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Estuve largo rato escuchando, pero no logré entender nada. Hablaban de cierta casa. Los italianos habían abierto un establecimiento. Dicha casa tenía un nombre sencillo, algo parecido a la biblioteca pública de la ciudad. Y sin embargo a ellas las aterraba. La maldecían. Había oído hablar de casas de caramelo, en las que vivían hermosas jóvenes. Esa casa debía de ser de veneno, pues poseía el poder de envenenar a toda una ciudad.

– Un hombre de cada familia -dijo Xexo con voz alterada-. Eso han dicho. Si no va cada uno por las buenas, lo llevarán a la fuerza. Un varón de cada familia.

Las mujeres se pellizcaron de nuevo las mejillas. Tan sólo la nuera de Nazo permaneció indiferente. En su agitación continua, los ojos turbios de Xexo toparon conmigo.

– Pobre, ¿no pensarás ir tú por casualidad, verdad? -dijo gritando.

– ¡No seas tonta! -le dijo la abuela-. Deja en paz al chico.

– Es la hecatombe -dijo doña Pino, sin duda por milésima vez.

– ¿Va a entrar en razón alguna vez esa gente o no? -gritó Xexo dirigiéndose a la abuela, como si fuera la representante de la ciudad.

En ese momento, alguien volvió a llamar a la puerta. Era la tía Xemo.

– ¿Qué os pasa, queridas, qué os pasa? -dijo nada más entrar en el corredor.

La tía Xemo venía raramente a casa de visita: dos o tres veces al año a lo sumo. Era alta, esbelta y parecía toda huesos. Era famosa en nuestra familia a causa de su manía por la limpieza. La tía Xemo no comía nada que hubiera tocado mano ajena. El pan, los guisos, el café, el té: todo lo hacía con sus propias manos. La cuchara, el plato, la taza, el cacillo del café, los guardaba aparte en su casa. Cuando iba de visita, envolvía el pan en un pañuelo limpio y en otro el cacillo, la taza, la cuchara y el vaso y se los llevaba consigo. Todos conocían la manía de la tía Xemo y nadie se ofendía cuando colocaba en la mesa común su propio y sencillo alimento.

La tía Xemo escuchó en silencio las explicaciones de las mujeres sobre aquel extraño establecimiento.

– ¡Maldita sea su estampa! -dijo por fin-; ya dije yo que sucedería. Dije que terminarían abriéndolo, ese… como lo llaman, el comedor colectivo.

Hacía tiempo que a la tía Xemo la inquietaba la creación de comedores colectivos. Para ella no existía una desgracia mayor.

– ¿Y por qué os preocupáis? -gritó-. Que se inquiete ésa, que su marido es joven -la tía Xemo señaló a la nuera de Nazo-, pase, ¿pero vosotras? ¡Sois tontas!

La nuera de Nazo comenzó a sonreír y después, ante la sorpresa de todas, se tapó la boca con la mano y rompió a reír. Nazo le dio un codazo en la cadera.

Las mujeres se dispersaron. La abuela y la tía Xemo ascendieron con parsimonia la escalera de madera, hasta la segunda planta.

– ¡Qué han de escuchar nuestros oídos, querida Selfixe! -dijo la tía Xemo.

– Ahí tienes, en cuanto te ponen el pie encima, eso es lo que hacen siempre los extranjeros. ¿No lo ves? Las mujeres no se atreven a asomarse a las ventanas porque los italianos sacan espejos del bolsillo y les hacen señas con el sol.

– Desde el día en que llegaron, se vio que eran unos golfos -dijo la tía Xemo-. He visto muchos ejércitos, pero nunca hubiera creído que los soldados pudieran oler a lavanda.

– Si sólo fuera eso, pase, pero lo que están haciendo allí -la abuela dirigió los ojos al campo del aeropuerto- no me gusta nada.

La otra suspiró.

– La guerra se nos viene encima, querida Selfixe.

Entretanto, desde las ventanas, las mujeres continuaban su charla sobre aquella nueva casa que tenía el epíteto extraño de «casa pública». Sobre su tejado caían todos los rayos del cielo; el fuego la abrasaba cientos de veces al día; cientos de veces quedaba reducida a ruinas y, al parecer, otras tantas se alzaba sobre sus propias cenizas, pues las maldiciones no cesaban. Una nueva ofensiva de las viejas comadres volvió a ocupar las calles y callejas. El viento del norte soplaba constantemente. Agitaba los gorros negros de las comadres y les arrancaba una pequeña lágrima que se mecía en la comisura de sus ojos, como un adorno cristalino. Las viejas caminaban sin descanso.

La ciudad se encontraba en un estado verdaderamente febril. No era difícil percibir sus sudores. Los cristales vibraban continuamente. Los hogares gemían. El proyector encendía por las noches su único ojo. Era el cíclope Polifemo. Soñé que caminaba hacia él con una tea encendida en la mano. Iba a abrasarle aquel ojo terrible. Imaginé que los alaridos del proyector cegado inundaban la noche.

El tiempo estaba revuelto y todo era inestable. Me acordaba del terreno cambiante que rodeaba la casa del abuelo. Al parecer, la tierra comenzaría pronto a moverse también en torno a nuestra casa. Todo el mundo predecía poco más o menos eso.

Ilir bajaba corriendo por el Callejón de los Locos.

– ¿Sabes? -me dijo al entrar-. El mundo es redondo, como una sandía. Lo he visto en casa. Lo ha traído Isa. Es redondo, completamente redondo, y se mueve constantemente.

Necesitó un buen rato para explicarme lo que había visto.

– ¿Y por qué no se caen? -le pregunté cuando me dijo que debajo de nosotros había otras ciudades llenas de casas y de gente.

– No lo sé -dijo-. Olvidé preguntárselo a Isa. El y Javer estaban en casa mirando el mundo redondo. Javer lo empujó una vez con el dedo y dijo: «Pronto se convertirá en un matadero».

– ¿En un matadero?

– Sí. Eso dijo. El mundo se inundará de sangre. Eso dijo.

– ¿Y de dónde va a salir la sangre? Los campos y las montañas no tienen sangre.

– A lo mejor tienen. Si ellos lo dicen, por algo será. Cuando Javer dijo que el mundo se va a convertir en un matadero, yo le conté que habíamos estado en el matadero de la ciudad y habíamos visto cómo mataban las ovejas. Se rió y me dijo: «Pues ya verás cuando lleven los Estados al matadero».

– ¿Los Estados? ¿Los que aparecen en los sellos de correos?

– Sí, eso es.

– ¿Y quién los va a degollar?

Ilir se encogió de hombros. -No se lo pregunté.

Pensé en el matadero. Hablando del aeropuerto, Xexo había dicho un día que los campos y la hierba se cubrirían de cemento, de cemento mojado, resbaladizo. Una manguera regaría la ciudad y los Estados, para limpiar la sangre. Quizás eso fuera el comienzo de la carnicería. Lo que se me hacía más difícil era imaginar cómo llevarían los Estados al matadero y cómo serían sus balidos. Aldeanos con pellizas negras, matarifes de blanco. Carneros, ovejas, corderos. Los que miran. Los que esperan. Ha llegado la hora. Francia. Noruega. El patio ensangrentado. Los balidos de Holanda. Luxemburgo como un cordero. Rusia con grandes esquilones. Italia (no sé por qué) como una cabra. Un mugido aislado; ¿de quién?

– Y de esa casa, ¿has oído hablar? -me preguntó Ilir.

– He oído que es mala, muy mala.

– ¿Sabes? Dicen que hay muchas mujeres guapas allí.

– ¿De verdad? Xexo dice que son mujeres malas.

– Pero son guapas.

– ¿Guapas? ¡Qué tonto!

– Tonto, serás tú.

Nos quedamos un momento sin hablar.

Entretanto, la casa de prostitución continuaba trastornándolo todo. Xexo entraba y salía de nuestra casa trayendo noticias a cual más increíble. El viento no cesaba. No se recordaba un viento así desde hacía décadas. Decían que el viejo Xivo Gavo había anotado este hecho en su crónica.

Por aquellos días se realizó la primera prueba con la sirena de alarma antiaérea. Era la hora de comer cuando empezó a oírse un lamento que ponía la carne de gallina.

– La suegra de Bido Sherif -dijo la abuela-. Así es como grita ella.

Mamá y papá se asomaron a la ventana. El alarido proseguía, pero se trataba de un grito que no era humano. Llegaba a intervalos; había un momento en que parecía extinguirse, pero justo entonces perforaba el cielo con fuerza renovada. Ni cien suegras de Bido Sherif hubieran podido emitir un lamento así.