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Las mujeres cerraron los postigos rápidamente, pues Llukan Burgamadhi empezaba a utilizar palabras obscenas. Sólo la madre de Aqif Kaxahu, que estaba sorda, permaneció en la ventana y replicó a Llukan.

– Así es, desdichado, así es. Tienes razón para enfadarte, hijo. ¡Desgraciado tú que no has visto un solo día feliz! Toda la vida pudriéndote en las cárceles. Los gobiernos cambian, pero tú sigues encerrado.

Los pasos de Llukan Burgamadhi se alejaron y la calle quedó nuevamente solitaria. El gato de Nazo atravesó corriendo el empedrado. La gata joven de doña Pino salió al tejadillo de la entrada para espiarlo. Cerca de la hora de la comida pasó un perro desconocido. Por la tarde, a excepción de un pordiosero, no hubo ningún movimiento.

Al día siguiente por la mañana, cuando Llukan Burgamadhi volvió otra vez de la cárcel mascullando insultos, con la manta al hombro y el talego de la comida en la mano, todos supieron que comenzaban los días sin gobierno.

Se abrieron las primeras puertas. La calle fue animándose poco a poco. Hubo quien se aventuró hasta el centro de la ciudad, donde la taberna «Addis Abeba» estaba abierta. En la plaza, el viento impulsaba contra los muros girones de periódico. Había latas vacías por el suelo. El edificio del ayuntamiento resultaba sombrío con las puertas y las ventanas cerradas. Algunas personas rebuscaban en torno a unos cajones vacíos y abandonados, sobre los que podían distinguirse unas letras latinas y griegas, escritas en negro. En el pedestal del único monumento de la ciudad se veían pegados, unos sobre otros, los bandos de los comandantes italiano y griego. Estaban medio rasgados. Alguien encajaba cuidadosamente algunos fragmentos: «Tzakis», «Kat», «K», «NT». La persona en cuestión, con las solapas de la chaqueta alzadas, balanceaba con insistencia la cabeza, pues al parecer no lograba componer palabras completas. El viento frío le arrancaba de las manos los pedazos de papel.

Aquellos carteles, rotos por la lluvia y el viento, era lo único que había quedado del ajetreo de los últimos días. La ciudad se había quedado sin gobierno. En el transcurso de un brevísimo espacio de tiempo había perdido los aeroplanos, la batería antiaérea, la sirena de alarma, la casa pública, el proyector y las monjas.

Atraída durante un tiempo por la aventura, después de conocer el sabor del cielo y de los peligros internacionales, la ciudad se sentía aturdida y se refugiaba de nuevo en sus viejas piedras. Sus vínculos con el cielo se habían quebrado de modo definitivo. La lluvia y el viento se esforzaban por devolver el sueño a sus miembros alterados. Aún estaba desquiciada. Los aviones desconocidos que la sobrevolaban ahora no la conocían o fingían no conocerla. Volaban a gran altura dejando atrás un murmullo de menosprecio.

Una de aquellas mañanas, doña Pino, después de cerrar con cuidado la puerta, salió a la calle.

– ¿Dónde vas, querida Pino? -le preguntó desde la ventana la mujer de Bido Sherif.

– De boda.

– ¿De boda? ¿Pero quién se casa en estos tiempos?

– Se casan -respondió doña Pino-, la gente se casa en todos los tiempos.

El hecho de que doña Pino fuera de boda significaba que la ciudad era capaz de vivir sin gobierno. No obstante, los tiempos eran inciertos, como todos los períodos transitorios. Las normas de vida se habían roto. El juzgado no funcionaba. El periódico no salía a la calle. Ya no había ni bandos del ayuntamiento, ni carteles, ni ordenanzas. Las noticias, tanto nacionales como internacionales, corrían de boca en boca. Su fuente principal era una vieja, desconocida hasta entonces, cuyo nombre se difundió rápidamente durante aquellos días sin rostro. Se llamaba Sose, pero la mayoría la llamaba la «vieja noticia».

Deambulaban por la ciudad los evadidos de la cárcel, algunos leprosos y también algunos rostros desconocidos. Todo era cambiante e indefinido. Las plazas, las callejas, las columnas, guardaban su secreto. La desconfianza de las puertas era manifiesta. Las ventanas, cubiertas por mantas desde el tiempo de los bombardeos, habían quedado marginadas de la vida. Los días eran fríos, sin rostro. Sólo las chimeneas llevaban una vida verdaderamente intensa. Fue entonces cuando reapareció Xexo. Los repiqueteos de la puerta me golpearon la cabeza como un martillo. Quise esconderme, desaparecer, pero ya era inútil. Subía las escaleras, jadeante. Los miedos, las noticias, los sucesos correteaban ante ella como pequeños gatos negros. Era verdaderamente inútil.

– ¡Ah, Xexo! -dijo la abuela.

– ¡Ah, Xexo! -dijo mamá.

– ¿Cómo estás, Xexo? -dijo papá-. ¿Dónde te has metido durante tanto tiempo?

Xexo no respondió. Como de costumbre, se dirigió de inmediato a la abuela.

– ¿Has visto, querida Selfixe, cómo resultó lo que yo decía? ¿Has visto qué nos ha enviado el Señor, o no? Te lo advertí, Selfixe: va a manar agua negra de la tierra. Y ahí lo tienes: salió agua negra. ¿Has visto los hoyos de las bombas en Hazmurat? ¿Y en Mechite? ¿Y en Palorto de arriba? Agua negra por todas partes.

– ¿Cómo es el agua negra? -pregunté en voz baja a mamá.

– El agua negra sale de la tierra cuando caen las bombas -respondió.

– Pero este pueblo no cambia, no cambia -gritó Xexo con voz ronca, amenazante-. ¿Te has enterado? Han robado el brazo del inglés del mu… mu…, como se llame…

– El museo -dijo papá.

– Lo han robado, Selfixe. Lo han robado.

– Pero ¿quién?, ¿por qué? -preguntó mamá.

– ¿Por qué va a ser? Porque están poseídos por el diablo, querida. Porque éste es el tiempo del maligno. Todo en esta hora se vuelve del revés. Dios nos arrojó un brazo inglés, pero espera y verás cuando nos tire barbas alemanas, uñas judías y narices de negros.

Xexo habló y habló durante largo rato. Mientras lo hacía, yo intentaba imaginar cómo se las ingeniaría Dios para conseguir que nevara uñas, pelos, barbas y narices. Pensaba también en el maligno. En cuanto se marchara Xexo le preguntaría a la abuela por él. ¿Por qué se había descarriado? ¿Por dónde iba y quién le prohibía andar por el buen camino? Quizá se hubiera vuelto malo precisamente porque no lo dejaban andar por el camino recto. Cualquiera, si le prohibes que ande por el camino recto, se vuelve malo. Sentía lástima del maligno, de aquel pobre descarriado.

Por la calle pasaba Maksut. Llevaba una cabeza bajo el brazo que me resultaba conocida. Hacía tiempo que no veía a su bonita esposa. Hasta que llegara la primavera y saliera de nuevo al porche debería pasar mucho tiempo. En su casa debía de haberse levantado ya toda una pirámide de cabezas cortadas, como las de Gengis Khan. ¿Qué estará haciendo… rgarita? (Su silueta, su cara, su nombre, acudieron amputados a mi memoria, como un pan roído por los ratones.)

Xexo se fue. Las sospechas respecto al robo del brazo del inglés recayeron en principio sobre Qani Kekez, después sobre el cronista Xivo Gavo. Otros sospechaban de un granuja de Varosh. Decían que era posible que hubiera vendido el brazo a un monasterio situado más allá de la montaña.

La ciudad se ocupaba de sucesos ínfimos, irrelevantes. El vagabundo Lame Kareco Spiri vagaba por las calles, borracho, suspirando por el burdel.

– Lo han cerrado, lo han cerrado -decía lloriqueando-. Mi cálido refugio, mi nido. Mi pequeña casa alfombrada de plumas. Me la han cerrado, amigos, me la han cerrado. ¿Qué voy a hacer yo ahora, pobre de mí? ¿Dónde voy a refugiar mis huesos en estas noches de invierno? Llukan Burgamadhi se unía a él con frecuencia. -Mi cálido refugio, mi nido de plumas -repetía miméticamente Llukan.

– ¡Largaos, bribones, no tenéis vergüenza! -les gritaban las viejas-. Despeñaos por ahí.

– ¡Ay, nidito mío perdido! ¡O solé miol -suspiraba como chalado Lame Kareco Spiri, lanzando besos a las viejas con la mano.

– ¡Lárgate, perdido! ¡Así te parta un rayo y te borre de la superficie de la tierra!

– Como si las estrellas no brillaran, como si el sol se hubiera apagado.

– Como si el sol se hubiera apagado -repetía Llukan. -¡Que os abrase a los dos, malditos! Era en verdad un período de monotonía. Todo se arrastraba por el suelo. Las vacas seguían pastando en el campo del aeropuerto. Dino Chicho había interrumpido sus investigaciones. Su imaginación decaía.