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– Bastante hemos aguantado ya, muchacho.

El rostro de Avdo Babaramo comenzó a ensombrecerse, después se iluminó. Una vena fina, azul, se le abultaba en la frente. Encendió un cigarrillo.

– ¡Tírale, viejo Avdo! -gritó Uir, casi con un gemido.

De pronto, el avión dejó caer algo negro por la cola y poco después se oyó el estallido de una bomba.

Sucedió entonces algo maravilloso que a nosotros nos pareció imposible. Prácticamente toda la multitud gritó encolerizada:

– ¡Dispara a ese perro, viejo Avdo!

Había salido a la puerta. Sus ojos centelleaban y no paraba de tragar saliva. Su mujer salió tras él, alarmada. El aeroplano volaba lentamente sobre la ciudad. Sin comprender cómo, el viejo Avdo se encontró en medio del gentío, que ascendía por el empinado camino en dirección a la entrada de la fortaleza.

– ¡Tírale, dispara a ese perro! -se oía por todas partes.

La torre del antiaéreo estaba justo sobre el camino. El viejo Avdo, al frente de la turba enfurecida, atravesó el umbral de la fortaleza.

– ¡Rápido, viejo Avdo! -gritaban todos-. ¡Se marcha! ¡Se marcha!

No se nos permitió entrar en la fortaleza. Nos quedamos fuera, aplaudiendo de impaciencia, ya que el avión se alejaba hacia las montañas. Todo el mundo volvió a gritar:

– ¡Se marcha! ¡Se marcha!

Pero de pronto el aeroplano dio un giro y comenzó a aproximarse de nuevo. Desde luego volaba sin objeto alguno.

Se oyeron voces a lo lejos:

– ¡Las gafas, las gafas!

– ¡Rápido, las gafas!

– ¡Las gafas del viejo Avdo!

Alguien corrió como un poseso hacia abajo y con idéntica velocidad volvió a subir, llevando en la mano las gafas del viejo Avdo.

– Ahora disparará -gritó alguien.

– El avión viene hacia aquí.

– Se acerca como un cordero que va al matadero.

– ¡Dale, viejo Avdo, que salga humo!

El cañón disparó. Nuestros gritos no eran más débiles que su estampido. Nos estallaba el corazón de alegría. Ahora gritábamos todos: los hombres, las mujeres, las viejas y, por supuesto, nosotros.

El antiaéreo disparó otra vez. Esperábamos que el aeroplano se desplomara al primer tiro, pero no cayó. Volaba lentamente sobre la ciudad, como si el piloto se hubiera dormido. No tenía ninguna prisa.

Cuando el cañón disparó por tercera vez, el avión estaba justo sobre el centro de la ciudad.

– Ahora lo derriba -gritó una voz ronca-. Ahora sí que lo abate, ya que está ante sus mismas narices.

– ¡Dale a ese perro!

– ¡Dale al hijo de puta!

– ¡Dale, hombre, dale!

Pero el aeroplano no caía. Comenzó a alejarse por el norte. El antiaéreo disparó aún varias veces más, antes de que el avión quedara fuera de su alcance.

– ¡Ah, no se da buena maña el viejo Avdo, no! -dijo alguien.

– Él no tiene la culpa; está acostumbrado a los cañones antiguos.

– ¿A los cañones de Turquía? -preguntó Ilir.

– Quizás.

Suspiramos. Teníamos la garganta seca.

El antiaéreo disparó una vez más, pero el avión estaba ya muy lejano. Había una altanería odiosa en su vuelo.

– ¡Se escapa, el muy perro! -dijo alguien.

Ilir tenía lágrimas en los ojos. Yo también. Cuando el antiaéreo disparó el último obús y la gente empezó a dispersarse, una niña pequeña rompió a llorar desconsoladamente.

El gentío descendía de la torre con Avdo Babaramo al frente. Estaba pálido. Las manos le temblaban mientras se enjugaba la frente con un pañuelo. Sus ojos miraban en torno desconcertados, sin detenerse en parte alguna. Su mujer le salió al paso atravesando la multitud.

– Ven, querido -le dijo-. Ven a echarte, que estarás cansado. Estas cosas ya no son para ti. Tú eres un hombre de buen corazón. Ven.

El hombre quiso decir algo, pero no pudo. La saliva se le había secado. Sólo cuando hubo traspuesto el umbral, volvió la cabeza y componiendo una expresión difícil dijo algo con esfuerzo, entre el dolor y la sonrisa.

– No estaba escrito.

La gente se iba.

– No estaba escrito -repitió el artillero, paseando su mirada por todos los asistentes, como si buscara su aprobación antes de que se marcharan y lo dejaran solo con su fracaso.

– No te preocupes, viejo Avdo -le dijo un muchacho-. Ya probaremos otro día y seguro que entonces acertamos.

El viejo Avdo cerró la puerta…

La gente se dispersó.

DECLARACIONES DE LA VIEJA SOSE (a falta de crónica)

Me duelen las articulaciones. Tendremos un invierno húmedo. Ha estallado una guerra asesina en todas partes, hasta en el país del Imperio del Sol, donde la gente es amarilla. Los ingleses envían dinero e incluso oro a todos los países. Stalin, el de la barba roja, fuma en pipa y piensa, piensa constantemente. Dice: «Tú sabes mucho, inglés, pero yo también sé». «¡Ah, querida Xiko Hanxe», dijo anteayer Majnur, la dueña de los Kavoj, a Hanxe, la de los Pleshtaj, «a ver si se acaba esta guerra con el griego, que me muero por una anguila de Janina». «Aparta, perdida», le replicó Hanxe, «a mí se me mueren los niños por falta de pan y tú me vienes con anguilas de Janina». Y se pusieron a decirse insultos, como muerta de hambre, italiana, eso y aquello. En cuanto se abra el ayuntamiento, a Avdo Babaramo le van a poner una multa por disparar con el cañón sin permiso del gobierno. Dicen que, cuando lleguen las primeras nieves, ya se habrá acabado la guerra contra Grecia. La nuera de los Kailaj está otra vez preñada. Las de los Puse están las dos de nueve meses, como si se hubieran puesto de acuerdo. La vieja Hava ha caído en cama. «No pasaré de este invierno, no», dice. Quiere hacer testamento. Murió por fin la pobre Qazime. ¡Que Dios la tenga en su gloria!

X

Durante todo el día siguiente estuvo lloviendo. Tras el fracaso sufrido, la ciudad yacía como aturdida, con los tejados y los aleros suspendidos y empapados. La pesadumbre se derramaba sin descanso sobre las placas de piedra. Obstinada en su color gris, se apresuraba a abandonar la pendiente de los tejados para dejar espacio a la nueva pesadumbre, que manaba de las inmensas reservas de la grisalla celeste.

A la mañana siguiente, la ciudad amaneció de nuevo ocupada. Habían entrado los griegos. Esta vez sus mulas, sus cañones y sus mantas estaban por todas partes. Sobre la torre de la cárcel, en el mástil metálico donde antes ondeaba la bandera tricolor italiana, se agitaba ahora la griega. Resultaba difícil al principio distinguir qué bandera era aquella. El viento no cesaba de soplar y su tela no descansaba un instante. A mediodía, cuando el aire se tranquilizó y se puso nuevamente a llover, sobre la tela cansada se dibujó por fin una gran cruz blanca, el símbolo de la fe cristiana.

– ¡Ha tenido que llegar el día en que me vea viviendo sometida a los griegos! -dijo la abuela-. ¡Cómo no me habré muerto cuando enfermé el invierno pasado!

Estábamos los dos solos en el salón. Nunca había visto tal desesperación en sus ojos, en toda su piel. No sabía qué decir. Saqué del bolsillo el pequeño cristal redondo y me lo puse sobre el ojo. La gran cruz, allá lejos sobre la torre de la prisión, se encrespó. Se tornó nítida y obstinada. Era un dibujo sobre un pedazo de tela. ¿Cómo es posible, pensaba, que dos líneas rectas, trazadas una sobre otra en un pedazo de tela, provoquen tal desesperación en las personas? Un pedazo de tela agitado por el viento puede desesperar a toda una ciudad. Era sorprendente.

Aquella tarde se habló de los griegos en todas las casas. Se presagiaban cosas terribles. Muchos años atrás, antes de la monarquía, incluso antes de la república, la ciudad había estado varias semanas ocupada por los griegos. Se habían producido entonces grandes masacres. En aquel tiempo, igual que ahora, sobre la torre de la prisión ondeaba una bandera como aquella, con la misma cruz blanca. Y si la cruz había vuelto a aparecer, esto significaba que a continuación vendría todo lo demás.

La pequeña ventana de Xivo Gavo tuvo luz hasta muy avanzada la noche. Todos los vecinos del anciano cronista imaginaron que estaba describiendo minuciosamente la entrada de los griegos. Pero más tarde se supo que Xivo Gavo había dedicado tan sólo una frase a este hecho: «el dieciocho de noviembre entraron en la ciudad los g…». Nadie era capaz de explicar tal parquedad de palabras sobre un acontecimiento tan desesperante y menos aún el gasto de una sola letra (la g) para toda aquella multitud de griegos.