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¿Sería él?

Los tejados estaban como aturdidos por la luz. Me acerqué al juku. Los colchones, los edredones, los cojines, las sábanas con encajes, todo aquel conglomerado mullido y blanco que se llamaba juku permanecía mudo como una trampa. En esta ciudad hay dos formas de hacer desaparecer a las muchachas embarazadas: ahogarlas con el juku o ahogarlas en un pozo.

¿Sería él?

Los días pasaban de forma monótona, sin acontecimientos. Una persona buscaba el cuerpo de otra, con la que se había besado tiempo atrás. Esto sucedía en las profundidades, bajo tierra. Arriba todo seguía como antes. Los días eran indolentes, viscosos. Todos eran iguales. Un poco más y se desprenderían hasta de la última diferencia que quedaba entre ellos, la corteza de sus nombres: lunes, martes, jueves…

Ningún suceso. Pasaron el miércoles y el jueves. Después el viernessábadodomingo. Los días se aglutinaban como una masa gelatinosa. El martes, por fin, sucedió algo: después de la lluvia, salió un pequeño arco iris. En nuestra ciudad, la primavera no surgía del suelo, donde imperaba la piedra, que no conoce el cambio de estaciones, sino del cielo. Sus signos eran el adelgazamiento de las nubes, los pájaros y los escasos arcos iris. Éste caía en el interior de la ciudad. Curiosamente, el comienzo del arco se situaba en torno a la casa pública y el final cerca de la casona de la tía Xemo, que pasaba por ser una de las casas de mayor honestidad de la ciudad.

– Doña Pino, venga a ver -había gritado la mujer de Bido Sherif.

– Es la hecatombe -dijo doña Pino.

– Selfixe, sal a ver. ¡Selfixe, sal!

La abuela miraba y movía la cabeza de un lado para otro.

Después del arco iris pasó una semana sin que sucediera nada.

– Isa y Javer van a hacer algo -me dijo un día Ilir.

– ¿Qué?

– Ni yo mismo lo sé. He oído a Javer que decía: voy a acabar con esta calma, pequeño… pequeño… no recuerdo la palabra.

– No me lo creo -dije.

– ¿Por qué?

– ¿Te acuerdas cuando hicieron la lista de la muerte? ¿Por qué no dispararon a nadie con el revólver que tienen?

– ¿Y qué? Vete a saber cómo fue la cosa.

– Tampoco ahora van a hacer nada.

– Lo harán.

– Jorgo Pulos se ha vuelto a cambiar el nombre: ahora se hace llamar Georgio Pulo. ¿Por qué no lo matan?

– ¿Apostamos a que esta vez hacen algo?

– Vale.

– ¿Qué apostamos?

– Te apuesto Francia y Suiza contra Madagascar.

– Bueno.

Perdí Francia y Suiza tres días después. Sucedió algo colosaclass="underline" ardió el ayuntamiento. Era por la mañana cuando sonaron los disparos. Después se oyeron gritos en la calle: «¡Se quema el ayuntamiento! ¡Está ardiendo el ayuntamiento!» Las ventanas se abrieron como por ensalmo. Cabezas, manos, brazos se estiraban para ver mejor. El ayuntamiento se quemaba. Sobre el edificio macizo, el humo espeso, como una recua de caballos negros, era zarandeado por el viento. En el interior amarilleaban las llamas hambrientas. Retumbaron los pasos de alguien en la calle. Después, una voz ronca gritó:

– ¡Se queman las escrituras!

– ¿Las escrituras? -preguntó una mujer desde su ventana.

– ¡Desdichadas de nosotras! Se están quemando las escrituras.

La voz ronca no cesaba de repetir:

– ¡Vecinos, ciudadanos, salid! Se queman las escrituras.

– ¿Qué son las escrituras? -pregunté en voz baja. Nadie me respondió.

En la calle resonaban los pasos. Aproveché la confusión y salí. La casa de Mane Voco estaba muy cerca. Me abrió la puerta Ilir.

– ¿Qué, has traído Francia y Suiza? -me asaltó diciéndome nada más entrar.

– Te las daré, te las daré. Pero espera un poco. ¿Cómo está el asunto?

– Se ha quemado. Se acabó.

– ¿Ellos?

– Desde luego. ¿Quién si no?

– ¿Dónde están?

– En la habitación. Aparentan no saber nada. Se hacen los sorprendidos.

– ¿Qué son las escrituras?

– No lo sé.

– ¡Cerrad la puerta! -gritó la madre de Ilir desde arriba-. Meteos dentro.

Subimos las escaleras. Ilir llamó a la puerta de su hermano.

– ¿Podemos entrar un rato?

Entramos uno tras otro: Ilir delante y yo detrás. Isa y Javer estaban de pie y miraban las llamas. Se dijeron algo en lengua extranjera.

– ¡Qué raro! -dijo Javer-. ¿Quién lo habrá incendiado? ¿Qué se dice por tu casa? -preguntó dirigiéndose a mí.

– Es verdad, es muy raro -añadió Isa.

– Yo tenía mucho sueño cuando sonaron los disparos -dijo Javer.

– También yo. Dormía plácidamente.

– Se oyeron gritos en la calle.

– ¿Qué significa escrituras? -preguntó Ilir.

– ¡Ah, las escrituras! -exclamó Javer-. ¿Oís cómo lloran por ellas? Las escrituras son los documentos de propiedad, los papeles donde dice quiénes son los propietarios de las casas, los huertos y las tierras, ¿comprendéis?

Era difícil comprenderlo. Los dos se esforzaron durante un rato porque lo lográramos.

– En esos documentos está escrito todo: la propiedad generación tras generación, los beneficiarios de las herencias. Cuando se originan pleitos por cuestiones de propiedad, se recurre inmediatamente a las escrituras.

En la calle, los gritos eran cada vez más fuertes. Algo íbamos entendiendo.

– Fijaos cómo aullan -dijo Isa-. Les han tocado el monstruo de la propiedad.

Por encima de los gritos se elevó un lamento penetrante.

– La señora Majnur -dijo Javer y se asomó a la ventana para verla mejor.

La señora Majnur había salido a la calle con la cabeza descubierta. Sus cabellos cenicientos, que siempre cubría un velo negro, resultaban atemorizadores. Las palabras que pronunciaba entre chillido y chillido resultaban confusas y estaban empapadas de saliva.

– Los deudores… se queman los títulos… los comunistas… malditos…

– ¡Aulla, bruja! ¡Aulla, vieja puta! -murmuró Javer.

Yo tenía la cara pegada al cristal y miraba las calles que bullían. El cristal se empañaba constantemente con mi aliento. Los suelos y las casas, liberados del dominio de las escrituras, habían comenzado a inclinarse, a moverse. Las distancias se quebraban; los muros intentaban abandonar sus cimientos; algo bajo ellos, el ancla secular que los mantenía sujetos, se había soltado. En su agitación, las casas pétreas se aproximaban amenazadoramente unas a otras, con peligro de caerse, de derrumbarse.

– ¡Se queman, se queman!

Tan sólo las calles, que pertenecían a todos, se esforzaban por mantener cierto orden en medio de aquel caos.

No duró mucho. El humo se elevaba cada vez más serenamente sobre el edificio incendiado. Las ventanas, donde poco antes se enardecían las llamas, habían comenzado a ennegrecer.

– Bueno, ya se ha quemado el Reichtag -dijo Javer, moviendo el globo terráqueo con el dedo.

– ¿Quién lo habrá incendiado? -preguntó Ilir.

– ¿Quién? Los incendiarios -le respondió Javer.

– Toda ciudad en el mundo posee un edificio que debe arder -añadió Isa.

Javer rió para sí. Después bostezó. Se le cerraban los ojos. Isa también bostezaba. Fuera, las calles se habían casi tranquilizado. Me fui.

Por la noche hubo una detención en nuestra calle. Los fuertes golpes en la puerta, sin semejanza con ninguna otra forma de llamar, despertaron a buena parte del vecindario.

– ¿A quién se han llevado? -preguntó la abuela, abriendo los postigos de la ventana que daba a la calle.

– Aún no se sabe a ciencia cierta -le respondió una voz susurrante-. Me parece que al hijo de los Mezinate.

Al día siguiente se supo que había habido detenciones en toda la ciudad. En la plaza pusieron un aviso enorme en el que se prometía una suma de 40.000 lekes a quien entregara a los incendiarios.