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Mucha gente no había acudido a la fortaleza. Se trataba en general de familias en cuyas casas había ocurrido algún desastre o cuyos tejados escondían algún misterio. Tampoco había venido ninguna de las viejas de la vida.

El segundo día encontramos en la primera galería a babazoti y su gente, junto con los gitanos. El abuelo estaba sentado en su otomana y leía un libro escrito en turco sin inmutarse siquiera por la multitud de gente que bullía a su alrededor. A Susana no la vi por ningún lado.

– ¿Qué significa edad media? -me preguntó Ilir.

– No sé. ¿También tú oíste al loco de anoche?

– Sí.

– Vamos a preguntar a Javer.

Isa y Javer desaparecían de vez en cuando.

– ¿La edad media? -dijo-. Es la época más negra de la humanidad. La historia de ese Macbeth que leíste sucedió en la edad media.

En las conversaciones de algunos se mencionaba cada vez con más frecuencia la fortaleza y la edad media. La fortaleza era antigua y era la que había engendrado la ciudad. Sus casas se parecían poco más o menos, del mismo modo que los hijos se parecen a la madre. Con el transcurso de los siglos, la ciudad había crecido mucho. Aunque la fortaleza era aún imponente y se mantenía bien conservada, aunque una línea telefónica la unía a la central de la ciudad (los cables que salían por una tronera de la torre occidental se veían desde todas partes), nadie hubiera creído que llegaría el día en que hubiese de cobijar de nuevo a su criatura: la ciudad. Se trataba de un anacronismo, un anacronismo incluso inquietante. Ahora que todo ya estaba hecho se esperaban las consecuencias. Ya que se había aceptado el servicio de la fortaleza, era obligado aceptar también lo que ello traía consigo. Podían producirse enfermedades medievales. Podían renacer viejos crímenes. La crónica de Xivo Gavo estaba repleta de asesinatos y epidemias de peste.

Un día (era el quinto de estancia en la fortaleza), Ilir y yo paseábamos sin objeto preciso entre el barullo humano. Habríamos querido a veces salir de las galerías para ver otras zonas del castillo, pero habíamos tenido miedo. Decían que la fortaleza poseía muchos lugares misteriosos, catacumbas y laberintos donde, si se entraba, no se podía volver a salir. Ante algunas entradas oscuras habíamos visto desde lejos a personas que en apariencia no prestaban atención a quienes las miraban, pero que si te acercabas a ellas comprendías en seguida que eran los guardianes de aquellas entradas.

Mientras deambulábamos por la primera galería captamos de pronto, entre la algarabía general, varias palabras que llevábamos tiempo esperando. Eran dos hombres no muy viejos, con los cuellos envueltos en bufandas, altos y pálidos. Sus voces eran monótonas. Lo abandonamos todo y nos fuimos dócilmente tras ellos. Habíamos caído prisioneros. Las cadenas de las palabras rechinaban en nuestras manos y nuestros pies.

– ¿La sentencia de muerte llegó el lunes?

– No, la sentencia inexorable llegó el sábado. El lunes fue la ejecución. La cabeza se la llevó en una cartera el oficial de palacio y el cuerpo lo arrojaron desde la torre de la parte este. El oficial partió aquella misma noche hacia la capital.

– ¿Estaba envenenado cuando le cortaron la cabeza?

– No. Sólo estaba borracho. La cabeza fue expuesta, según la costumbre, en el nicho de piedra, en Estambul.

– Ya vi una vez ese nicho.

– La cabeza permaneció allí durante diecinueve días, hasta que llevaron la de Kara Razi. Ya sabes que, según el reglamento, en el nicho sólo Se exhibe una cabeza…

Ellos hablaban. Nosotros los seguíamos. Habíamos dejado atrás la galería y atravesábamos ahora la gran explanada. Llovía. Todo estaba mojado y desierto. Se metieron por unos corredores estrechos, bajaron algunas escalinatas de piedra, subieron otras, caminaron por una galería abandonada. Nosotros temblábamos como perros ateridos de frío.

Penetramos en un corredor amplio, de techo bajo, donde escuchábamos el ruido de los pasos, no ya bajo nuestros pies, sino sobre nuestras cabezas. Aquí las palabras de los dos hombres comenzaron a deformarse, a hincharse y estirarse fuera de toda medida. No se entendía nada. Así continuamos un buen rato, mientras atravesábamos el pasadizo.

Desembocamos en una gran cavidad rematada por una bóveda. Nos vieron. Volvieron sus cabezas y nos miraron largo rato con sus ojos de color ceniza. Nosotros continuábamos temblando. Después, uno señaló con la mano los hierros oxidados que colgaban de los muros y ambos apartaron los ojos de nosotros.

– Aquí estuvo encarcelado Gur Cherchiz. Ahí están las cadenas. Las terceras por la derecha. Estuvo encadenado ahí mucho tiempo después de muerto. Cuando retiraron el cuerpo, la mitad se lo habían comido las ratas.

– ¿Y Karafil? ¿Los encarcelaron juntos, no?

– Las cadenas de Karafil son las quintas. Vivió hasta la llegada del decreto magnánimo que lo perdonaba. Cuando lo subieron al patio de la fortaleza, caminaba como aturdido y todos creyeron que era a causa de la alegría. Cuando comenzó a avanzar en dirección al muro, uno dijo: «Me parece que no ve», pero los demás desoyeron sus palabras. Karafil se acercó al muro y, cuando llegó al borde del precipicio, justo cuando todos esperaban que se detuviera y admirando la vista que se aprecia desde lo alto pronunciara una breve declaración o simplemente alguna loa al sultán que lo había perdonado, dio un paso más hacia delante y cayó. Sólo entonces se convencieron todos de que estaba ciego.

Subíamos ahora unos escalones. La piedra estaba pulida.

– Por esta escalera rodó la cabeza de Hurxid bajá. Durante la caída se reventó el ojo derecho, así que se abrió un proceso judicial contra el oficial encargado de llevarla a la capital. Lo acusaron de no haber velado por la cabeza durante el trayecto y de no respetar las reglas en la dosificación de la sal.

– Las reglas sobre la administración de la sal a las cabezas cortadas las formuló, si no me equivoco, el jefe médico Bugrahan, tras los malentendidos que se produjeron en relación con la cabeza de Timurtax, ¿no es así?

– Los malentendidos surgieron con la cabeza de Gelldrem. Había cambiado tanto después de cortada que había dudas de que fuera en verdad la suya. Fue entonces cuando se decretaron las reglas.

Hablaron largamente sobre las cabezas. Nosotros, definitivamente presos, caminábamos tras ellos. Sus cuellos estaban bien cubiertos por las bufandas. Llegó un momento en que me pareció que aquellas bufandas negras no hacían sino sostener sus cabezas (cortadas hacía tiempo) para que no cayeran al suelo.

Sentí ganas de vomitar. Ahora estaban subiendo. El aire se volvió más fresco. Salimos.

– ¡Cacahuetes! ¡Cacahuetes!

Estábamos salvados. Corrimos alocadamente entre la multitud que abarrotaba las enormes galerías, buscando a los nuestros.

– ¿Dónde estabais? ¿Por qué estáis tan pálidos? -nos preguntaron casi a un tiempo mi madre y la de Ilir.

– ¿Por qué tembláis? -dijo doña Pino.

– Tenemos frío.

– Tenemos mucho frío.

Mamá nos cubrió con una manta. La madre de Ilir nos dio a cada uno un pedazo de pan untado con mermelada. Allí, entre la gente, se estaba caliente. Habían venido a visitarnos algunas mujeres. Papá y Bido Sherif hablaban de algo. La nuera de Nazo tenía la barbilla apoyada en el puño y miraba tristemente. Doña Pino hacía algo con la cartera amarilla de sus instrumentos. «Bodas habrá siempre, en todo tiempo y en todo lugar, hasta el día del juicio», había dicho el primer día de nuestra permanencia en la fortaleza, cuando alguien le preguntó por qué llevaba la cartera consigo. La nuera de Nazo suspiró. La vida era hermosa entre la gente.

Ilir y yo no nos movimos de allí durante toda aquella tarde y el día siguiente. Escuchábamos las conversaciones de las mujeres que venían de visita. Temíamos encontrarnos a los dos desconocidos de los cuellos envueltos en bufandas negras. Habíamos decidido que, aunque los viéramos por casualidad entre el gentío, nos taparíamos los oídos inmediatamente para no escucharlos.