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Ite, missa est.

Meses más tarde: el sobrerrelieve, la giganta culo al aire, el titán atrofiado por las paperas. Y cualquier día de estos se cumplirá el año atroz y me morderé pa'no llamarte. Cuándo se cumplirá el año, dicho sea entre paréntesis. De cualquier modo, no pienso aparecer, a ver si no va. O si va. Eneas y Dido. Kierkegaard y Regina Olsen. Odi et amo. Tania y Discépolo. Esteban y. Viaje a Córdoba en los veloces y confortables trenes Flecha de Plata y toque allá la mandolina durante treinta y seis horas. Me quedan veinte.

Hay otros planes de excursión. Firme aquí.

Me llamo Esteban Espósito, no es un buen nombre.

En efecto, no es ningún nombre. Somos mil. Él es mil. Legiones de argentinos se frustran sistemáticamente alrededor de los treinta años, dejarlo que reviente. Viva el fracaso. Veinte millones de malogrados, deslucidos, abortados y fracasados te saludan, viejo Discepolín. Adelante, cabrón. Hundirse usted. Confesar me llamo expósito que no sólo no es un nombre estupendo sino siquiera un nombre de ninguna especie.

Trataré.

Ficha históricogenealógicaprenatal de Esteban Espósito, única protobiografía completa de un argentino, desde el zanjón ignoto hasta los fórceps, desde el estado espermático hasta su casi fatal naufragio fetal en el líquido amniótico, sus muchas diversas metamorfosis, y sus correspondencias con otros ensayos de la Naturaleza, análogos y monstruosos, que precedieron a la aparición del hombre sobre la Tierra.

Bien. Algún antepasado mío fue arrojado a la alcantarilla y de allí lo recogieron; aunque, si se lo mira con calma, ésta también es una idea narcisista. Dejemos la alcantarilla. El hecho es que un hombre remoto cumplió la mayoría de edad y, al salir del orfelinato, el Señor del Escritorio dijo: Atención, guachito, vamos a darte un apellido. Te llamarás Expósito. Con equis. Y él, que seguramente tenía el humor siniestro de casi toda mi familia, pensó gracias, Spicciafuocco es peor. Sin contar con que si uno se llama Gambastorda o Roncaforte puede jurar por Dios que no pertenece a la casa de Alba. Yo, en cambio, soy mi propio origen, me celebro y me fundo a mí mismo. Que vengan a probarme que no desciendo de Alfonso el Sabio o de Bernal Díaz del Castillo, gran prosista. Y él salió a la calle, miró en torno y dijo: Todos los argentinos somos expósitos. Guacho: gaucho. Un orfanato planetario de 3694 kilómetros de largo por 1460 en su anchura máxima, limitado al norte y al poniente con otros asilos de desolación, al este con el exilio y al sur con la Nada. Lo cual explica muchas cosas; entre otras, nuestra falta de orgullo nacional, nuestro sensiblero amor a la madre y nuestra moral de carpe diem. Veamos, reflexionó. Ontología patria. Expósito Ixpiacoc, el abuelo primordial, intenta echar raíces. Oye una fanfarria, ve a distancias telescópicas un árbol copudo, observa a unos niños rotosos y gambeteadores disputándose con pasión una pelota. ¿Qué ha percibido? Himno nacional que celebra de los rudos campeones los rostros, Marte mismo parece animar. No es un himno, es una payasada. Para no hablar de la Marcha de San Lorenzo, con Febo, que asoma, y un sordo ruido que oír se deja. De corceles. Ñatos matungos petisos y unos paisanos chuecos que vienen a ser las Huestes. Cero en historia. El árbol es un ombú, que ni es árbol ni pertenece al paisaje. Es una planta, un yuyo, un arbusto a escala de dinosaurios. Solo y anacrónico como los leones de don Quijote. Algo lo desarraigó de la selva y lo empujó hacia el sur, Dios, o el azar, o su propia voluntad de gigante loco que se puso a caminar contra el pampero por contrariar a la naturaleza. No sirve ni para leña ni para empalizada ni para muñirse de garrote. Fofo como una madre, sólo da sombra. Y asilo. Una planta desarraigada para el descanso de la huida de un huérfano trasplantado. Deporte típico: foot ball. Balompié es peor. Boca juniors. Algo así como un concubinato monstruoso entre Garibaldi y la Reina Victoria. Qué país, manes de Atahualpa. Si hasta él, zorzal criollo, el bronce que sonríe. Viejo Garlitos, cómo nos hiciste la porquería de nacer en Francia. Habría que fundar todo otra vez, dijo. Y creció y se multiplicó y perdió la equis. Hasta que, en la conmoción oscura y violenta de una siesta pueblerina: el Gran Misterio del Galpón. Jodienda y cachondeo sobre las tibias amarillas pajas. Ellos, los microzoos metafísicos. Conmigo a la cabeza. Eran miles, somos miles, cientos de miles arremetiendo juntos. Nunca imaginó nadie jornada más gloriosa. Un batifondo de epopeya conmoviendo los valles de la uretra, Falopio que soplaba su trompeta; los hocicos resollantes de las tencas. Y él, Güemes bicrobiano, Estebanzoide, dando feroces alaridos épicos. Y él era yo. Los otros rodearon suicidas los últimos reductos, de cabeza locamente se lanzaban hasta que las resistencias cayeron con fragor, y yo, que entonces era él, advertí de pronto la Puerta Estrecha, la grieta franca y enigmática. ¡Ábranse!, debí de gritar mientras pensaba para mis adentros: Y ahora, qué. Me derrumbó la noche. Oremus. Esbebanzoide ha muerto. Te llamarás Estebanfeto. Bien. Y él fue como los pólipos. Y él durmió, y al despertar fue como el pez de pupila alucinada. Y soñó. Y al despertar fue como los renacuajos. Entonces, meditó. Encogido sapo, filósofo uterino, reflexionó acerca de profundos misterios. Quién, qué soy, se interrogó clamando en la honda noche húmeda, de dónde vengo, para qué. Y cantó en las tinieblas su canción acuática: Oh lejana irrecuperable infancia, yo era el alegre delfín cola de pez, había sitio en el universo para mí y ahora todo tan remoto y sumergido. Porque se encontraba a punto de tomar una resolución, y Esteban, como la Naturaleza, cuando está triste o desorientado canta. Pero a veces sus cantos son espantosos. Y la resolución que él debía tomar era crecer. Y creció. Y él mismo fue en sí mismo y dentro del claustro materno todo el origen de todas las especies, y la naturaleza evocó y repitió en él sus primeros repugnantes tanteos, sus horrorizadas vueltas atrás y sus deformidades. Un día le borró la cuerda dorsal como ya otra vez había diezmado los peces de enormes caparazones. Y, delirante, al día siguiente, le inventó riñones gigantescos, esponjas bestiales que poblaron hasta casi reinar en ella, la bóveda del peritoneo. Y tuve un hígado titánico, un hígado prometeico. que combatió por su mundo visceraclass="underline" un hígado como para mil buitres. Y tuve una cabeza de pesadilla, fantástica en su pavorosa degeneración, una cabeza del tamaño del vientre de mi madre, que reinó y mandó sobre mi triste cuerpo. Cosa que aún me pasa y que es algo molesta para vivir, hablando en general. Pero no quemar etapas. Natura non faecit saltum. Estamos aún en el planeta húmedo, en el fangoso y demencial período de agigantamientos, época incoherente y monstruosa que, en la panza usada por mis equinodermos y moluscos y medusas para dar una forma nueva y un alma inmortal, corresponde a las noches ciegas y horrorosas en que la vida planetaria borroneaba histéricamente bestias descabelladas, reptiles con plumas, quimeras fuera de toda lógica, bichos heteróclitos, abortando sin amor sueños infames que eran simultáneamente pájaros y caimanes y algas devoradoras y mamíferos y reyes del agua. Entonces, y no antes, comenzó la Creación: la equilibrada música, el ordenador principio masculino del arte frío y de la naturaleza diurna. Los peces de enormes caparazones, los gusanos altos como árboles de gelatina y miedo, los pobres seres gigantescos con cerebros de pollo que aprendieron a mamar de madres como montañas, fueron descartados como capítulos de borrachera y locura, y yo, que entonces era todos ellos, sentí disolverse el riñón primitivo, la vesícula umbilical, los apéndices teratológicos e irrumpió en mí o yo irrumpí en la forma, el más inexplicable secreto del universo: cayó como una magia en el centro de mi repulsión y operó fría, cautelosa, corrigiendo errores y brutalidades. Y él creció y envejeció en sus pantanos. Y una mañana, al crepúsculo del alba, fue el Diluvio microcósmico, el estallido de las bóvedas fetales, el líquido amniótico desbordado a torrentes de los ríos del cielo. Y todo era otra vez como siempre había sido. Él pensó: Voy a morir, lo sé. Lo último que sintió fue una presión formidable en la cabeza y un relámpago que lo dejó ciego. Edades glaciales se precipitaron sobre el caliente mundo. Lo deslumbró la blancura de la muerte mientras pensaba: ¿Y ahora, qué? Nací el 27 de marzo de 1935. rip. Te llamarás Esteban Espósito. Y ahora qué.