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– ¿Y Santiago?

– No sé -dice Verónica-. Estará en el hotel. ¿Por?

– Me pareció verlo con vos hace un momento, en el jardín.

– ¿No habrás tomado mucho? -dice Verónica-. a menos que veas el pasado. Hace años que Santiago no pisa esta casa. No pongas esa cara de loco -dice de inmediato-. Claro que estuvimos en el jardín. ¿Cómo nos viste?

– Por esa ventana. -Me doy vuelta y señalo una pared donde, al menos ahora, no hay ninguna ventana. Pienso que acaso es cierto, he bebido un poco de más. O dormido un poco de menos. -O a lo mejor veo a través de las paredes -digo-. O estaba en otro lugar de la casa.

– Hace años hubo una ventana ahí -dice Verónica-. ¿Cómo sabías?

– Cómo sabía qué.

– Vos tomaste demasiado -dice Verónica.

"Caro magister, patere quam ipse faciste legem", está diciendo, o tengo yo la impresión que está diciendo el padre Cherubini, se pone de pie y agrega que pa' sufrir han nacido los varones. "Ti vedo in festichola?"

– Vade in pace! -vocifera luego hacia todo el mundo, saludándonos o bendiciéndonos con la mano en alto. Desde la puerta me mira: -Ett rókmoln stráckes óver stads-konturen som bilden av en svart ofantlig hand. Attenti piatti.

Y se va.

– Dijo algo, o me pareció -le pregunto a Verónica.

– No entiendo mucho el sueco -dice Verónica.

– Entonces dijo algo.

– Sí -dice Verónica-, dijo attenti piatti. Y antes dijo que va a llover.

– Yo también los dejo -dice de pronto el diminuto profesor Urba a mi costado-. Verónica, beso tu mano y tu calcañar. Y usted, cuídeseme, hijito. Yo les traduzco lo que dijo. Dijo que una humareda o nubarrón de la gran puta se extiende sobre la ciudad como una negra y enorme mano.

Y también se va.

– ¿No son angelicales? -dice Verónica.

– Servime un poco de whisky -digo yo-. De qué discutían.

– ¿Ellos? No sé, siempre discuten.

– No hablo de ellos. Hablo de vos y Santiago.

– Santiago y yo no discutíamos. Por qué te interesa tanto Santiago.

– No sé si me interesa. ¿Y tu marido? -pregunto casi sin darme cuenta, mientras veo que los grupos se disgregan y que ya casi no queda nadie en la casa.

– En algún campo. No vuelve hasta mañana.

– Qué interesante. Este dibujo. Lástima los caballos, no armonizan bien con esos dos que se dan con todo atrás del sicómoro. ¿Qué están haciendo?

– A vos qué te parece.

– ¿Puedo decir culo? -pregunto yo.

– Sí -dice Verónica.

– Para mí que él se lo está rompiendo a ella -digo yo.

Verónica se ríe.

– Más o menos -dice.

– Cómo más o menos.

– Son Castor y Pólux -dice Verónica.

– Con razón los caballos.

– Cuando se vayan todos, quédate -dice Verónica. Y yo pienso que esta mujer no es de las que dan demasiadas vueltas cuando quieren algo. -¿Graciela dónde está?

– En su casa. Me dijo algo sobre un acto de clausura en la Universidad o en el Observatorio. Que vos sabías todo, que me dejaba en tus manos. ¿Qué quiso decir?

– ¿Dijo así? Bueno, quiso decir eso. Y ahora estoy en el atelier de Verónica, ella dibuja mi cara y la casa está vacía.

Sólo ha quedado la señorita Cavarozzi.

– A quién te hace acordar -dice.

Su voz es extraña. Yo empiezo a sentirme como un enano vestido de terciopelo. Un pescadito de color en exposición. Sólo que la voz de la señorita Cavarozzi no sólo es extraña sino vagamente patética. Tal vez no soy el único que ha bebido un poco de más. Me doy vuelta para mirarla: no la reconozco. Tiene la boca torcida y me mira como si caminara de espaldas hacia el pasado. De pronto vuelve de allá, con mil años encima. Qué vieja es, pienso.

Verónica se retira un paso del caballete. Hace un trazo rápido y habla con la Cavarozzi.

– Aja -dice.

Un momento después yo conocía la historia. Madura profesora enamorada de alumno canalla. Cómo no se me había ocurrido antes. La señorita Etelvina tiene el tipo exacto para ese género de catástrofes. La imagino guardando violetas aplastadas entre las páginas de Bécquer; casi puedo verla, durante las clases, mirando furtivamente a un previsible desalmado que por lo visto, se parecía a mí. "Total, que se enamoró como una retardada", dice Verónica sin contemplaciones mientras la señorita Etelvina, a mis espaldas, simula reírse de sí misma con un cloqueo capaz de partir en dos una piedra basáltica. "Y el muy turro", dice Verónica, "jugó una apuesta y se acostó por fin con ella", pero cuando lo dice la pobre señorita Etelvina ya se ha ido y el boceto está terminado. Verónica y yo estarnos solos en la casa vacía.

– Pobre Ethel -dice Verónica-. La primera vez, y a su edad. Al otro día lo sabía todo Jujuy. Pedile a Santiago que te lo cuente.

– Y en qué se parecía a mí.

– En nada. Fue un gesto que hiciste. Todos ustedes traen como una marca de familia.

Estoy por preguntarle quiénes somos nosotros, pero me he quedado pensando en algo.

– Jujuy -digo-. Y vos cómo sabes la historia.

– Yo también perdí la virginidad en Jujuy, claro que en otras circunstancias. Me vine de allá cuando me casé.

Verónica se ha puesto de pie y va hacia la puerta del estudio. Da vuelta la cabeza y me mira. Hay miradas y miradas; ésta pertenece a las del segundo tipo. Estoy preguntándome cuántos años tendrá cuando ella, a su vez, quiere saber mi edad. Por alguna razón, me quito un año. Me doy cuenta de dos cosas. Que en los últimos minutos hemos estado sentados juntos, tal vez demasiado juntos; que debo levantarme y seguirla. El hall está en penumbras, tan vacío y ordenado como si nunca hubiera habido nadie en él. Mucamas y sirvientes sigilosos deben deslizarse como larvas por los rincones. O acaso nunca vi a ninguna de las personas que imaginé ver. Estoy por aferrarme a esta segunda hipótesis cuando, sobre un pequeño arcón de nogal, junto a la talla de una virgen de rasgos aindiados, descubro el pequeño libro de poemas de Poe que traía Inés. Oigo girar la llave de la puerta vidriera que da al jardín casi de inmediato, la voz de Verónica hablando por teléfono con alguien. Con una mujer, pienso. No entiendo las palabras pero el tono es confidencial, de logia. Y vuelvo a recordar la mirada de Inés, su candor. Entonces hice algo que, en ese momento, me pareció hermoso y hasta conmovedor, pero que hoy, mediatizado por los años y unido a lo que va a suceder dos horas más tarde al pie de ese viejo arcón, es poco menos que una obscenidad. Busco, en el índice del libro de Poe, un poema, el que transcurre in this kingdom by the sea, para qué voy a negarlo. Después de todo, el Esteban Espósito que organizaba estos milagros prealcohólicos tenía alrededor de veintisiete años y era, para decirlo en pocas palabras, un adolescente tardío; sobre todo con unos whiskies y anfetaminas de más antes de las cinco de la tarde. Pienso que la chica tiene que volver en algún momento para recuperar su libro. Junto al mar turquí. Un reino junto al mar turquí, ha escrito un poco enigmáticamente el traductor español. Bueno, tan mal no está. Turquí viene de Turquía y por alguna razón quiere decir azul oscuro. Turquesa. Cada uno ve el mar del color que quiere. Los griegos lo llamaban oinos. Marco la página con la cinta del señalador y lo dejo abierto a la deriva sobre el mar turquí, mar que ya ha comenzado a encresparse bajo nubarrones funestos. Pienso que la chica es muy capaz de no darse cuenta de lo que ha ocurrido en el pequeño reino de su libro. Sería una lástima. Lástima por ella. Lo bello es absoluto.

– Nene.

La voz de Verónica, unos pasos detrás de mí. Y si yo necesitaba algo para saber qué me estaba pasando desde que me quedé solo en aquella casa, esa palabra era suficiente. No sólo la palabra, el tono apagado de la voz, su sedoso imperativo de valva dorada. Lo que yo tenía era miedo. Me doy vuelta y la miro. Hay miradas y miradas. La mía pertenece enteramente a las del primer tipo. Es una mirada sorprendida, juvenil y tan kingdom by the sea, que, si no logro disimularla, voy a tener que tirarme a la calle por alguna ventana.