Выбрать главу

– En estos tiempos tormentosos, debemos conservar el cariño mutuo. El amor nos protegerá. ¿Qué ganaremos con el fratricidio? Se alzará el hijo contra el padre, el hermano contra el hermano. La sangre correrá a torrentes. Alejad el fratricidio de nuestra ciudad. No permitáis que penetre en ella la muerte. El desdichado albanés se ha pasado la vida con cinco kilos de hierro a la espalda. Las otras naciones con pan, el albanés con hierro. ¡Dejemos los hierros, hermanos! El hierro engendra discordia. Tenemos necesidad de conciliación. La lucha fratricida…

Las calles de nuestro barrio estaban completamente vacías. Las puertas estaban entornadas. Apreté el paso. ¿Dónde estaría la gente? Caminaba casi a la carrera. Mis pasos resonaban de forma temerosa. Más puertas cerradas. Aldabas en forma de mano humana. La confabulación era unánime. Nuestra puerta estaba abierta. Me esperaba. La empujé y entré.

– ¿No has encontrado mejor día para venir? -me dijo mamá.

– ¿Por qué?

No quiso decírmelo. La abuela y papá me abrazaron.

– ¿Por qué ha dicho eso mamá? -pregunté a la abuela.

– Han herido a un hombre.

– ¿A quién?

– A Gerg Pula.

– ¡Ah! ¿Quién ha sido?

– No se sabe. Eso investiga la gendarmería.

– Y la hija de Aqif Kaxahu, ¿apareció?

– ¿A qué viene acordarse ahora de la hija de Aqif Kaxahu? -dijo ella en tono de reconvención-. Está con unos primos lejanos.

Un guerrillero. En el barrio del centro se había ido uno de guerrillero. Una semana antes era una persona corriente: con casa, llamadas a la puerta, bostezos antes de dormir; era el nieto segundo de Bido Sherif. Y de pronto se había convertido en guerrillero. Ahora estaba en la montaña. Caminaba, has montañas estaban cubiertas de brumas invernales, que rodaban por los barrancos como en una pesadilla. El guerrillero estaba allí. Todos estaban aquí. Sólo él estaba allí.

– ¿Por qué dicen «se ha ido el guerrillero»?

– Porque… Porque se ha ido de la ciudad.

– ¿Y por qué no vuelve?

– ¡Uf, me aburres todo el día con esas preguntas!

Una bruma cegadora, cargada de electricidad, partía la ciudad en dos. Los barrios altos se encontraban por encima de ella, como en tierra de dioses, y los bajos por debajo, como en el infierno. En días así, cuando la ciudad quedaba de ese modo dividida por la niebla, era peligroso subir de abajo arriba o bajar de arriba abajo. Los rayos habían matado tiempo atrás a dos viejas comadres.

El invierno arrojaba lluvia y viento sobre la ciudad como nunca lo había hecho antes. Las nubes se apresuraban a descargar cuanto antes la porción de truenos, granizo y lluvia que llevaban consigo. El horizonte estaba ahogado en niebla.

Mamá lo encontró una mañana fría. Había bajado a la planta baja para sacar agua del pozo con un cubo. Nos calentábamos junto al fuego, cuando oímos sus pasos precipitados por la escalera.

– Se le habrá caído el cubo al pozo -dijo la abuela.

Mamá entró con aspecto inquieto. Llevaba en la mano un pequeño paquete descuidadamente envuelto, un paquete de papel o de trapo, no se distinguía bien.

– ¿Brujería? Ya empezamos otra vez…

– Tíralo al suelo -dijo la abuela.

Mamá lo tiró. Papá se levantó con brusquedad, cogió el envoltorio y comenzó a deshacerlo con sus dedos nerviosos. Yo miraba con los ojos desorbitados, esperando que de aquel paquete terrible cayeran de un momento a otro uñas, pelos, ceniza y alguna vieja moneda turca.

Pero no cayó nada del envoltorio. Al abrirse se transformó por sí solo en un papel arrugado. Papá le dio varias vueltas de un lado y de otro y después comenzó a leerlo.

– ¿Qué es? -preguntó mamá.

– Alguna deuda -dijo la abuela.

Papá no respondió. Me acerqué y miré por encima de su hombro. Era un papel escrito a máquina. Tenía algo añadido al final. Mis ojos quedaron presos en aquellos dos renglones escritos a mano. Aquellas letras inclinadas hacia adelante, como si se apresuraran bajo la lluvia y el viento… las conocía: era la letra de Javer.

– ¿Qué es? -preguntó otra vez mamá.

Papá volvió a envolver el papel arrugado.

– Nada -dijo-. No digáis nada a nadie.

Por la tarde vinieron las mujeres, una tras otra.

– ¿También a vosotros os han echado panfletos?

– Sí, ¿y a vosotros?

– La señora Majnur fue a avisar a los gendarmes.

– Es la hecatombe.

– ¿Qué quiere decir partido comunista?

– ¡Vete a saber!

– Cosas sorprendentes -dijo la abuela-. Cosas que nunca habían sucedido.

Por la noche hubo nuevas detenciones.

– El mundo se está volviendo salvaje -dijo la abuela.

La ciudad se volvía verdaderamente salvaje. Las chimeneas aullaban, enajenadas, con el viento.

– ¿Qué viento es ése?

El hombre del cabello semicanoso pronunciaba discursos por todas partes tratando de calmar la ciudad. Nunca olvidaba mencionar los cinco kilos de hierro.

Vísperas de invierno. Miraba la primera escarcha que vestía el mundo y pensaba de qué país serían los harapos que nos traería esta vez el viento invernal.

XIV

Los dos camiones cargados de detenidos partieron por la tarde. La plaza del centro estaba repleta de gente. Los carabineros se movían entre la multitud. Los que iban a ser internados, subidos a la caja de los camiones, se habían levantado las solapas de sus viejos abrigos. Muchos de ellos sostenían en la mano pequeños hatillos. El resto no llevaba nada. Permanecían prácticamente en silencio. En torno, la multitud vociferaba. Muchas mujeres lloraban. Las demás, las viejas, daban recomendaciones. Los hombres hablaban en voz baja. Los condenados callaban.

– ¿Qué han hecho? ¿Por qué se los llevan? -preguntó un transeúnte.

– Han hablado en contra.

– ¿Cómo?

– Que han hablado en contra.

– ¿Qué significa eso? ¿Cómo contra?

– Que han hablado en contra, te estoy diciendo'.

El otro se dio medio vuelta.

– ¿Por qué se los llevan? ¿Qué han hecho? -volvió a preguntar.

– Han hablado en contra.

El comanante de la ciudad, Bruno Archivocale, atravesó la plaza seguido de un grupo de oficiales. En el ayuntamiento iba a celebrarse una breve reunión.

Los motores de los camiones llevaban tiempo calentando. Después, el fragor amortiguado de la plaza se incrementó repentinamente. El primer camión se movió. De aquel mar fragoroso se desprendieron gritos, alaridos, palabras en voz alta. El segundo camión se movió también. Los condenados saludaban con la mano.

– ¿Dónde los llevan?

– No se sabe; lejos.

– ¿A Italia?

– A lo mejor.

– He oído que a Abisinia.

– Es posible. El imperio es grande.