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Aquel domingo por la tarde, las campanas de las dos iglesias repicaron más que de costumbre. Había mucha gente por las calles. Harilla Lluka llamaba de puerta en puerta gritando:

– ¡Ya ha llegado! ¡Ya ha llegado!

– ¡A ver si revientas! -le gritó una vieja-. Ya lo hemos oído.

– ¡Se van a joder ahora esos aeroplanos! -declaró Bido Sherif en el café. Tomaba café con Avdo Babaramo, mientras este último le explicaba cosas de la artillería. La mitad de los hombres que estaban allí los escuchaban con la boca abierta.

– ¡Ay, la artillería! -suspiró Avdo Babaramo-. Tu cabeza no está hecha para la artillería, Bido; pero ¿qué le voy a hacer yo, si no tengo con quien hablar?

Durante toda la tarde la gente se asomó a las ventanas y balcones a ver si aparecía la batería antiaérea. La mayoría alzaba la cabeza hacia la fortaleza porque estaban seguros de que los cañones de la batería serían instalados allí, lo mismo que el viejo antiaéreo. Pero cayó la noche y los cañones no aparecieron por ningún lado. Algunos decían que la batería había sido instalada fuera de la ciudad y camuflada. Esto decepcionó a la gente. Esperaban ver el cañón gigante de largos tubos, instalado como el viejo antiaéreo en medio de la ciudad, tal como merece una batería antiaérea a quien la ciudad confía su defensa; y resulta que la esperada batería se escondía tras las colinas y los matorrales.

– Artillería, la de mis tiempos -dijo Avdo Babaramo alzando el último vaso en el café.

Pero, junto con la decepción inicial, la ocultación de la batería incrementó en cierto modo la confianza que algunos tenían en ella.

Todos esperaban ahora su primera confrontación con los aeroplanos. Parecía que la gente no pudiera soportar la espera, aguardar a que clareara el día y llegara la hora del bombardeo.

Amaneció el lunes. Para decepción de todos, los ingleses no vinieron ese día a bombardear.

– Los muy granujas se han enterado del asunto de la batería -gritaba Harilla Lluka por las calles-. Se han enterado esos malditos cobardes…

– ¡Así revientes, que nos vas a dejar sordos con esa voz como la del burro de Kicho!

– … los ignorantes.

Pero el martes vinieron. La sirena, como siempre, elevó hasta el cielo su alarido. La gente pareció olvidar la impaciencia que había mostrado un día antes y se lanzó escaleras abajo a la bodega. Harilla Lluka tenía el rostro lívido. El ruido de los motores llegaba apagado, como una amenaza contenida. A Harilla le parecía que los aviones lo buscaban a él, por haberlos insultado tanto el día anterior. El ruido se aproximaba. La gente aguardaba con la boca abierta.

– Ya empieza, ya empieza, ¿lo oís? -gritó alguien.

– Calla.

– Escucha, está disparando.

– Es verdad, está disparando.

De lejos llegaba un estruendo incesante.

– La batería.

– ¿Por qué suena tan flojo?

– Ha parado.

– Ya empieza otra vez.

– ¿Por qué suena tan flojo?

– Vete a saber. Las armas de hoy.

– Cuando disparaba, nuestro antiaéreo hacía temblar la tierra.

– ¿Cuándo?

– Entonces.

– ¡Callaos!

El estampido de los disparos de la batería ahogó por un instante el estruendo de los motores, pero poco después volvió a dejarse sentir aún más amenazante. Estaba enfurecido. En la bodega, el silencio se hizo absoluto. No se oían los cañones. Los motores aullaban con toda su furia. Como grandes cuñas, los silbidos se clavaban en la tierra sin piedad. Ésta tembló. Una vez. Dos veces. Tres. Como de costumbre.

– Se van.

Los cañones de la batería, que no habían cesado de disparar en ningún momento, volvieron a oírse. Y de pronto, abriéndose paso entre la tristeza causada por la idea de que la batería había perdido el duelo y que nada iba a cambiar, desde arriba se oyó en la calle un grito salvaje.

– ¡Está ardiendo! ¡Está ardiendo!

Era la primera vez que la gente corría a la calle antes de que finalizara la alarma. Las calles, las ventanas y los patios se llenaron de cabezas que se agitaban como enajenadas para ver, para ver, sólo para ver.

– ¡Allí!

Blanco, dejando atrás una madeja larga y negruzca de humo que se expandía majestuosamente por el aire, el avión caía. Rasgando el cielo, el aeroplano, junto con el hombre que iba a morir pocos segundos después, caía y caía sin remedio, hasta perderse en el horizonte. Se oyó una explosión.

Sobre la ciudad quedó la cinta negruzca de humo. Mientras la gente gritaba, aullaba, maldecía, el viento suave del sur deformó la cinta en dos o tres puntos. Más tarde, el viento del norte, más agresivo que su compañero, la cortó y por fin la destrozó. Los pedazos quedaron suspendidos durante largo rato sobre la ciudad.

Entretanto, los grupos de gente que abarrotaban ya las calles y las plazas se pusieron en movimiento. Una multitud partió casi a la carrera hacia el norte de la ciudad, hacia el lugar donde debía de haber caído el avión. Los que quedaron se asomaron a las ventanas o se auparon a los muros hasta que resonaron los gritos: «Ya vienen, ya vienen». Era verdad que venían, al comienzo por la entrada de la calle de Zalli, después por los solares y finalmente por la calle de Varosh. La multitud se había convertido ya en una horda que avanzaba como ebria. Por delante de ella y a sus flancos corrían los chiquillos que portaban las primeras noticias…

– ¡Ya lo traen, ya lo traen! -gritaban.

– ¿Qué es lo que traen? -preguntaba la gente.

– El brazo. Ya traen el brazo.

– ¿Eh? ¡Habla más alto!

– Ya traen el brazo.

– ¿Qué brazo?

– ¿Habéis oído? Traen algo. No se entiende qué es.

– Un brazo.

– ¿Del avión?

Las ventanas, los balcones, las tapias, las chimeneas, los tejados estaban repletos de gente que se inclinaba para ver mejor. Ya se sentía el bramido de la multitud. Se aproximaba. La algarabía lo inundaba todo.

Por fin la horda se acercó. La visión era terrorífica. Al frente de ella, sudoroso, con los cabellos lacios en forma de mechas y los ojos desencajados, caminaba Aqif Kaxahu. En la mano que llevaba alzada sostenía algo pálido, blanco y tieso.

La calle atronó de extremo a extremo.

– Un brazo de hombre.

– El brazo del piloto.

– El brazo del inglés. No ha quedado más que el brazo.

– La mano que tiraba las bombas.

– ¡Ah, perro!

– ¡Pobre inglés!

– ¡Desgraciadas, cerrad los ojos!

Aqif Kaxahu agitaba sin cesar el brazo amputado para que todos lo vieran. El brazo tenía la mano abierta.

– Tiene un anillo.

– ¡Mirad, lleva un anillo en el dedo!

– ¡Ah, un anillo! Un anillo en el dedo.

Aqif Kaxahu lanzaba intermitentemente alaridos aterradores. Algunas personas que caminaban junto a él pugnaban por arrebatarle el brazo, pero no lo soltaba.

La mujer de Aqif Kaxahu comenzó a tirarse de los pelos y a gritar desde la ventana.

– Aqif, querido, tira esa mano. Tírala, anda. Es la mano del demonio. ¡Tírala!

– Alguien se desmayó.

– Apartad a los niños -gritaba alguien.

– ¡Dios, apiádate de nosotros!

– Desdichado inglés.

La multitud se alejaba hacia el centro. La mano amputada del piloto, la mano que había castigado a la ciudad, se agitaba temerosa sobre la turba.

FRAGMENTO DE CRÓNICA

– … cia. Propiedad. El viejo pleito de los Angoni contra los Karllashe, interrumpido temporalmente a causa de los bombardeos, se reinició ayer. Derribado el primer avión sobre nuestra ciudad. Se encontró un brazo del piloto. Nuestra ciudad no había presenciado nunca una visión apocalíptica semejante. La multitud enarbolaba el brazo cortado del piloto inglés. Había logrado apresar lo inaprensible, la encarnación del mal, la misma mano del destino fatal, que lleva tantos días castigándonos sin piedad. Reportaje pormenorizado en el próximo número. Sección lingüística. Los señores destructores de la lengua se exceden en su audacia. Después de haber tenido la desvergüenza de sustituir el hermoso vocablo albanés «kredharak» por «submarino», utilizan ahora la palabra extranjera «avión» en lugar del hermoso término albanés «ajror». Vergonzoso. Lista de fallecidos en el último bombardeo: L. Tash., L. Kadaré, M. Chiku, K. Drami, E.