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– Qué te pasa -preguntó Verónica.

– Cómo -dijo Esteban.

– Todavía seguís pensando en ese chal -dijo Verónica.

– No. Me preguntaba si se sabe por qué discutieron López y tu abuelo.

– Ni siquiera se sabe si discutieron. Tampoco es muy seguro que llegaran a entrevistarse, son historias de familia. En todo caso, hablaron un rato a solas y cada uno agarró para su lado. Algo es seguro. Cuando se cruzaron en Ojo de Agua, ya eran enemigos. -Verónica se quedó mirando los últimos restos del fuego. -Me gustaría saber si la abuela y él hicieron el amor esa noche.

– Qué noche.

– La noche de que te hablo, la noche anterior a la batalla. Vos tenías razón -dijo después, mirando hacia arriba-. Es medio lelo.

Alta en la oscuridad, parada junto a Esteban. Ahí estabas. Con los hombros desnudos.

– Fui a buscar un chal y me acordé de que ya había traído uno -dijiste.

Esteban se sorprendió de tal modo que se derramó el vino encima. Verónica dijo que por el momento Esteban sabía lo suficiente. La batalla y el degüello, eran especialidad de Lalo. Agregó que ahora la que tenía frío era ella, mejor entraban en la casa. Un reloj dio la media de las dos. Momento en que llegó un elegante y alto señor canoso y dijo:

– Yo llego y ustedes se van. Debo hablar un segundo contigo, Graciela.

Traía un vaso de whisky en la mano y decía contigo. Exactamente el tipo de hermoso caballero argentino que enfermaba a Espósito. Siempre les quedan algunas hectáreas en alguna parte. Tienen ideas propias y mujeres ajenas.

Hablan cuatro idiomas y su prima política se casó con el noveno marqués de Calatrava. Bailan el tango y hasta se parecen un poco a Güiraldes. Un tío abuelo fundó algo.

– Cómo no -dijiste.

Una respuesta absolutamente natural.

– Le prometí a tu madre que íbamos a volver a una hora discreta. Las tres te parece bien.

– No -dijiste. Él sonrió.

– Vos dirás, entonces.

Lo que vos dijiste fue:

– El tío Patricio, Esteban Espósito. Él es el papá de Mariano. Me llevó a Europa cuando en casa tenían miedo de que me hiciera monja, todo lo que ya te conté.

¿Monja? ¿Europa?

– Encantado -dijo Esteban-. Una costumbre muy cordobesa mandar a las jóvenes de excursión al Viejo Mundo, para probar su fe religiosa. Los argelinos de Montmartre. Las ruinas de Pompeya.

El tío Patricio se reía.

– Usted lo dice en broma, sin embargo no es un mal procedimiento. La verdadera vocación debería resistir cualquier prueba. Ella era una jovencita muy mal criada.

– Hizo una pausa, tan breve que no podía ser una pausa.

– Y con demasiada imaginación. Un temperamento novelesco, diría yo. Así es, Espósito. A los dieciséis años, en Córdoba, la mitad de nuestras niñas de familia sueñan con ser carmelitas.

– Me doy cuenta, y usted no tiene más remedio que llevárselas a todas a Europa.

El tío Patricio se reía con ganas, risa que Esteban aprovechó para preguntarte al oído: "¿Cuándo me contaste lo del viaje?"

– Nunca.

– Tenía ganas de que él supiera que vos sabías. Y además, qué cambia, Esteban. Acá o en París, qué cambia.

Pero el tío Patricio había vuelto a dirigirse a Esteban, de modo que no había más remedio que prestarle atención.

– Perdón -dijo Esteban-. Usted me hablaba.

– No, no. Sólo le decía que usted, Espósito, tiene una virtud que admiro: sentido del humor.

– Pero si me decía eso, me hablaba -dijo secamente Esteban. El tío Patricio parecía no entender. -Quiero decir que usted dijo "no". Yo le pregunté si usted me hablaba y usted comenzó diciendo que no. Es muy curioso, pero en Córdoba todo el mundo dice que no cuando debería decir sí. "No, nadie", por ejemplo. Y ya que su pequeño problema de horarios está resuelto y nuestra niña de familia ha renunciado para siempre a la santidad y tal vez duerma conmigo, ¿le molestaría demostrar su propio sentido del humor hasta la hora de mi ómnibus? Me voy a las nueve.

El tío Patricio no esperaba algo así. Nadie lo esperaba. Lo curioso, pensó Esteban, es que yo tampoco.

– No sé cómo calificar esto -dijo el tío Patricio. Entonces intervino Verónica. Se le acercó, lo tomó familiarmente del brazo y se rio:

– Calificar, calificar -dijo-. Aprobalos. Se alejaron hacia la casa. Vos no hablabas.

– Entonces te vas mañana -dijiste por fin. Esteban dijo:

– Qué quiere decir "acá o en París qué cambia". Lo miraste.

– Quiere decir que acá, o en París, ¿qué cambia?

VII

Esteban Espósito hace pis. Ha salido a la noche del parque y bajo un cielo rajado de relámpagos, solo con su alma, en lo alto del Cerro de las Rosas, entre eminentes plátanos, Esteban Espósito hace pis.

– Oh, perdón -escucha del otro lado del árbol. La voz del doctor Cantilo.

Hablan así, uno a cada lado del árbol. El árbol es un olmo.

– Lo hacía en Ascochinga.

– El hombre propone y Dios dispone -dice el doctor Cantilo-. Situación curiosa, ¿no?

Se ríe con desenvoltura. El doctor Cantilo es sorprendente. Ese hombre hace pis con bastante más naturalidad que yo, piensa Espósito. Será porque es su árbol.

– Me gustaría mostrarle una cosa -dice Cantilo. Espósito se sobresalta. No estoy en absoluto preparado para apreciar, en la soledad de la noche cordobesa, ninguna cosa que me quiera mostrar el doctor Cantilo. -¿Ve aquello? -dice el doctor Cantilo-. Es un pequeño planetario. Un capricho de Verónica. Antes se pasaba las noches allí. Lo hice construir cuando me casé. Ahora ella no va nunca. Le gustaba pintar allá.

Se abrochan con urbanidad. El doctor Cantilo lo toma del brazo. Entre los árboles se ve pasar al profesor Urba. Va en dirección al planetario, seguido de una pequeña multitud.

– Quiero que sea franco conmigo -dice de pronto el doctor Cantilo. No es un buen presagio; nada de lo que viene debería suceder. Y en realidad no sucede. -Me refiero a otra cosa… -dice asombrosamente el doctor Cantilo; lo que en cierto modo es mucho peor-. ¿Qué piensa de los dibujos de Verónica? Usted los ha visto, Espósito. Me lo dijo ella.

– Qué pienso, en qué sentido.

– En el único, no se haga el tonto. Usted no es así. Le estoy preguntando si le gustan.

El doctor Cantilo es algo más ancho que Esteban, y, por alguna razón, en este momento parece también más alto. Lo lleva tomado por el hombro. Un gesto sosegado, tal vez sea excesivo agregar paternal. Un hombre capaz de decir en ese tono "me refiero a otra cosa" probablemente sea capaz de crecer en la noche. Crecer en todas direcciones.

– No. Francamente no me gustan.

– ¿Se lo dijo?

– No me lo preguntó. Además no entiendo mucho de esas cosas.

Se han detenido. El doctor Cantilo se quita pausadamente los anteojos, los limpia, se los vuelve a colocar.

– Sí entiende, y yo también. Usted tiene razón, son malos. Pero ella no lo sabe. Y yo le pido que no se lo diga.

– No hace ninguna falta decírselo. Usted se está preguntando a qué viene todo esto. Yo también. -Se ríe, un poco turbado, como si le molestara o lo sorprendiera el haber hecho una especie de broma. -Yo lo he venido observando, Espósito. Pensé que si ella le pregunta, usted es capaz de decirle realmente lo que piensa. Hay gente así. No quiero decir que sean malas personas. Es como si hubiese una zona en la que son incapaces de mentir. Y no por amor a la verdad, no se ofenda. Pueden engañar, y de qué manera; pueden ser indiferentes a casi todo, pero hay una o dos cosas en las que no pueden mentir. Como si de eso dependiera, o porque de eso depende… ¿cómo le diría?… su salvación. -El doctor Cantilo vuelve a reírse; parece avergonzado. Espósito lo mira de reojo, estupefacto y con alguna alarma. Tal vez sueño, piensa. -Por ejemplo: usted no tenía ninguna necesidad de contestarme la verdad, hace un momento, cuando le pregunté qué pensaba. Ni siquiera quería contestarme por miedo a herirme. Porque usted no quería herirme, me di cuenta. Y eso es curioso, ya que a usted no le importa mucho herir a la gente, anoche mismo, sin ir más lejos, los dos nos divertimos un poco a mi costa. Usted ahora no quería herirme, ni a mí ni mucho menos a Verónica, y sin embargo no me mintió. ¿Por qué?