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Por la mañana, la cruz seguía allí, sobre la ciudad. El símbolo del mal continuaba izado. Ahora se esperaba lo peor.

Los griegos comenzaron a recorrer las calles con sus uniformes de color caqui. En la plaza central volvieron a aparecer carteles con edictos firmados por Katantzakis. Los cafés se llenaron de palabras griegas. Eran pequeñas y agudas, llenas de eses y zetas, cortantes como cuchillas. Todos los soldados llevaban puñales. La maldad flotaba en el aire. Se esperaba una carnicería. Las mangueras de goma tendrían que lavar la ciudad. Llovía. Quizá no hubiera necesidad de manguera.

El primer día los griegos no hicieron ninguna masacre. Tampoco el segundo. Pegaron en la plaza un gran cartel donde se leía: «Vorio Epiro» (Épiro del Norte). El comandante Katantzakis fue a comer y a cenar a casa de algunas ricas familias cristianas.

Un sargento griego disparó varias veces su fusil, pero no mató a nadie. Alcanzó en el muslo a la única estatua de la ciudad. Se trataba de una gran estatua de bronce que se alzaba en la plaza del centro. Había sido erigida durante la monarquía. Antes de esto, la ciudad no había tenido nunca una estatua. Las únicas representaciones artificiales del hombre eran los espantapájaros de los sembrados al otro lado del pedregal. Cuando se dijo que iba a erigirse una estatua (sucedió casi al mismo tiempo que la inauguración del antiaéreo), muchos ciudadanos fanáticos que se habían alegrado tanto con la llegada del cañón manifestaron sus dudas acerca de la estatua. ¡Un hombre de metal! ¿Es necesaria una criatura así? ¿No resultará inquietante? Mientras la gente duerma como Dios manda, la estatua permanecerá en pie. Estará en pie día y noche, en invierno y en verano. Las personas lloran y ríen, dan órdenes y mueren. En cambio, ella no hará nada de eso. Guardará siempre silencio y ya se sabe que el silencio es peligroso.

El escultor que vino de Tirana para examinar dónde había de levantarse el pedestal estuvo a punto de recibir una paliza. En el periódico de la ciudad se libró una agria polémica. Por fin, gracias a la insistencia de la mayoría de los ciudadanos, la estatua llegó. La trajo un gran camión cubierto de lona. Era invierno. La instalaron en la plaza durante la noche. No hubo inauguración para evitar incidentes. La gente admiraba con extrañeza al guerrillero de bronce, con una mano apoyada en el revólver, que miraba con aire ceñudo a la plaza como preguntando: «¿Por qué no me queréis?».

Durante la noche, alguien echó una manta sobre los hombros del hombre de bronce. A partir de entonces la ciudad se enamoró de su estatua.

Ésta era la estatua sobre la que había disparado el sargento griego. La gente corría al centro para ver el orificio abierto por la bala. Algunos, con la mirada perdida, parecían cojear.

Y en verdad algunos cojeaban, como si la bala hubiese dañado sus propios muslos. La plaza estaba alarmada. Katantzakis la atravesó secundado por sus guardias. Entró en el edificio del ayuntamiento, donde estaba alojado el mando griego.

Una hora después, en el lugar habitual de los carteles apareció un enorme papel donde se leía, en albanés y en griego, la orden de arresto y encarcelamiento del sargento que había disparado contra la estatua, firmada por Katantzakis.

Por la tarde vino Xexo.

– ¡Pobres de nosotras, qué cosas hemos de pasar! -dijo nada más entrar-. Dicen que ha llegado Vasiliki.

– ¿Vasiliki? -dijo mamá con terror.

Papá vino de la otra habitación.

– ¿Qué has dicho, Xexo, que ha venido Vasiliki?

– Así es, ha venido.

– Ahora sí que estamos perdidos -suspiró mamá.

Se hizo el silencio. Se escuchaba la respiración ronca de Xexo.

– ¿Por qué no me habré muerto el invierno pasado? -dijo la abuela-. Ahora estaría bajo tierra…

– ¡Qué castigos nos manda el destino! -dijo Xexo.

– Cualquier cosa podía yo esperar en esta vida, pero volver a ver a Vasiliki, ni siquiera podía imaginármelo -continuó diciendo la abuela. Su voz tenía ahora un acento de terrible resignación.

Papá chasqueaba nerviosamente sus largos dedos.

– Dicen que se ha vuelto aún más brutal -dijo Xexo-. Va a hacer barbaridades.

– ¡Pobres de nosotros! -exclamó mamá.

– ¿Y dónde está? ¿Cuándo va a salir? -preguntó papá.

– La han encerrado en casa de Paxá Kaur y esperan a que llegue el día de sacarla.

Llamaron a la puerta y llegaron por turno la mujer de Bido Sherif, doña Pino, la nuera de Nazo (¡qué hermosa estaba entre aquel espanto!) y la mujer de Mane Voco, con Ilir de la mano.

– ¿Vasiliki?

– ¿De verdad, Vasiliki?

– Es la hecatombe.

Sus caras estaban más desencajadas que nunca. Sus arrugas se agitaban tanto que parecía que se fueran a caer al suelo. Ya sentía cómo tropezaba con ellas.

– Así es, querida Selfixe -siguió diciendo Xexo y cruzó los brazos sobre el pecho.

– ¡Qué augurios nos traes, querida Xexo!

– Es la hecatombe.

Algo sabía yo sobre Vasiliki. El nombre de esta mujer, que hacía más de veinte años había aterrorizado nuestra ciudad, había sido para mí como las palabras «peste», «cólera», «catástrofe», que estaban presentes en la mayoría de las maldiciones que los mayores se lanzaban unos a otros. Durante muchos años el nombre de Vasiliki había pemanecido junto a todos, pendiente de esferas desconocidas, como una amenaza permanente sobre nuestras cabezas. Y de pronto se había puesto en movimiento y venía hasta nosotros, abandonando el mundo de las palabras y adquiriendo en el transcurso de su marcha el cuerpo, los ojos, el pelo y la boca de una mujer vestida de negro.

Hacía más de veinte años que aquella mujer había llegado a nuestra ciudad junto con las tropas griegas de ocupación. Deambuló por las calles seguida por un grupo de gendarmes griegos con las pistolas y los cuchillos dispuestos. «Aquel hombre de allí tiene mala mirada, cogedlo», decía Vasiliki. Los gendarmes se abalanzaban sobre él al momento. «Ese muchacho de ahí no me gusta. No ama a Cristo, matadlo.» «Ese de allá que baja los ojos cavila algo en su cabeza. Cogedlo, hacedlo trizas. Tiradlo al río.»

Recorría las calles, entraba en los cafés, se paraba en medio de la plaza del centro. Los griegos la llamaban doncella santa. Las calles y los cafés se quedaron vacíos. Dos veces le dispararon con intención de matarla, pero las balas no la alcanzaron. Más de cien hombres y muchachos fueron masacrados por orden suya. Después se fue, junto con las columnas de soldados, allá, hacia el sur, de donde había venido.

La ciudad no había olvidado a aquella mujer. La palabra «Vasiliki», tras abandonar la realidad, penetró en el reino abstracto del idioma. «Que la mirada de Vasiliki te parta», maldecían las viejas. Vasiliki se alejaba y se alejaba. Iba alcanzando la lejanía de la peste (también la peste estuvo muy cerca un tiempo) y quizá la lejanía de la muerte. Pero de pronto había vuelto. Procedente del mundo de las palabras, regresaba veloz al mundo concreto, exasperada por la prolongada separación.

Cayó la tarde. Vasiliki estaba en la ciudad. Las ventanas de la casa de Paxá Kaur estaban tapadas con mantas. ¿Cuándo saldrá? ¿Por qué no la sacan? ¿A qué esperan?

La ciudad se despertó con Vasiliki.

A mediodía volvió Xexo.

– Las calles están vacías -dijo-. Sólo he visto a Gerg Pula que subía al mercado. ¿Os habéis enterado? Se ha vuelto a cambiar el nombre.

– ¿Cuál se ha puesto ahora? -preguntó la abuela.

– Jorgo Pulos.

– ¡Farsante!

Gerg Pula era del barrio vecino. Cuando entraron los italianos por primera vez se había hecho llamar Giorgio Pulo.

Llamaron a la puerta. Entró la mujer de Bido Sherif. Después la nuera de Nazo.