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– Una vez me preguntó un derviche en Izmit: «¿A quién quieres más, a tu familia o a Albania?» -dijo el artillero Avdo Babaramo-. «A Albania, hombre, maldita sea tu sangre», le dije, «Ni qué decir que a Albania. Una familia se forma fácilmente. Sales una noche del café, encuentras una mujer en la esquina, te la llevas al hotel y ya tienes niño y familia juntos. Pero Albania, ¿acaso puedes hacer Albania en una noche, al salir del café? Dímelo tú ¿puedes hacerlo? No, Albania no se hace; no en una noche; ni siquiera en mil y una noches eres capaz de hacerla».

– ¿Será posible? -dijo su mujer-. Estás chocho perdido. Cada día que pasa te vas más de la lengua.

– ¡Oh, déjame en paz! -le dijo Avdo Babaramo-; ¿Qué vais a saber vosotras qué es Albania?

– Albania, un asunto complicado, señor mío -dijo otro viejo.

– Complicado. Tú lo has dicho.

Habitualmente, estas conversaciones eran interrumpidas por la sirena de alarma. La gente bajaba precipitadamente a la cueva. La última en hacerlo era siempre la abuela. Los escalones crujían lastimeramente bajo sus pies. ¡Deprisa, abuela, deprisa! Pero ella jamás se apresuraba. Siempre encontraba algún pretexto para retrasarse. Sucedía a veces que aún se encontraba en los primeros peldaños cuando atronaban las primeras bombas. Y cuando el estallido la cogía desprevenida, hacía un gesto como si ahuyentara una mosca pegajosa y, llevándose la mano a la oreja, decía:

– ¡Qué agobio!

Yo observaba a la gente que se abalanzaba por la escalera y esperaba que llegara por fin Checho Kaili con su hija. Pero Checho Kaili, el pelirrojo, no venía. Al parecer prefería permanecer bajo las bombas con tal de que la gente no viera la barba de su hija. Tampoco venía el viejo Xivo Gavo, quien se pasaba día y noche escribiendo sus crónicas. Ni tampoco las viejas de la vida. Sin embargo, Aqif Kaxahu venía con sus dos hijos, la mujer y la hija. Tan alto y gordo era Aqif Kaxahu como frágil era su hija. No hablaba nunca y permanecía en un rincón, pensativa, siempre absorta. Bido Macbeth Sherif clavaba sus ojos en Aqif Kaxahu como si estuviera viendo un fantasma. Su mujer, siempre que descendía con prisas a la bodega, lo hacía sacudiéndose la harina de las manos. La harina, como de costumbre, estaba ensangrentada. El fantasma de Aqif Kaxahu miraba a todos de uno en uno. La bodega estaba repleta.

– ¡Otra vez alarma!

La sirena, al principio despacio, como si despertara del sueño, después con brutalidad creciente, lanzaba su alarido. Entre cada dos alaridos, un valle de silencio. Profundo. A continuación, de nuevo el cénit. Alto, por oleadas. Abismo de silencio. Nuevo alarido. Alarido, alarido. Como una vaina, envolvía un silbido que trataba de perforarla. Silbido. Salvaje. Todo silbidos. Explosiones. Muy cerca. De pronto una mano invisible nos derribó a todos con la contundencia de un rayo y apagó las dos lámparas de petróleo. Se hizo la oscuridad, pero de repente fue rota por un grito. Nadie se movió. Al parecer habíamos muerto.

Silencio. Algo se movió. Después, un ruido semejante al de una cerilla al encenderse. No habíamos muerto. La cerilla. La débil llama y varios fulgores dispersos de luminosidad. La lámpara los fundió después en un solo haz. Todos se movieron. Estaban vivos. Se estaba encendiendo otra lámpara. Pero no. Alguien estaba muerto. Los delgados brazos de la hija de Aqif Kaxahu pendían sin vida. También su cabeza. Sus cabellos castaños pendían lacios, inmóviles.

Aqif Kaxahu profirió finalmente el alarido que yo llevaba tiempo esperando. Pero no fue un grito de dolor, sino algo salvaje. La cabeza de la muchacha se estremeció. Se incorporó lentamente, asustada. Sus brazos colgantes se encogieron. El joven con el que había estado abrazándose y besándose durante el bombardeo también se movió.

– Zorra -gritó Aqif Kaxahu. Su enorme manaza agarró la cabellera de la muchacha y tiró de ella arrastrándola. La chica intentó levantarse, pero volvió a caer. Se la llevó a rastras atravesando la bodega, y sólo al pie de la escalera permitió que se incorporara parcialmente sobre las manos y los pies, aunque sin soltar la presa.

Fuera se oyó de nuevo el silbido de los obuses al caer, pero Aqif Kaxahu no se volvió. Arrastrando a su hija por los pelos, salió a la calle en el instante en que las explosiones lo ensordecían todo. Y se fueron entre las bombas.

El muchacho que había estado besando a la hija de Aqif Kaxahu se había acurrucado en un rincón y observaba a todos con mirada anormal. Era un chaval desconocido, de cabellos y ojos claros. Su mandíbula se agitaba nerviosamente. Cauteloso, como si esperara que de un momento a otro se fueran a arrojar sobre él, atravesó el sótano en silencio, un silencio que no era tal, y salió.

El alboroto comenzó nada más salir el joven.

– ¿Quién es ése, de dónde ha salido, desdichadas de nosotras?

– No lo hemos visto nunca.

– ¡Sólo nos faltaba eso!

– ¡Qué vergüenza!

– Ha resultado ser una víbora, la niña ésa de los Kaxahu.

– Se ha echado en sus brazos, como una bruja.

– Como las italianas.

Las mujeres se golpeaban el rostro, se arreglaban el pañuelo que cubría su cabeza, lanzaban exclamaciones. Los hombres estaban anonadados.

– Amor -murmuró entre dientes Javer.

Isa miraba entristecido.

La bodega bullía.

Se habló largamente de aquel suceso. Aquellos dos brazos que colgaban como sin vida sobre la espalda de aquel muchacho prácticamente desconocido comenzaron a atormentar a muchos. Aquellos dos brazos de muchacha, delgados, se iban convirtiendo poco a poco en dos miembros pavorosos. Tenían a todos cogidos por el cuello. Los asfixiaban.

Pero, tal como sucede cuando en el cuerpo de un hecho alarmante germina la semilla de un nuevo acontecimiento, de la misma manera en las conversaciones sobre la hija de Aqif Kaxahu y el muchacho que la había besado se mencionaban con mucha frecuencia unos proyectos sorprendentes en los que trabajaba el inventor Dino Chicho.

Hacía tiempo que el ciudadano Dino Chicho había sacrificado definitivamente su propio sueño y dificultaba el de los demás con unos cálculos y proyectos sin precedente en el país. Se decía que unos científicos austríacos o japoneses (no se sabía con exactitud) se habían interesado en ellos y habían ofrecido a Dino Chicho que los siguiera llevando a cabo en su país, pero él no había aceptado. Después, unos científicos austríacos o portugueses (tampoco esto se sabía con seguridad) habían pretendido comprar la patente del invento, pero el autor tampoco había aceptado.

El ciudadano Dino Chicho había trabajado en su invento durante mucho tiempo y en completo secreto. Se trataba de un trabajo muy difícil, en el que cuanto más avanzaba, más problemas surgían. La ciudad ya recordaba a gente parecida que había dedicado su vida a los números y a los experimentos. Otros se dedicaban a otras cosas. El maestro Qani Kekez había declarado varias veces que sacaba mucho más provecho de la disección de un gato que de la lectura de muchos libros de anatomía.

Dino Chicho no se dedicaba a cosas así. Desde que se iniciara la construcción del aeropuerto a los pies de la ciudad, había abandonado temporalmente su trabajo, dedicándose a un nuevo proyecto. Se consagró a la construcción de un aeroplano. Iba a ser un aeroplano extraordinario, que no funcionaría con gasolina sino mediante el perpetuum mobile. El latinajo lo pronunciaba cada cual a su modo y a veces la cuestión se convirtió en causa de conflicto, incluso de golpes en la cabeza y rotura de algún diente, tras lo cual la pronunciación variaba todavía más.

Con el inicio de los bombardeos, los debates acerca del nuevo invento de Dino Chicho, que no sólo defendería sino que enaltecería el buen nombre de la ciudad, se hicieron cada vez más frecuentes sobre todo entre las viejas y los chiquillos. Los aeroplanos sin gasolina son los más sólidos de todos los aeroplanos. Los aeroplanos sin gasolina son terribles. Pueden estar un día entero en el aire sin descender. Mi tío dice que pueden estar más tiempo incluso. ¿Pueden estar cinco días? No, cinco días, no. Pero, ¿por qué no termina de fabricar de una vez ese aeroplano? ¿A qué espera? Paciencia, chico, las cosas bien hechas requieren calma.