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– Qué -digo secamente.

– No se pregunta qué -dice imperturbable Verónica-. Se agarran esa botella y esos dos vasos y se sube conmigo por esa escalera.

Con los años he descubierto que el varón le llama a esto conquistar a una mujer. No sé qué imaginaba entonces al respecto pero me recuerdo subiendo al dormitorio de Verónica con la botella en una mano, un vaso tintineante ensartado en el pico de la botella y, en la otra mano, el vaso que, en esos tiempos, yo era capaz de beber subiendo una escalera. O encuentro el modo de sentir que estoy manejando esta situación, o encuentro el modo de escaparme decorosamente de esta casa. Supongo que lo pensé. Sólo la más innoble de las petulancias masculinas, esa presuntuosa estupidez de poder que el macho ha conferido a sus quince o veinte centímetros ilustres, puede haberme puesto en esta situación. Verónica es hermosa, me atrae como la piedra imán al barco de Simbad, ya he conseguido, por alguna razón que ignoro, puesto que estas cosas siempre ocurren fuera de mí, convencerla de que ella tiene ganas de acostarse conmigo. Muy bien, qué necesidad de ir más lejos. Ya está. Lo sustancial y metafísico del acto se ha cumplido. Por qué debo someterme a la violencia de sacarme zapatos, medias, enjuagarme lugares quizá destinados a dar un nuevo ejemplar a la raza humana, si lo que más me gusta de esta mujer es su voz, la armonía de las líneas de su cuerpo, el modo que tiene de mover los brazos. El anacoreta que hay en mí me susurra al oído que mi destino es comer langostas y miel silvestre, y hasta me dice que la miel es un placer excesivo, una concesión a la sensualidad y al desorden. Cierto lúbrico enano con testuz de chivo, que también me habita en circunstancias como ésta, me trata de impotente cretino, me ordena que agarre de una vez una buena porción de esa mujer que se ha detenido ante la puerta del dormitorio y haga algo inolvidable o escandaloso con ella, me recuerda que deben ser más de las cuatro y que la rapidez nunca fue nuestro fuerte. Ya es un poco tarde casi para cualquier cosa, acota uno de mis habitantes objetivos, el peor. Me he pasado la vida enfrentado conmigo mismo como ante varios antagonistas simultáneos, emperrados, astutísimos contrincantes que me acorralan, como ahora, en los momentos más inesperados.

X

En la cama las mujeres embellecen. Este fenómeno siempre me ha asombrado. O mejor: me da miedo. El vago y antiguo horror al vampirismo. Verónica, desnuda en esa cama, daba qué pensar. Frágil, pensé. Se vuelven frágiles. Como una botella de nitroglicerina hecha de cristal delgadísimo. En cuanto a su desnudez, sucedió; hay cosas que ocurren como cuando uno dice que amanece o que llueve. Que yo sepa, nunca desnudé a una mujer ni tengo la menor idea de cómo se hace una cosa semejante. Sé que es un acto más bien prodigioso. Ningún varón está preparado para eso. Cualquier brutalidad (el mecanismo de un cierre relámpago que se traba, un broche que no se encuentra o se pasa por alto) puede precipitar a los ángeles del cielo en el chiquero del fondo. Forcejeos inútiles o botones que saltan: herejías. El sexto mandamiento las execra. Y por eso el verbo fornicar suena como suena. Salomón, que tenía setecientas esposas legítimas y trescientas concubinas, conversaba con Dios de estas materias. En tal sentido, Verónica era bíblica, sus gestos, el modo casual de anular un ganchito o un bretel dando sin embargo la impresión nada repulsiva de que era yo quien lo hacía, estaban en el límite exacto entre un callejón nocturno del Dock Sur y la Estética de Hegel. Si esta página hubiera sido escrita hace cien años, ahora se leería: ¡Ah, dulce, gentil e irrepetible Verónica…! Pero nos tocó el innoble y cambalachero siglo XX, y lo que va a leerse es que, gracias a Dios, Verónica no simuló en ningún momento nada parecido a ese payasal y putanesco Amor Súbito con que ciertas argentinas estragadas de literatura nacional, ilusionadísimas por las revolcativas escenas de pasión bajo incineradores de basura, las convulsiones epilépticas y los aullidos que sueñan nuestros novelistas, acometen al educado hombre que acaba de saludarlas y lo voltean sobre la alfombra, como si creyeran que el amor físico y la lucha grecorromana suponen la misma sensibilidad. Como si creyeran que rodar por las dependencias, gritar amor mío o querido ó ¡más!, caerse del colchón y, jadeando como focas, morder, son afrodisíacos infalibles. Sistema, en mi opinión, capaz de petrificarle los riñones a un turco, y del que no sólo tiene la culpa la novela valiente, ejercida en general por novelistas tímidos, sino también y sobre todo el psicoanálisis. Sí señor. El psicoanálisis tiene la culpa. Ha inventado una calamidad irreparable: el circo romano de dos plazas. Hace charlar a las mujeres de sus órganos de reproducción y de los nuestros, con natural elegancia, a la hora del té, pero a la hora de irse a la cama tratarlos babilónicamente. Liberación, se llama. Les ataca de golpe. Al segundo de haber transpuesto el umbral del dormitorio. Como si en el tiempo que va de entrar en una habitación con un ser humano, quizá desconocido, a echarle llave a la puerta, se desatara en sus almas una bestia apocalíptica y fornicadora. Una cruza entre la Bella Otero, chancho y Anita Freud. No se debe descartar tampoco la responsabilidad del cinematógrafo. Él y ella, en contrapicado, dando vueltas carnero por el piso, resollantes, derribando salvajemente los muebles como dos lacedemonios dopados con hachís, son, para nuestras estudiantes de humanidades, cl Tristán e Isolda del siglo atómico. Estrago incalculable, si se considera que el pudor comunal obliga a los cineastas exhibir sólo una especie de terremoto interruptus, y que la fantasía salvaje de nuestras madres, hermanas, esposas e hijas, biológicamente inclinadas a soñar que el orgasmo es la caída de la casa Usher, agrega a estas vistas no sólo lo que falta sino, en proporción geométrica, conjeturas de fornicación y desenfreno capaces de matar a los cuatro padrillos del Juicio Final.

Verónica, en cambio, parecía haber nacido para pervertir la noche de un arcángel. Lo que no comprendí, lo que aún hoy no puedo imaginar sin alguna molestia, es que esta mujer fuera esposa del doctor Cantilo. ¿Qué le podía encontrar Verónica a ese lechón? Nada. Eso estaba muy claro. Pero, entonces, ¿dónde residía el secreto del agrónomo?, lo que fuera, aquello que hacía soportar a Verónica un cuerpo como el de Camilo, su barriga, la pelusa rubia de la barriga del doctor Roque Cantilo. Rubia o ligeramente pelirroja. Variedad de abejorro boca arriba. Lleno de erres roncando con fragor.

– En qué pensás.

Verónica hablaba en el hueco de mi cuello. Habían pasado dos horas. Yo fumaba uno de sus cigarrillos.

– En esto -dije.

– ¿En esto?

– Sí -intenté mentir. Lo conseguí a medias: dije algo que estaba pensando debajo de mis pensamientos. -¿Cómo preguntártelo?

Me dio miedo herirla. Ella, asombrosamente, dijo:

– Tenés miedo de herirme.

– No.

– Estás pensando en qué edad tengo.

Sentí un sacudón.

– Cómo sabes -pregunté.

Lo pregunté con sequedad, inamistosamente. no porque no fuera cierto; sino porque yo no había querido pensarlo. Un malestar que no tenía nada que ver con mi animal postcoito. Una sensación penosa, análoga a otra. Hacía doce años. Sólo que entonces llegué desde una cama a mi casa y le dije a mi padre: No voy a entrar en el Seminario; y pensé: Esteban Espósito abre la otra puerta, no la estrecha, y se mete dramáticamente en la adolescencia. Ahora salía de allí, y no me sentía dramático sino más bien con sueño.

Verónica dijo:

– Lo pensabas. Es fácil saberlo.

– Por qué.

– Porque vos no sos mi primer chiquilín.