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Por la ladera norte descendía una cuarta columna. Entretanto, la primera avanzaba por la calle de Varosh. Las ventanas estaban abarrotadas. La gente hablaba en voz alta, agitaba los pañuelos; alguien tocaba una armónica.

Salí corriendo a la calle. Se acercaban, pálidos, delgados, vestidos con ropas que les estaban grandes o demasiado ajustadas. Buscaba con la mirada a mi tía. Una muchacha, otra más. No. Aún más muchachas. Se dirigían hacia el centro. Sin percatarme yo mismo, caminaba junto a ellos, con un grupo de chavales. La tía no aparecía por ningún lado. Quizás en la otra columna. Desde las ventanas continuaban saludándolos. Un grupo de mujeres corría junto a ellos y preguntaba sin parar. Alguien se abrazaba, rompiendo la formación.

Las ventanas de la señora Majnur y del resto de las señoras estaban cerradas. Me asaltó una desazón. Me pareció que allá, en algún lugar por delante, había una trampa. Me pareció además que la columna avanzaba confiada hacia ella. La ciudad era grande y feroz. Las terribles bandas de Isa Toska, los ballistas con sus pellizas negras y sus bigotes, con las águilas bordadas en hilo de oro sobre sus casquetes blancos, las multitudes desesperadas de italianos vencidos, aunque todavía armados, parecían estar esperando la delgada columna guerrillera para devorarla.

En las primeras filas, en efecto, sucedía algo. Se oyeron voces.

– Algo sucede.

– En el minarete.

– ¿Qué ha sucedido en el minarete?

– Los ojos.

– ¿Qué?

– El clavo. El clavo.

– Apartad a los niños.

– ¡Los niños atrás!

Nos apartaron.

Había sucedido algo verdaderamente funesto. Mientras la columna guerrillera avanzaba hacia el centro, el muecín Ibrahim, que había subido al minarete para presenciar la llegada de los guerrilleros, había esgrimido de pronto un clavo y había intentado sacarse los ojos. La gente que pasaba por la calle y que había subido corriendo a la torre al darse cuenta le había arrancado a duras penas de las manos el clavo ensangrentado. Habían intentado bajarlo, pero él, enfurecido y fuerte como era, les pidió el clavo gritando con voz potente: «¡No quiero ver el comunismo!». Por fin, tras inútiles esfuerzos por hacerlo descender y ante el riesgo cierto de rodar ellos mismos por las escaleras a causa de su acometividad, la gente desistió y dejó solo al hombre que había intentado sacarse los ojos. El muecín Ibrahim quedó con el pecho apoyado en la balaustrada, desde donde entonaba habitualmente sus oraciones, y con las manos colgando cantaba de forma estremecedora un antiguo himno religioso.

La noche encontró a la ciudad llena de ballistas, guerrilleros, gente de Isa Toska y multitud de soldados italianos. Era una noche cerrada, repleta de voces, gritos, consignas, cascos de mula, pasos. «¡Alto! ¿Quién va? ¡Alto! ¡Muerte al fascismo! ¿Quién eres tú? ¡Alto! ¡Libertad para el pueblo! ¡Alto! ¿Quién va? Non preoccuparti… No os alarméis. Somos los valientes de Isa Toska. ¡Alto! El santo y seña. Non disturbare, che spariamo! No molestéis, que disparamos. ¡Alto! ¡Atrás! ¡Atrás vosotros! ¡Muerte al fascismo! ¡No disparéis! ¡Alto! ¡Atrás os digo! ¡Muerte a los infieles! ¡Alto!».

La ciudad parecía tener pesadillas. Hablaba entrecortadamente. Su balbuceo era sombrío, invocaba a la muerte.

Al amanecer, todo se tranquilizó. La lluvia había cesado. El cielo estaba gris, pero con mucha luz. Por la callejuela se deslizó la mujer de Bido Sherif.

– Aqi Kaxahu se ha vestido de ballista -dijo sacudiéndose la harina de las manos-. Lo he visto con mis propios ojos, el muy perro, todo cubierto de correajes y cartucheras.

– ¡Así reviente! -dijo la abuela.

Doña Pino empujó la puerta.

– ¿Cómo es posible? No nos enteramos de lo que pasa -dijo la tía Xemo, que había dormido aquella noche en casa.

– ¿En manos de quién está la ciudad? -preguntó la abuela.

– De nadie -respondió Doña Pino-. Es la hecatombe.

La ciudad estaba en manos de los guerrilleros. Se supo alrededor de las ocho de la mañana, cuando sus patrullas se dejaron ver por todas partes. Los ballistas se habían replegado en el barrio de Dunavat. Las bandas de Isa Toska lo habían hecho en el monasterio de Selim. Los italianos llenaban ambos márgenes de la carretera, la orilla del río y una parte de la explanada del aeropuerto.

Reinaba la calma. La abuela y la tía Xemo tomaban el café matutino.

– Dicen que los guerrilleros van a abrir comedores colectivos -dijo la tía Xemo pensativa.

La abuela calló. Se puso los impertinentes sobre la nariz y miró fuera.

– ¿Qué puerta es ésa que suena con tanto estrépito? -dijo-. Mira a ver. Me parece que es la casa de Nazo.

Lo había adivinado. Sí que estaban llamando a la puerta de Nazo. Eran tres guerrilleros. Uno, el que llamaba, tenía una sola mano: la izquierda. Los otros dos miraban las ventanas. Nazo y su nuera se asomaron.

– ¿La casa de Maksut Gega? -gritó desde abajo el guerrillero.

– ¿Mande usted? -dijo la nuera de Nazo.

– Que salga Maksut en seguida.

– Maksut no está en casa.

– ¿Dónde está?

– Se ha ido a casa de unos primos.

– Abre la puerta. Vamos a hacer un registro.

Salieron un cuarto de hora después. El guerrillero manco extrajo del bolsillo de la chaqueta un pedazo de papel y, juntando las cejas, lo leyó.

Un minuto más tarde llamaron al gran portón de los Karllashe. Al principio no respondió nadie. Volvieron a llamar. Alguien apareció en la ventana.

– ¿La casa de Mak Karllashe?

– Mande usted, señor guerrillero.

– Que salgan Mak Karllashe y su hijo.

La cabeza desapareció de la ventana. Silencio. Dos de los guerrilleros se descolgaron las armas del hombro. El manco volvió a llamar. El portón era de hierro y los golpes resonaban a gran distancia.

Por fin se oyó ruido en el interior. Se oyeron también gemidos, lloros, un grito femenino. La puerta se entreabrió y apareció Mak Karllashe. Alguien le tiraba de la manga. «¡Papá, no salgas, papá!» Salió. Las bolsas que tenía bajo los ojos estaban negras. Su hija lo tenía agarrado por el brazo y no lo soltaba. Su hijo, con unas relucientes botas negras y la cara pálida, completamente pálida, iba detrás. «¡Papá!», gritaba la muchacha aferrándose a su brazo. Alguien lloraba tras la puerta.

– ¿Qué queréis de nosotros? -dijo Mak Karllashe. Su cara alargada se estremecía al ritmo de los sollozos que emitía la muchacha colgada de su brazo.

– Mak Karllashe y su hijo, estáis condenados como enemigos del pueblo -gritó el guerrillero y se descolgó la metralleta del hombro con su única mano.

Tras la puerta estallaron los gritos. «¡Papá!», gritaba la niña, «¡Papá!»

– ¿Quiénes sois vosotros? -dijo Mak Karllashe-. No os conozco.

– El tribunal del pueblo -bramó el guerrillero y alzó la metralleta. La chica volvió a chillar.

– Yo no soy un enemigo; soy un fabricante de pieles; hago zapatos para el pueblo.

El guerrillero se miró las alpargatas destrozadas.

– ¡Lárgate, muchacha! -gritó y enderezó la metralleta. La chica gritó. Tras la puerta volvieron a oírse los alaridos.

– ¡Perro, aparta esta arma! -gritó la muchacha con voz ronca.

– ¡Lárgate, zonal -dijo el guerrillero y la apuntó.

– Espera, Tare -dijo uno de los otros dos y se dispuso a apartar a la muchacha, pero no llegó a tiempo.

– ¡Muerte al comunismo! -gritó Mak Karllashe.

La metralleta tembló en la única mano del guerrillero. Mak Karllashe fue el primero en tambalearse. El guerrillero intentó no alcanzar a la muchacha, pero fue imposible. La chica se estremeció, aferrándose a su padre, como si las balas cosieran a la vez los dos cuerpos. Tras la ráfaga, se sucedió una calma sorda. Los muertos se desplomaron uno sobre el otro. Sus cuerpos se agitaron aún por unos instantes, hasta que parecieron hallar tranquilidad, y entonces, sobre el montón silencioso, se alzaron las botas del hijo de Mak Karllashe, negras y brillantes. Del otro lado de la puerta llegaba un gemido contenido.