo hubiera percibido a no ser porque emitía, desde más allá de las nubes, un sonido ronco, extraño a nuestros oídos, que llegaba en oleadas, parecido a una sucesión infinita de truenos. Dejó a su paso una especie de estupor suspendido de las nubes que planeó sobre nuestras cabezas.

En días sucesivos pasaron otros aviones, casi siempre solitarios y a una altura extraordinaria, como si pretendieran demostrar que no tenían nada que ver con nuestra ciudad. ¿Quiénes eran? ¿De dónde venían? ¿Adonde se dirigían? ¿Por qué? El cielo era del todo inexcrutable y displicente.

Quizá los robos a través de los tejados habrían aumentado si de pronto no hubiera hecho aparición un nuevo monstruo: el proyector. Se había acercado a la ciudad en completo silencio y nadie supo una palabra, no ya de su proximidad, sino de su sola existencia, hasta el instante en que su único ojo, como el de un cíclope, se encendió una noche de octubre en la ladera de Zalli. Un largo brazo de luz se extendió de pronto, como un reptil transparente, en busca de la ciudad. En el abismo de tinieblas parecía débil, pero en cuanto rozó los primeros tejados se condensó y con una claridad implacable comenzó a deslizarse sobre las fachadas empalidecidas de terror.

La operación se repitió sin falta a partir de entonces. Cada noche, la luz del proyector salía en busca de la ciudad y nada más encontrarla se aferraba a ella. Era una bestia marina y gelatinosa que se deslizaba sobre los barrios, cambiando continuamente de forma, adaptándose a los contornos de las casas o de las calles sobre las que se cernía.

Fue entonces cuando se redoblaron las visitas de las viejas comadres, lo cual era de esperar. Al contrario que las viejas de la vida, las comadres salían constantemente de sus casas, sobre todo durante períodos turbulentos. Las viejas comadres se diferenciaban en muchas otras cosas de las viejas de la vida. Las primeras se quejaban de sus nueras, mientras que las nueras de las segundas llevaban ya largo tiempo muertas. Las viejas comadres se quejaban asimismo del reuma, de la artritis y de otras enfermedades anodinas, mientras que las viejas de la vida no conocían más que la solemne enfermedad de la ceguera, de la que no se lamentaban jamás. No podían compararse en ningún aspecto las viejas comadres con las viejas de la vida.

Como habitualmente sucedía tras acontecimientos semejantes, las viejas comadres volvieron a llenar las calles y callejas. Por el camino de la fortaleza y en el viejo mercado, en Palorto Alto y en Palorto Bajo, en la plaza del centro, sobre el Puente de las Disputas, en los empedrados que rodeaban el matadero, caminaban incansables bajo las gotas escasas de lluvia, cubiertas con velos negros; bajaban a Varosh, subían a Dunavat, desfallecidas y cargadas de toses y de noticias.

Un viento frío y seco soplaba sin descanso desde las cumbres del norte. Escuchaba su aullido quedo y me venía a la cabeza la expresión «las palabras, se las lleva el viento», que había oído por la mañana. Últimamente me sucedía algo desconcertante. Palabras y frases que había oído cientos de veces comenzaron de pronto a adquirir un nuevo sentido. Las palabras se liberaban de su significado cotidiano. Las frases compuestas de dos o tres palabras se descomponían de modo torturante. Si oía decir: «me hierve la cabeza», mi mente, contra mi propia voluntad, se representaba de inmediato una cabeza cociéndose en una cazuela con judías. Las palabras poseían una energía determinada en su estado sólido, normal. Y ahora, cuando comenzaron a derretirse, a descomponerse, emitían una energía terrible. Me aterraba su proceso de descomposición. Trataba por todos los medios de impedirlo, pero me resultaba imposible. En mi cabeza reinaba un caos completo y las palabras bailaban una danza temerosa, lejos de toda lógica o realidad. Me mortificaban en particular expresiones como «sorberse el seso». A la tortura de imaginar a un hombre sosteniendo su propia cabeza entre las manos y devorando su interior, se sumaba la imposibilidad de concebir que alguien pudiera comerse su cabeza, cuando es de todos sabido que se come con la boca y la boca se encuentra irremisiblemente en la propia cabeza, en la misma condenada cabeza.

El lenguaje cotidiano, equilibrado y seguro hasta entonces, estaba de pronto convulsionado por la acción de un terremoto. Todo se derrumbaba, se quebraba, se fragmentaba.

Había penetrado en el reino de las palabras. Era una tiranía implacable. El mundo se llenó de gente que en lugar de cabeza tenía calabaza; otras cabezas daban vueltas en torno a sus soles; los ojos estallaban como cartuchos; a algunos se les congelaba la sangre como los helados; otros vagaban con la lengua seca y amojamada; otros tenían además manos metálicas (de oro o de plata); aquí y allá aparecía un pedazo de carne con ojos; la misma ciudad era presa de la fiebre (había presenciado cómo temblaban los cristales; incluso había visto su sudor color ceniza); alguien caminaba con las raíces arrancadas; otros, como enajenados, se hacían preguntas sin sentido: «¿Dónde tienes las orejas? ¿Dónde tienes los ojos?»; alguien intentaba comerse al vecino, pero no con los dientes, sino con los ojos; pintores desconocidos pintaban de negro la puerta de alguna casa o el destino de alguna muchacha (¿de dónde salían esos pintores, por qué lo hacían y por qué la gente le concedía tanta importancia al color negro o blanco de que estaba pintado su destino?); y por fin un buen día alguien aparecía traspasado por el amor como por una flecha lanzada por los indios del cine. El mundo se desmigaba ante mis ojos. Sin duda, en ese desmigamiento pensaba doña Pino cuando repetía la palabra «hecatombe».

Era uno de aquellos días en que el poder de las palabras llegaba a su apogeo. Observaba los tejados inclinados, esforzándome por comprender cómo podía traspasarle a uno el amor. ¿Dónde estaba? ¿De dónde salía antes de lanzarse para atravesar los corazones de los hombres? ¿Por qué no les hacía sangrar ni les producía heridas, cosa que con toda facilidad les habría causado el punzón más común? ¿Por qué sin embargo la gente se quejaba tanto de él, sobre todo cuando elegía sus víctimas entre las muchachas?

Unos golpes salvadores sobre la puerta resonaron en toda la casa. Era la llamada familiar de Xexo. El modo en que golpeaba y los intervalos muy cortos entre cada golpe daban a entender que había sucedido algo extraordinario. Con el susto en el rostro, mamá corrió a abrir la puerta, mientras la abuela esperaba en pie en lo alto de la escalera. Poco después descendió también ella. Los pisos superiores de la casa quedaron en silencio. Allá abajo estaba sucediendo algo. La puerta se abrió de nuevo. Entró alguien. Alguien salió. Después volvió a entrar alguien más. Las voces de las mujeres llegaban amortiguadas. Comencé a bajar los peldaños con cautela para no llamar la atención. Allá abajo sucedía algo verdaderamente serio. La puerta volvió a sonar. Las palabras llegaban de abajo mezcladas en un murmullo común. Se fundían como la niebla. Bajé. Mamá notó mi presencia. Estaban en pie, apoyadas en la barandilla, junto a la boca del aljibe, al fondo de la escalera. Además de Xexo, habían venido Nazo y su nuera, doña Pino, la mujer de Bido Sherif y otra vecina más. La turbación de sus ojos, el modo en que se había ladeado el gorro en la cabeza de Xexo, descubriendo un mechón de pelo descolorido, y las marcas de los pellizcos en sus mejillas producidos por la indignación evidenciaban que había ocurrido algo irreparable. Hablaban prácticamente todas a la vez. Desde luego, había sucedido algo monstruoso, pero resultaba absolutamente imposible saber qué. No se trataba de muerte ni de locura. Era aún peor. Xexo permanecía en medio de todas y su resuello áspero, como un fuelle de curtidor, sembraba en torno el terror.