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– Ya está bien, querida Xexo. Sí nos hemos echado al camino con bien, podía haber sido para mal -dijo la mujer de Bido Sherif-. ¿Qué noticias nos traes?

– ¿Por dónde empiezo? La hija de Checho Kaili, ¿lo habéis oído?, se ha largado con los italianos.

– ¿Con los italianos?

– Últimamente le había crecido mucho la barba y se le había puesto como la del Mulla Kasem. El barbero entraba y salía a diario en la casa de los Kaili, con la cartera llena de cuchillas de todas clases, de esas francesas. Si no, no había modo. Hasta que una noche se hartó y se largó. Dicen que fue el barbero el que lo arregló todo. Se fue en el camión del burdel.

Tomó aliento. Se hacía notar la falta de la abuela. Sólo ella podía expresar en ese momento un juicio más general sobre lo sucedido y decir algo que no podían decir ni mamá, ni la mujer de Bido Sherif, ni siquiera la de Mane Voco.

– Quizás ahora se vaya con ella esta horrible calamidad que ha caído sobre la ciudad -dijo Xexo-. Una calamidad era esa muchacha con barba. Ha hecho bien en marcharse -siguió diciendo y asombrando a todos, pues contra su costumbre, estaba expresando algo esperanzador. Pero su flaqueza fue breve. Alzando la voz, que atravesaba su nariz con un silbido sordo, casi gritó-: Pero no nos abandonan las calamidades, no. ¿Habéis oído lo de Maksut, el hijo de Nazo? Un soplón, queridas, un soplón.

– ¿Soplón?

– Soplón, sí. Una serpiente agazapada. Por eso no se fue a una aldea como los demás, sino que despachó a la mujer y a la madre, porque tiene miedo a los guerrilleros. Se ha escondido y no aparece por ninguna parte. Espera a los alemanes, dicen. Les envía mensajes por las noches y les muestra el camino para llegar. Dicen que fue él quien denunció a Isa.

La madre de Ilir sollozó.

– ¡Ah, perro, perro!

Xexo lanzó un gran suspiro.

– Avdo Babaramo no ha encontrado aún el cuerpo de su hijo -dijo ahora con voz sosegada-. Todavía anda por los caminos ese pobre padre. Pero ahora todos vamos por los caminos -Xexo comenzó a elevar la voz-, por los caminos como los judíos. ¿Qué hemos hecho, Dios mío, para que nos trates así? Nos has arrojado bombas, has hecho que nos salga barba, has hecho salir agua negra de la tierra, ¿qué más pretendes hacernos?

Su voz nasal resonaba como un trueno. Después pareció cansarse y empezó a hablar más calmadamente.

– Abandonamos nuestras casas como si estuviéramos locos. ¿Qué puedo deciros, queridas? Filas y filas de hombres y mujeres, cargados con bultos, con cunas y con mantequeras, con tullidos y con gatos, marchan y marchan sin volver la vista atrás, como los desterrados. Dino Chicho caminaba en medio de ellos con su aeroplano a cuestas.

– ¿Con el aeroplano?

– Con el aeroplano a la espalda, queridas, con el aeroplano. La gente de su casa se le acercaba y le rogaba: «Dino, anda, deja el aeroplano; ¿dónde lo vas a llevar?; pesa mucho, nos vamos a quedar rezagados». Pero él no los escuchaba. De ningún modo quería dejárselo a los alemanes.

Salí corriendo al exterior con la esperanza de ver entre los refugiados a Dino Chicho cargado con su aeroplano. Hacía frío. Los refugiados eran ya escasos. Apenas podían arrastrar las piernas. Reconocí a dos chicos del barrio.

– ¿Dónde estáis vosotros? -les pregunté.

– En aquella… aquella… Allí.

– ¿Y tú?

– En… ésta… aquí.

No éramos capaces de pronunciar la palabra casa. Por fin encontré a Ilir. Desde la muerte de Isa estaba como aturdido. Le conté lo que nos había dicho Xexo sobre Maksut. Sus ojos centellearon.

– Escucha -me dijo-, cuando volvamos, mataremos a Maksut. ¿De acuerdo?

– De acuerdo. He visto en casa un viejo puñal del abuelo.

– ¿Es afilado?

– Mucho. Y tiene unas letras en turco.

– Lo esperaremos cuando vuelva a casa de noche. Yo lo cogeré por el cuello y tú le clavarás el puñal.

Estuve un rato pensando.

– Es mejor que lo invitemos a cenar y lo matemos mientras duerme, como hizo Macbeth -le dije-. Después le cortaremos la cabeza.

– Y la tiraremos por la escalera para que se le reviente el ojo derecho -me secundó Ilir-. Pero ¿cómo lo vamos a invitar a cenar?; ¿dónde?

Nos pusimos a tramar el plan con todos los detalles. Éramos casi felices. Pasó cerca de nosotros Qani Kekez. Su rostro redondo y rojo parecía sosegado, aunque, si se lo observaba con atención, tenía algunos arañazos recientes.

– ¡Adiós los gatos de la aldea! -dijo Ilir.

Reímos los dos. Me alegré por Ilir. Después de la muerte de Isa, tenía la impresión de que había crecido de pronto y me había dejado solo. Ahora estábamos de nuevo juntos.

Charlando sobre el plan de ejecución, habíamos llegado inadvertidamente a un extremo de la aldea. La tierra estaba cubierta de escarcha. Todo lo que había alrededor: los árboles cuyos nombres desconocíamos, los pájaros que veíamos por primera vez, los almiares aislados, la tierra esponjosa y suelta por la acción de la azada, las boñigas de vaca salpicadas aquí y allá, todo era ajeno e incomprensible para nosotros. Unos niños del lugar nos miraban con timidez con sus ojos tiernos. Miré la cara alargada de Ilir, sus pelos tiesos como pinchos y recordé que mi aspecto era poco más o menos el mismo. Los pequeños aldeanos comenzaron a caminar detrás de nosotros.

– ¿Has visto cómo se asustaban? -dijo Ilir-. Somos terribles.

– Somos asesinos -dije yo.

Saqué la lente y me la puse sobre el ojo.

– ¡Tú no puedes decirme que yo he sido…! ¡No agites contra mí tu cabellera ensangrentada! -dije en voz alta, dirigiéndome a un almiar reducido a la mitad.

– Estas palabras se las diremos al espíritu de Maksut cuando se nos aparezca después de muerto.

– ¡Qué bien! -dijo Ilir.

Los pequeños campesinos que venían detrás de nosotros temblaban. Ahora caminábamos por tierra labrada.

– Y esta tierra, ¿por qué es así de blanda? ¿Qué le han hecho? -preguntó Ilir con enojo.

Me encogí de hombros.

– Cosas de los campesinos -dije.

– ¡Tanto trabajo sin sentido!

– ¡Completamente sin sentido!

– Es mejor que hablemos de la ejecución -dijo Ilir.

El llano sosegado, levemente inclinado, quedaba abierto a los vientos invernales. Los almiares desperdigados le conferían aún mayor sosiego. Caminábamos entre ellos y hablábamos de matar. Sin darnos cuenta salimos al camino por el que, junto con los refugiados, pasaban algunos aldeanos con sus mulas. Algunos de ellos marchaban en dirección contraría. Una mujer con la cara pálida apenas podía sostenerse sobre la mula.

– Aquí cerca hay un monasterio donde curan a la gente enferma -dijo Ilir.

Regresamos en dirección a la aldea. Andábamos detrás de un grupo de refugiados que volvía del monasterio, al que debían de haber ido para pasar el rato. Frente a nosotros venían más refugiados.

– ¿Dónde vais? -preguntaron desde el grupo al que seguíamos.

– Al monasterio -dijeron-, a ver la mano que hace milagros.

– ¡Qué milagros, hombre! De allí venimos nosotros. ¿Sabéis lo que es? La mano del piloto inglés.

– ¿La mano del inglés?

– Esa misma. Con el anillo en el dedo, como entonces. ¿Te acuerdas que la robaron del museo?

– ¿Cómo no me voy a acordar? Mira por dónde…

– Es mejor que os volváis.

Se volvieron. Nosotros caminábamos aturdidos entre el grupo bullicioso. Las palabras fueron escaseando después gradualmente hasta que sólo se oyeron los pasos.

– ¡Ese brazo! -dijo alguien con voz grave-. Ese maldito brazo no se despega de nosotros.

Nadie respondió.

– ¡Ah, infelices de los hombres! -dijo la misma voz-. ¡Si supieran a dónde pueden ir a parar sus cabezas o sus manos…!

Habíamos llegado a la aldea.

Por la noche, lejos, en la dirección en que debía encontrarse la ciudad, se divisaron fuegos. Todos los refugiados salieron al exterior y contemplaban boquiabiertos el temblor débil de las llamas. Se decía que estaban quemando las casas de los guerrilleros, pero no se sabía nada con certeza. Entre la oscuridad y la niebla, la ciudad lanzaba señales mediante los pañuelos lejanos de las llamas, que nadie era capaz de descifrar.