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Nosotros esperábamos.

Mientras tanto, aeroplanos diversos, la mayoría desconocidos, sobrevolaban constantemente la ciudad. Cuantas veces veíamos sobre nuestras cabezas sus vientres relucientes, hinchados por las bombas, volvíamos los ojos a la casa oscura de aleros deformes, cuyo dueño jamás salía. Trabajaba día y noche. ¡Volad, volad mientras podáis, miserables aeroplanos de gasolina!

Nosotros intentábamos imaginar el barullo que se iba a armar en el cielo cuando se elevara por primera vez el aeroplano del perpetuum mobile de Dino Chicho. Negro y amenazador, con su estampa extraordinaria, partiría el cielo en dos. En ese instante, todos los aeroplanos que se encontraran casualmente en el aire pondrían pies en polvorosa. Unos se esfumarían por el sur, otros por el norte y otros por fin, arrastrados por el terror y la sorpresa, se darían de bruces contra el suelo.

La ciudad continuaba siendo bombardeada con asiduidad. Los aeroplanos daban vueltas sobre ella como en su propia casa. La batería antiaérea que habían enviado hacía una semana para defender la ciudad no había llegado aún. Tras el primer bombardeo, todos habían comprendido que, además de calles, chimeneas y alcantarillas, una ciudad debe tener batería antiaérea. El viejo antiaéreo, mantenido desde los tiempos de la monarquía sobre la torre occidental de la ciudad, tenía un defecto que los mecánicos del ayuntamiento no conseguían reparar.

La ciudad se extendía completamente indefensa bajo el cielo otoñal, que ahora nos resultaba a todos más abierto que de costumbre. Nunca la gente había levantado tanto la cara hacia el cielo como aquel otoño. Parecían preguntar sorprendidos: «¿Pero de dónde ha salido de pronto este cielo?» Porque en la larga historia del cielo los aviones eran algo nuevo. Los truenos, las nubes, las lluvias, el granizo, la nieve, que el cielo había estado arrojando sin cesar sobre la ciudad sin que nadie hubiera sido tan exigente como para reprochárselo, no eran nada ante aquel funesto capricho de su vejez. Algo extraño y pérfido alentaba ahora en las masas compactas de nubes y en los claros azules que se abrían repentinamente entre ellas como ojos enormes. Ese elemento pérfido se revelaba incluso en la caída monótona de la lluvia, en el viento que soplaba. No era preciso un gran esfuerzo para captarlo. Yo pensaba con bastante frecuencia que quizá fuera mejor que el mundo no tuviera ningún cielo.

Uno de aquellos días de otoño sucedió algo que yo llevaba tiempo esperando. Era domingo. Lo sentí en el modo con que la abuela se ponía sus ropajes negros, en el gesto cargado de secreto con que se ató el gorro negro en la cabeza. Sus movimientos eran parsimoniosos, casi mágicos. Comprendí en seguida que la visita iba a ser extraordinaria. Con la boca medio abierta observaba sus movimientos en silencio, temiendo que cada palabra mía pudiera quebrar aquella armonía callada de roces entre la ropa y las manos.

– ¿Dónde vas a ir? -pregunté con un hilo de voz, impresionado antes de tiempo. Ella me miró. Sus ojos eran apacibles, un poco distantes. Despegó lentamente los labios y dijo: «A casa de Dino Chicho». Casi lo sabía.

– Llévame también a mí -le pedí en tono suplicante. Ella me acarició el pelo.

– Vístete.

El empedrado de las calles estaba mojado. Caía una lluvia tenue. Una vieja canción sonaba en mi cabeza: «Llueve gota a gota; ¿a dónde vais, queridas comadres?» Yo era una comadre. Caminaba con mis ropas negras bajo la lluvia. Iba a tomar café. Estaría allí. Escucharía. Era feliz.

– Y el aeroplano, ¿vamos a verlo? -pregunté.

– Lo veremos -dijo la abuela-. Lo han puesto en medio del salón.

– ¿Y lo voy a ver de cerca?

– Lo vas a ver de cerca, con tal de que no hagas tonterías. No toques nada.

Miré mis manos. Estaban amedrentadas, más que yo mismo. Las metí en los bolsillos.

Llegamos. La abuela golpeó con la aldaba de hierro en el gran portón. El repiqueteo recorrió toda la casa. Era una edificación fuera de lo común, con infinidad de recovecos y los aleros sobresalientes fuera de toda medida. Me parecía que derramaban sueño.

La abuela volvió a llamar. No se escuchó ningún ruido de pasos por la escalera, sin embargo el portón se abrió. Alguien había tirado del pestillo con una cuerda desde la segunda planta. Quizás el mismo Dino Chicho. En nuestra casa había también una cuerda así. Subimos por la escalera de caracol de madera. Las tablas amarillentas crujían. Su crujido era diferente al de los peldaños de nuestra casa. Era un lenguaje casi desconocido.

Al entrar en el salón, al principio no vi nada, pues me oculté tras las faldas de la abuela. Después saqué un ojo y vi algunas viejas, vestidas de negro como la abuela, sentadas sobre los cojines distribuidos por el diván. El aeroplano estaba en medio de la estancia, grande como un hombre, con las alas extendidas y completamente blanco. Las alas, la cola y todo lo demás eran de madera cuidadosamente pulimentada, sobre la que se destacaban las cabezas relucientes de los tornillos.

Lo miré durante largo rato. Las voces de las viejas me llegaban de lejos, como acompañando el silbido del viento. Más tarde alcé la vista y vi al hombre pálido, con los ojos enrojecidos y medio extraviados, que miraban continuamente hacia el suelo.

– ¿Es éste? -le susurré a la abuela.

Ella me dijo que sí con la cabeza.

Las viejas charlaban de dos en dos mientras sorbían su café. Sus conversaciones se entrecruzaban a veces. Balanceaban continuamente la cabeza, se asombraban, hacían señas hacia el aeroplano y volvían a hablar de la guerra y los bombardeos. El hombre pálido permanecía constantemente en silencio. No apartaba sus ojos del aeroplano de madera.

– Estudia, hijo mío, para hacerte tan sabio como Dino y llenarnos a todos de orgullo -me dijo una de las viejas.

Me acurruqué aún más tras la abuela. ¿Por qué no sentía ninguna alegría? Como si respondiera a mi llamada, la alegría se filtró de pronto a través de innumerables orificios minúsculos. Pero no duró mucho tiempo. El espacio vacío que dejó en mi cuerpo vino a ocuparlo una avalancha que penetró a través de los mismos orificios invisibles. Era tristeza. El aeroplano blanco me pareció de pronto, en mitad de la sala, la cosa más frágil y miserable del mundo. ¿Cómo iba a hacer frente a los grandes aviones metálicos que volaban a diario sobre nuestras cabezas, aquellos tremendos aviones grises, cargados de bombas y de ruido ensordecedor? Harían trizas en un instante aquella cosa blanca, como las bestias salvajes despedazan un cordero.

Las viejas seguían hablando de toda clase de cosas y la anfitriona volvió a servir café. El hombre pálido no se había movido un centímetro. Yo continuaba azorado. El lugar de la tristeza era ocupado lentamente por una indiferencia enorme. Comencé a observar las arrugas de las viejas y poco a poco esto me absorbió por completo. Nunca me había fijado con tanta atención en las arrugas de las personas. Era sorprendente. Se alargaban formando curvas interminables en toda la cara, en el cuello, bajo la barbilla, en la nuca. Parecían hilachas cubriéndolo todo. Unas eran más finas. Otras más gruesas, como la lana que hilaba la abuela a comienzos de invierno. Quizá se puedan tejer calcetines con ellas, o incluso jerseys. Me vencía el sueño.

Cuando salimos de casa de Dino Chicho, la lluvia había cesado. El empedrado relucía con aire sardónico. Algo sabía. Dos mujeres hablaban desde las ventanas de su casa. Más allá lo hacían otras tres. Las ventanas estaban bastante alejadas unas de otras, lo que las obligaba a alzar mucho la voz. Mientras llegábamos a casa, me enteré de la noticia: había llegado la batería antiaérea.