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– De dónde salen los tordos, los de la plaza -le pregunté al hombre del taxi. Hubo una pausa extraña.

– Los tordos -dijo-. Para mí no son tordos.

– Pero de dónde salen.

– Y vaya uno a saber.

Fue todo lo que hablamos, o quizá yo no le presté atención. Mientras le pagaba, se me ocurrió la fantástica idea de que ese hombre podría haber estado tratando de insinuarme algo. Lo miré fijamente. No alzó los ojos al darme el vuelto. Tenía la cara justa de no haber querido decir nada. Pero nunca se puede estar seguro. Entonces sucedió lo de la moneda. Una moneda que el hombre acababa de darme se me escapó de las manos y cayó al suelo. Si sale ceca, pensé, va a ocurrir algo extraordinario. El automóvil arrancó y yo me quedé al borde de la vereda. No quise mirar.

Esto es la Terminal. Esto debería estar sucediendo mañana. El llamado violento de los altoparlantes anunciando coche número tanto sale con destino a tal parte. Mujeres nerviosas, hablando en voz alta. Mujeres con pañuelos en la cabeza y sus muchos colores de mujer que viaja. Hombres con valijas interplanetarias y camisas fuera de los pantalones. Chicos disfrazados de enanitos esquimales. La trepidación de los motores. El viento entrando por las dos bocas de la galería. Todo un poco estruendoso e innoble. O sea que desde este lugar infecto me voy a ir para siempre al día siguiente. ¿Y adonde me voy a ir, si se puede saber? Ahora discuto a gritos junto a una ventanilla, discuto absurda y empecinadamente para conseguir un asiento que no tengo el menor interés de ocupar. Sobre la rueda, no; jamás sobre la rueda. Imposible leer. Vea, señor, yo le pago para viajar en el asiento que a mí se me antoja, y además quiero dos, detesto que la gente se apoltrone a mi lado y converse. Una voz dijo entonces la palabra amor casi junto a mi oído, y me sobresalté. Después vi una chiquita de ocho o nueve años corriendo hacia su madre, quien acababa de llamarla con la palabra amor. Tenía un pie descalzo y en el otro llevaba un zapatito de bailarina, dorado. Sus grandes ojos de niña y su boca embadurnada de chocolate y su pie de oro. Llevaba bajo el brazo uno de esos enormes libros infantiles que leen las niñas que luego crecerán y amarán a un escritor atormentado y adulto. Si yo hubiera tenido diez años me habría puesto a caminar cabeza abajo, o por lo menos habría dicho una chanchada, para llamar su atención. Mire, le dije al tipo de la ventanilla, déme el asiento que quiera, usted no tiene la menor idea de lo que puede dejar de suceder, si no viajo.

Salí a la calle. El cielo sucio no podía estar más de acuerdo con mi alma. Siempre pasa. Un mundo que se maneja con imágenes convencionales, dioses groseros y sin fantasía. Volví a quedarme detenido en el borde de la vereda, oyendo a mi espalda el ruido de los motores y las voces en el pabellón de la Terminal. Después me agaché para buscar la moneda que había dejado caer antes de entrar. No pude encontrarla por ninguna parte. Una moneda, sin embargo, no desaparece porque sí. Nadie llega a una estación de ómnibus con tiempo para mirar el suelo y ver monedas, pero, aunque alguien la hubiese visto por casualidad, nadie se toma el trabajo de recoger diez centavos cuando está por viajar setecientos kilómetros.

– ¿Perdió algo?

Unos botincitos negros, de señorita mayor, se detuvieron muy juntos a mi lado. Yo estaba en cuclillas. Los botincitos eran redondos en la punta. No tuve más remedio que recordar tus propias palabras frente a El Vesubio. Te pasa algo. La gente ve a un hombre descalabrado en el medio de la calle y lo único que se le ocurre preguntar es si se cayó. Hablan por teléfono, la comunicación se corta, vuelven a marcar el número y lo primero que dicen es: se cortó. A esta clase de cosas se le llama lenguaje humano. Alguien nos hizo creer que es un modo de comunicación muy superior al canto de los pájaros o al fanalito intermitente de las luciérnagas.

La dama de los botincitos pensaba seguramente que no había hablado lo bastante alto.

– ¿Perdió algo, joven?

La miré oblicuamente, desde allá abajo.

– No. Estoy haciendo gimnasia.

La mujer, al principio, pareció sonreír. Después, su cara se contrajo. Cuando se alejó vi que iba vestida totalmente de azul y tenía puesta una gorrita estrafalaria, como de vigilante; en la cinta, grabado en letras doradas que ahora yo no podía ver, decía, por supuesto, Ejército de Salvación. Renuncié a encontrar mi moneda. Iba a ponerme de pie cuando, a unos centímetros de mis ojos, vi el dibujo a todo color de una joven de largo pelo rubio y hermosa cola de pez. El libro de la nena del pie de oro. La dueña del libro tenía la mano extendida con la palma hacia arriba. Mi moneda.

– Una señorita preguntó por usted -oí, en el hotel.

XVII

Había llegado instantáneamente, como a través de un sueño. Un sueño exasperado y barroco, uno de esos sueños poblados de imágenes indescifrables que se olvidan súbitamente al despertar. "Una señorita preguntó por usted." Como un perro que al salir del agua se sacude frenéticamente en todas direcciones, al ver la cara regordeta del hotelero traté de organizar este nuevo aspecto del mundo a mi alrededor. Este hombre se llamaba Ripul. Era bajito y tenía manos de bebé enorme. Usaba unos pantalones extraordinarios, muy anchos en la cintura. Lo que unido al hecho de sujetárselos con tiradores causaba la molesta impresión de imaginarlo colgado. O de que alguien lo hiciera flotar tironeándolo desde arriba con un mecanismo sujeto a la entrepierna. Daba un poco de miedo. Como si Humpty Dumpty estuviera a punto do transformarse en Peter Lorre. Susurraba. "Una señorita preguntó por usted", dijo. Como si acabara de almorzar algodón. Una señorita, por mí. Hacía unos minutos que nos habíamos separado en la esquina del Colegio Monserrat. Era imposible, o por lo menos bastante improbable, que hubieras venido a buscarme a un hotel que no conocías.

– Una señorita. ¿Cómo una señorita?

La forma de mi pregunta no sólo era ilógica, sino agresiva. El hombre me miró con timidez, como si se disculpara. Dijo:

– Me pareció una señorita.

Recuperé el buen humor de golpe. Aquella respuesta era tan fantástica y el señor Ripul parecía tan abrumado por haber supuesto, sin la menor prueba ni derecho, que fue una señorita y no una morsa lo que vino a buscarme, que si le hubiese dicho por esta vez está perdonado, pero que no se repita, él habría respondido cualquier otro disparate, y si le hubiese gritado que, en efecto, quien estuvo a buscarme no era ninguna señorita, sino una morsa, él, antes de huir despavorido, habría alcanzado a murmurar que sí.

– Lo que quiero saber, excelente señor Ripul, es cómo era esa señorita.

Pensó un buen rato, y no se lo reprocho. ¿Cómo eras, realmente? Cómo hacer para describirte, sin mentir demasiado. Tu pelo, tus manos, tu sombría esbeltez de álamo, la exagerada pintura de tus ojos: nada de eso era verdad. Tal vez el señor Ripul veía a la adolescente real que ocultaba su cara con el pelo y agachaba la cabeza cuando se reía. Esperé. Tal vez este hombre había sido puesto detrás de ese mostrador para ayudarme. Terminó de pensar y dijo: