Выбрать главу

– Líame un cigarrillo -dijo a su camarada el guerrillero manco. Su rostro estaba demudado. Se colgaron las armas al hombro y echaron a andar, pero en ese momento el empedrado resonó con unos pasos pesados. Era una patrulla guerrillera. Los tres eran muy altos. Se acercaban. Llevaban suelas claveteadas.

– ¡Muerte al fascismo!

– ¡Libertad para el pueblo!

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó el que iba en medio.

– Hemos fusilado a un enemigo del pueblo -dijo el manco.

– ¿Y la orden de arresto? -la voz del guerrillero tenía un tono sumamente grave.

El guerrillero Tare extrajo del bolsillo un papel arrugado.

– De acuerdo -dijo el otro.

La patrulla se dispuso a marcharse, pero en el último instante uno de ellos distinguió los cabellos de la hija de Mak Karllashe.

– Dame ese papel -dijo regresando.

El guerrillero Tare le miró a los ojos. Su única mano, lentamente, muy lentamente, extendió dos dedos hacia el interior del bolsillo pequeño de la chaqueta y extrajo el papel arrugado.

El de la patrulla lo leyó.

– Veo entre ellos a una muchacha -dijo-. ¿Dónde está su nombre?

– Su nombre no está -dijo el guerrillero Tare y su cuello se tensó como si le hubieran golpeado.

– ¿Quién ha disparado?

– Yo.

– ¿Nombre?

– Tare Bonjak.

– Guerrillero Tare Bonjak, entrega tu arma -ordenó el de la patrulla-. Quedas detenido.

El guerrillero Tare bajó la cabeza.

– El arma.

Su mano volvió a moverse. Hizo un movimiento con el hombro para facilitar el desprendimiento de la correa y le tendió la metralleta.

El otro miró a su alrededor. Sus ojos se detuvieron en el patio de la casa abandonada de Xuano.

– Allí -dijo señalando con la mano el patio.

El guerrillero Tare se dirigió donde le ordenaban.

– Vosotros lo mantendréis bajo vigilancia hasta que vengan los camaradas que lo vayan a juzgar -dijo dirigiéndose a los dos compañeros de Tare.

– Sí, de acuerdo.

– ¡Muerte al fascismo!

– ¡Libertad para el pueblo!

El guerrillero arrestado se sentó sobre un montón de piedras y observó los muros de la casa abandonada, que había comenzado a adquirir el aspecto de unas ruinas.

Sus camaradas se mantuvieron a cierta distancia, sin hablar. Se oían los alaridos de las mujeres de los Karllashe. Estaban metiendo los cadáveres en el patio. El detenido volvió a pedir un cigarrillo. Se lo dieron.

Se fumó el cigarrillo y apoyó después la barbilla sobre el puño. Los otros dos miraban en direcciones distintas. Por fin se escucharon pasos en la calle. Llegaron. Eran tres.

El detenido se puso en pie. El juicio sería breve.

– Guerrillero Tare Bonjak, se te acusa de matar a una muchacha. ¿Es verdad?

– Es verdad -dijo él.

– ¿Qué tienes que decir?

– Nada. Soy manco. La mano derecha me la cortaron los enemigos del pueblo. No consigo disparar bien con la izquierda. Los tiros alcanzaron a la chica…

– Está claro.

Conversaron entre sí. Después uno de ellos volvió a hablar:

– Guerrillero Tare Bonjak, se te condena a morir fusilado por mal uso de la violencia revolucionaria…

Silencio. El que había hablado se dirigió con un gesto de la cabeza a los dos camaradas de Tare.

– ¿Ahora? -preguntó uno con la voz quebrada…

– Ahora.

Sus frentes se cubrieron de sudor frío.

El condenado comprendió. Se situó junto al muro y los miró. Se descolgaron las armas del hombro. Levantó su único brazo y saludó con el puño cerrado.

– ¡Viva el comunismo!

La ráfaga fue corta. El guerrillero cayó de bruces sobre las losas de piedra.

Se alejaron. Los dos camaradas del muerto caminaban detrás.

– Se nos fue Tare -dijo uno-, por una prostituta.

– ¡Se matan unos a otros! ¡Se matan unos a otros! – gritó una voz lejana.

La señora Majnur asomó su cara por la ventana y gritó con el rostro descompuesto:

– ¡Que se despedacen!

Los dos hombres la oyeron. Alzaron las cabezas rápidamente, pero ya no se veía a nadie en las ventanas. Entonces, uno alzó la metralleta y disparó una ráfaga hacia las ventanas. Los vidrios rotos cayeron ruidosamente sobre el empedrado.

DECLARACIONES DE LA VIEJA SOSE (a falta de crónica)

Está escrito en viejos libros: vendrá un pueblo que tiene los cabellos rubios y tratará de reducir a cenizas esta ciudad.

XVII

Los ejércitos alemanes habían cruzado la frontera meridional y marchaban sobre la ciudad, que se desalojaba ante su amenaza. Éste era el tercer desalojo en el transcurso de toda su existencia. El primero fue provocado por una peste, mil años antes. El segundo había tenido lugar hacía cuatrocientos años, cuando las tropas imperiales turcas habían cruzado la frontera, bajo el estandarte del Islam, exactamente por el mismo lugar que ahora presenciaba el avance de las tropas alemanas.

La ciudad se vaciaba. Se presentía la intensa soledad de la piedra.

Aquella noche de martes estaba llena de voces, pasos y rechinar de puertas. La gente se preparaba formando grupos, cerraba los portones pesados y emprendía el camino en la oscuridad, hacia la periferia y las aldeas cercanas.

En nuestro corredor se habían reunido Mane Voco y Bido Sherif junto con sus mujeres e hijos, además de Nazo y su nuera. Maksut había desaparecido. Yo estaba triste por la abuela, que se negaba nuevamente a venir, lo mismo que doña Pino. Temía que pudieran celebrarse bodas en su ausencia. Podían necesitarla. Durante sesenta años había engalanado a todas las novias de la ciudad. No podía abandonarla ahora. Una novia sin adornar es la cosa más horrible del mundo. «Es la hecatombe», había dicho cuando intentaban convencerla de que se fuera, «No y no.»

Partimos. Caminábamos con paso irregular, como ebrios. Aquí y allá, en la oscuridad, se escuchaban otros pasos. Todos se iban. Nos quedamos solos a la salida de la ciudad. Bido Sherif iba en cabeza con un bastón en la mano. Papá tropezaba continuamente con las piedras. Los demás murmuraban, maldecían, tosían, se torcían los tobillos en los hoyos. Tan sólo la nuera de Nazo, incluso en mitad de aquella noche negra, caminaba con elegancia, contoneándose levemente. Quizá no sabía andar de otro modo.

Atravesamos sembrados desiertos. En el momento en que salió la luna, caminábamos por la carretera. Nunca había visto algo tan terrorífico como aquella carretera en la noche, con las rodadas interminables de los camiones que, bajo la sombra debida a la luz de la luna, parecían líneas negras de muerte. Nazo cayó y volvió a levantarse.

Cruzamos el puente del río. Teníamos ante nosotros el campo abandonado del aeropuerto, a través del cual debíamos pasar. Más allá se distinguía la colina de la Santísima Trinidad e inmediatamente tras ella, negra y amenazadora, sorprendentemente próxima, como si se hubiese alzado de pronto para ver quien se le acercaba, esperaba la montaña.

La luna, como doña Pino, se esforzaba por embellecer o al menos suavizar un poco el aspecto lóbrego del paisaje. Pero su luz era tan escasa y tan débil que, absorbida con lujuria insaciable por la niebla y el barro, no hacía más que afearlo todo en mayor grado.

Finalmente desapareció tras las nubes.

– No se ve nada -dijo la nuera de Nazo. Todos volvieron la cabeza. La ciudad había desaparecido.

Alguien se quejó.

Entonces, la llanura, la carretera, la colina de la Santísima Trinidad, la niebla sin nombre, la misma montaña (me resultaba difícil creer que camináramos hacia una montaña, pues sus contornos eran ahora tan indeterminados que parecía que allí delante no hubiera otra cosa que un pedazo más denso de noche): todo aquello, abandonado a la oscuridad, comenzó a crujir y a moverse torpemente, como un monstruo. Poco a poco yo iba perdiendo la noción de la realidad. Nuestro caminar carecía ya de dirección, era un avance sin objeto, un errar por el vientre de la noche. Además, me sentía incapaz de pensar. Estaba acostumbrado a hacerlo entre las paredes, en las calles, las habitaciones, que, al parecer, me ordenaban los pensamientos, mientras que ahora todo era, no sólo inabarcable, sino también fatal. Ahí estaba la montaña: inclinada sobre la colina de la Santísima Trinidad, devoraba su lomo calladamente. Y ésta moría.