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No me afectaba mucho la indiferencia de los mayores. Pero permanecía en el umbral de la puerta y esperaba con impaciencia que pasara Ilir, con el que me había peleado recientemente discutiendo quién tenía la casa más sólida. Ilir y yo establecíamos con frecuencia competencias semejantes. Poco tiempo atrás habíamos disputado largamente sin llegar a ponernos de acuerdo respecto a qué distancia podía tirar el rey una piedra. Yo decía que el rey podía hacerla llegar hasta la cuesta de la Santísima Trinidad, mientras Ilir insistía en que no llegaría más allá de la cuesta de Zalli. Como mucho, decía, hasta el puente del río, pero más allá, de ninguna de las maneras.

¿Quién sabe lo que hubiera durado esa disputa de no haber surgido el asunto de la casa? Pero con la cuestión de las casas nos peleamos durante más tiempo aún y resultaba del todo impredecible lo que hubiera podido llegar a suceder. Es posible que hubiésemos llegado a insultarnos, a pegarnos después, incluso a apedrearnos, si aquella gente desconocida no hubiera puesto una mañana en nuestra casa el letrero de hojalata con las maravillosas palabras: «Refugio antiaéreo para 90 personas».

Pero Ilir, como si se estuviera vengando, no pasó. Seguro que había oído hablar del letrero y se había ido a su casa a escondidas, dando un rodeo por los callejones.

Después de esperarlo mucho rato en la puerta, me aburrí y me metí dentro. Bajé inmediatamente al sótano y me puse a observar con respeto sus gruesos muros, que no habían sido pintados desde hacía mucho tiempo.

Hasta entonces el sótano había sido una parte sin importancia de la casa. Allí metíamos el carbón, dejábamos enfriar la cal. El sótano era, por decirlo así, una especie de anexo en comparación con la gran sala de la segunda planta. Esta última tenía seis hermosos ventanales, tan altos como papá. Su techo era marrón claro, de madera labrada. A ella se le dedicaban las mayores atenciones. Mamá fregaba y pulía el entarimado hasta que brillaba como un espejo. Los visillos de las ventanas eran blancos, repletos de encajes, y sobre los cojines, alineados en los divanes, se sentaban las viejas que venían de visita, sorbían el café y decían todas aquellas cosas sabias. Era fácil percibir la envidia del resto de las habitaciones, hasta de los pasillos, con respecto a la gran sala. Se la percibía en sus ventanucos, en sus alféizares torcidos y sus puertas estrechas.

Pero todo cambió bruscamente el día en que cayeron las primeras bombas. Con el primer estampido, a la sala grande se le rompieron todos los cristales, de modo que quedó fea y deslucida; sin embargo, el sótano sosegado y complaciente ni siquiera preguntó qué sucedía fuera.

Me daba mucha lástima la sala grande, abandonada por todos. Durante el tiempo que duraba el bombardeo y los gruesos muros del sótano ni siquiera temblaban, me compadecía de la sala grande que trepidaba y se estremecía, sola y abandonada allá arriba. La veía como a una mujer hermosa, aunque asustadiza y nerviosa, mientras que el sótano era una vieja sorda con los huesos duros. En cuanto la sala grande perdió su preeminencia, el sótano pasó a ser la pieza más honrada. Como si nuestra casa se hubiera vuelto del revés.

Desde la ventana de la sala grande, abandonada ahora de modo definitivo, miraba las otras casas, con sus tejados abiertos a la fina lluvia de otoño. Pensaba que sin duda, tras el primer bombardeo, en todas las casas se había producido el mismo cataclismo que en la nuestra. Quizá los sótanos y las bodegas húmedas de la ciudad llevaban largo tiempo esperando ese día. Quizás ellos tenían la certeza de que vendría el tiempo de su dominio.

Había llegado una época difícil para los segundos pisos de la ciudad. Durante su construcción, la madera se había encaramado con astucia hasta lo alto, dejando para la piedra los cimientos, los sótanos y los aljibes. Allí, en la penumbra, la piedra debía combatir la humedad y las aguas subterráneas, mientras que la madera embellecía la planta superior, labrada y pulida con esmero. La segunda planta era leve, casi irreal. Era el sueño de la ciudad, su capricho, el vuelo de su fantasía. Y no obstante, a esta fantasía se le pusieron límites. La ciudad parecía haberse arrepentido de conceder plena libertad a las segundas plantas y se había apresurado a enmendar el error. Así es como las había cubierto de tejados pétreos, corroborando una vez más que aquél era el reino de la piedra.

De cualquier modo, a mí me gustaba aquella nueva época de sótanos y bodegas. Colgaban ahora por toda la ciudad carteles de hojalata con la inscripción: «Refugio antiaéreo para 15 personas», o «para 22 personas», o «para 35 personas». Las leyendas «Refugio antiaéreo para 90 personas» eran muy pocas. Me sentía orgulloso de mi casa, que quedó de ese modo transformada en el centro del barrio. Había gran animación. Dejábamos los dos batientes del portón abiertos para que la gente pudiera correr al interior cuando sonara la sirena de alarma. Había quienes llegaban antes de tiempo y permanecían horas enteras en el amplio porche, junto a la primera entrada del sótano. Allí comían, fumaban y charlaban.

La bodega se hundía muy profundamente en el subsuelo. Un grueso muro la separaba del aljibe, una de cuyas partes quedaba debajo de ella. La enorme bodega disponía tan sólo de una tronera estrecha que se abría en los cimientos de la casa. El ambiente estaba allí entonces muy cargado.

Nuestra casa se había convertido en un verdadero mercado y todos los días sucedía algo: uno se rompía la pierna mientras bajaba apresuradamente por la angosta escalera; otro se peleaba por su asiento; un tercero pretendía fumar, aunque no se lo permitían los demás, pues había enfermos. Sobre todo se peleaban por el espacio. Traían consigo mantas, cobertores, incluso almohadones, y continuamente se arrebujaban unos contra otros.

– ¿Es posible que haya llegado el día en que tengamos que escondernos bajo tierra? -decía Bido Sherif.

– Vamos a tener que hacer muchas otras cosas por culpa de estos perros italianos -decía Mane Voco.

– Calla, baja la voz, no vaya a haber algún chivato.

– También esos ingleses, en lugar de tirar las bombas sobre los cuarteles de los italianos o sobre el aeropuerto, las lanzan sobre la ciudad…

– ¡Ah, ya lo dije yo! Ha sido ese demonio de aeropuerto el que nos ha traído los bombardeos.

– Calla, baja la voz.

– Oye, no me fastidies: me he pasado la vida bajando la voz -decía Bido Sherif.

Además de los vecinos de siempre, venían a la bodega toda clase de personas. Había entre ellos algunos a quienes veía por primera vez, o a quienes nunca había visto tan de cerca. Qani Kekez, bajito, con el rostro encarnado, movía sus ojos turbios a un lado y a otro, como si buscara algún gato. Las mujeres le tenían miedo, sobre todo doña Pino. La señora Majnur, de la acaudalada familia de Kavov, bajaba las escaleras tapándose las narices con los dedos. Dos meses atrás había visto a un aldeano que descargaba la mula a la puerta de su casa. El campesino chorreaba barro (parece que se había caído, junto con la mula, en algún barrizal) y su cara y sus manos parecían de tierra. La señora Majnur, desde la ventana, se quejaba a alguien: «Sólo éste me da un buen beneficio, querida. Te juro que todos los demás Kichos han empezado a engañarme. Voy a acudir a la gendarmería. Mañana mismo iré.» Se me quedó grabado en la memoria aquel aldeano embarrado. No podía mirar a la señora Majnur sin acordarme de él.

Sorprendentemente, Xexo había desaparecido. Sucedía una y otra vez: Xexo se esfumaba de pronto. Nadie se inquietaba por su desaparición, ni nadie se sorprendía cuando aparecía de nuevo.

A veces acudían a nuestra bodega personas insólitas: transeúntes a los que el bombardeo sorprendía en la calle o personas que estaban de visita en alguna casa del barrio. De este modo se presentó una vez, junto con su mujer, el viejo artillero Avdo Babaramo. Se instaló juntó a los viejos que hablaban sin cesar de los acontecimientos del mundo. Eran conversaciones interminables en las que salían a colación toda clase de nombres de Estados, reinos y gobernantes. Con frecuencia hablaban de Albania. Escuchando con curiosidad, me devanaba los sesos tratando de imaginar cómo era en verdad aquella Albania. ¿Sería Albania todo lo que yo veía a mi alrededor: los patios, el pan, las nubes, las palabras, la voz de Xexo, los ojos, el aburrimiento, o tan sólo una parte de todo eso?