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– Hemos visto entrar a Xexo. ¿Hay alguna novedad? -preguntaron.

– ¡Qué va a haber! Y que continúe así -dijo Xexo-. ¿Habéis oído lo de Bufe Hasan?

La abuela volvió la cabeza hacia mí. Yo hice como si no atendiera. Siempre que se mencionaba el nombre de Bufe Hasan, la abuela cuidaba de que yo no escuchase.

– Se ha liado con… un soldado griego.

– ¡Ah, que vergüenza!

– Su mujer está como loca. Pensó que se había librado de él cuando se fueron los italianos. Pensó que se había librado cuando se fue aquel maldito Pepe, que apestaba a brillantina a un kilómetro, y ahora va y se lía con un tal Espirópulo. ¡Un griego, queridas, un griego!

Los ojos pintados de la nuera de Nazo estaban ensimismados. La mujer de Bido Sherif se golpeaba el rostro, dejando en él señales de harina.

– Bufe Hasan ha dicho: «Lo tengo decidido; de cada ejército que entre aquí me echaré uno de sus soldados como amante. Que vienen los alemanes, elegiré un alemán; que vienen los japoneses, tendré un amante japonés».

– ¿Y Vasiliki?

Xexo resopló.

– La tienen encerrada. No se sabe a qué esperan.

Por la tarde vino Ilir.

– Isa y Javer tienen revólveres -dijo-. Los he visto con mis propios ojos.

– ¿Revólveres?

– Lo que oyes. Pero no se lo digas a nadie.

– ¿Y qué van a hacer con ellos?

– Matar a gente. Los he oído hablar por el ojo de la cerradura mientras discutían sobre a quién matar primero. Están haciendo la lista. Todavía están allí, en el cuarto de Isa. No paran de discutir.

– ¿A quién van a matar?

– Han puesto a Vasiliki la primera de la lista, si es que sale. Javer dice que el siguiente sea Gerg Pula, pero Isa está en contra.

– ¡Qué raro!

– ¿Vamos a escuchar lo que dicen?

– ¡Vamos!

– ¿Dónde vais? -dijo mamá-. No os alejéis mucho. Puede salir Vasiliki.

Isa y Javer tenían la puerta entreabierta, así que nos metimos dentro. Ya no discutían. Javer silbaba entre dientes. Parecían haberse puesto de acuerdo. Las gafas de Isa aparentaban ser mayores de lo habitual. Se volvieron los dos hacia nosotros. El reflejo de la luz sobre los cristales deslumhraba. Tenían consigo la lista de la muerte; esto se sabía en seguida.

– ¿Damos un paseo? -preguntó Ilir-. Puede salir Vasiliki.

Isa lo miraba inmóvil. Javer frunció el ceño.

– No creo que la saquen -dijo-. Su tiempo ya pasó.

El silencio fue largo. Desde la ventana se divisaba la carretera y más allá una parte del campo del aeropuerto. Las vacas seguían allí. El recuerdo del gran aeroplano volvió a mí, turbio y fragmentado, como me sucedía de vez en cuando. Por encima de las aburridas charlas acerca de Vasiliki y las actividades vergonzosas de Bufe Hasan, brilló de pronto, lejano hasta causar dolor, su aluminio refulgente. ¿Dónde estaría en realidad? El recuerdo del pájaro muerto con los huesos de las alas recogidos bajo el cuerpo se mezclaba ahora con los miembros largos, casi transparentes, de Susana, y los tres juntos: aeroplano, pájaro y Susana, dando y recibiendo unos de otros, de la muchacha, del duro aluminio, de las plumas, de la vida y de la muerte, habían dado origen a un único ser, completamente asombroso y extraordinario.

– Su tiempo ya pasó -repitió Javer-. Salid a la calle sin miedo.

Salimos. Las calles no estaban tan desiertas como decía Xexo. Checho Kaili y Aqif Kaxahu pisaban con empaque el empedrado. Los cabellos rojos de Checho Kaili parecían un fuego atizado por el viento. Últimamente se los veía con frecuencia juntos. Parecía unirlos la desgracia de sus hijas. Ilir había oído decir un día a las mujeres que tener una hija que se ha besado con un hombre y tener una hija con barba era casi lo mismo.

Los dos hombres estaban sombríos. La señora Majnur había salido a la ventana con una rama de orégano en la mano. Las casas de las otras señoras, que se alineaban a continuación, tenían las ventanas cerradas. La casa de los Karllashe, con su gran puerta de hierro (el llamador en forma de mano humana me recordaba el brazo cortado del inglés), estaba silenciosa.

– ¿Vamos a la plaza a ver el agujero de la estatua? -dijo Ilir.

– Vamos.

– Mira, los griegos.

– Los soldados estaban de pie delante de las carteleras del cine. Eran cetrinos.

– ¿Son gitanos los griegos? -me preguntó en voz baja Ilir.

– No lo sé. No creo que sean gitanos, porque ninguno lleva violín ni clarinete.

– Mira, ahí está Vasiliki -Ilir señaló con la mano la casa amarilla de Paxá Kaur, en cuya puerta había varios gendarmes.

– No señales con la mano.

– No pasa nada -respondió él-. Su tiempo ya pasó.

La taberna «Addis Abeba» estaba cerrada. Las barberías también. Un poco más y pasaríamos por el centro de la plaza. Los carteles rasgados por el viento se veían desde lejos a los pies de la estatua. Sss-zzz. Me detuve.

– Escucha.

Ilir abrió la boca.

De lejos llegaba un fragor apagado. Alguien levantó la cabeza hacia el cielo. Un soldado griego se llevó la mano a la frente y miraba.

– Aviones -dijo Ilir.

Estábamos en medio de la plaza. El fragor se volvía más intenso. La plaza empezó a vaciarse. El soldado griego lanzó un grito y echó a correr a continuación.

El cielo temblaba como si fuera a desplomarse.

Sí, era él. Su sonido. Su estruendo.

– ¡Rápido! -gritó Ilir tirándome de la manga-. ¡Rápido!

Pero yo estaba paralizado.

– El aeroplano grande -dije con un hilo de voz.

– Resguardaos -aulló alguien en tono severo.

El estruendo aumentó. Bruscamente devoró todo el cielo junto con el estampido del viejo antiaéreo, cuyo proyectil se perdió en aquel caos.

– ¡Resguarda… a… a…!

Un girón de alarido llegó roto desde lejos y vi de pronto en el cielo, exactamente sobre nuestras cabezas, tres bombarderos surgiendo de entre los tejados a una velocidad alucinante. Uno de ellos era él, precisamente él. Enorme, con las alas de color ceniza extendidas, mortífero y cegado por la guerra, lanzaba las bombas por la cola. Una, dos, tres… La tierra y el cielo se aplastaron una contra el otro. Una furia ciega me estrelló contra el suelo. ¿Qué hace? ¿Qué es lo que está haciendo? Los oídos me dolían. ¡Basta! No veía nada. No era capaz de encontrar mis oídos ni mis ojos. Sin duda estaba muerto.¡Pero basta ya! ¿Qué es lo que pasa?

Cuando se restableció la calma, oí un llanto acongojado. Era mi propio llanto. Me levanté. Sorprendentemente, la plaza estaba aún horizontal, cuando momentos antes parecía que todo se hubiera derrumbado y distorsionado para siempre. Ilir estaba tirado de bruces a unos pasos. Lo zarandeé por los hombros. También él lloraba. Se levantó cabizbajo. Tenía arañazos en la frente y en las manos. Yo también estaba ensangrentado. Sin decir una palabra, llorando sonoramente, emprendimos una carrera rápida y triste hacia casa. En la calle del mercado nos dimos de bruces con Isa y Javer, que corrían hacia nosotros con los rostros desencajados. Al vernos lanzaron un grito y, cogiéndonos en brazos y corriendo de la misma forma alocada, nos llevaron a cada uno a su casa.

Los italianos volvieron a entrar en la ciudad. La carretera se llenó una mañana de mulas, caravanas de soldados y cañones. Arriaron en la torre de la prisión la bandera con la cruz de Grecia y pusieron otra vez la tricolor de Italia.

Era fácil concluir que no se trataba de una entrada provisional. Inmediatamente detrás del ejército llegaron, unos tras otros, la sirena de alarma, el proyector, la batería antiaérea, las monjas y las chicas de la casa de prostitución. Tan sólo el campo del aeropuerto no volvió a ocuparse. En lugar de los aviones militares, vino un solo y sorprendente aeroplano de color naranja con el tronco largo, las alas cortas y tremendamente feo, al que la gente bautizó como el «bulldog». Erraba solitario por las pistas del aeropuerto, como un huérfano.