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El tono del doctor Cantilo es afable, casi íntimo. La pregunta es una pregunta real. Espósito piensa que esta conversación no está sucediendo. Este parque es otro. Hace un momento, sin ir más lejos, este lugar estaba lleno de gente y se oían canciones. Todavía se oyen, si uno pone atención, pero apagadas y lejanas.

– Tengo la impresión de que esta conversación no está sucediendo. ¿A usted, doctor, no le pasa lo mismo?

– No, y de eso se trata. Usted no puede ni callarse un pensamiento así. Es fantástico, realmente. Déjeme que le explique qué es lo que le parece imposible. A usted le parece imposible que un agrónomo algo cómico como yo haga pis en su mismo árbol. Ya sé que no me entiende, pero eso es lo que me está diciendo. Lo que usted piensa, Esteban, es que aunque usted y yo hagamos lo mismo estamos en regiones distintas. Y algo así siente con los dibujos de mi mujer. ¿Sabe lo que me dijo Roberto, una noche, Roberto Arlt…? A vos nadie te va a creer que fuiste amigo mío, ni yo lo creo, un tipo como yo no puede tener un amigo con esa cara… ¿Qué necesidad tenía de decírmelo?

– Y usted, doctor, qué le contestó. El doctor Cantilo saca de un bolsillo una linterna en forma de lapicera y mira su reloj.

– Caramba, las dos y media. No voy a poder mostrarle el planetario. Bueno, puede verlo por sí mismo, si quiere. ¿Qué le contesté? Que tenía razón. Yo me daba cuenta perfectamente de lo que él sentía. ¿Y sabe lo que me dijo? Me dijo: Lo raro de esto, Cantilito, es que vos, con esa cara, me entiendas a mí, pero yo no pueda entenderte a vos.

VIII

Vio; demasiado cerca de la ventana, la copa fulgurante de una magnolia, el callado estruendo de sus hojas despedazadas por un relámpago, y pensó vagamente que quizá no debería seguir bebiendo. Vio las ramas altas: no el tronco. No recordaba haber subido ninguna escalera. Oyó la campanada final de alguna hora, oyó tu voz. Tu voz decía que él no podía pensar seriamente ninguna de las cosas que acababa de afirmar en el parque. ¿Qué cosas?, ¿acerca de qué? De las mujeres, de la fealdad, del paso del tiempo. Esteban contestó que en ningún momento había hablado del tiempo, y mucho menos del paso del tiempo, en cuanto a lo demás, bueno, es posible que sí, que lo pensara, pero tal vez significaba algo completamente distinto de lo que parecía, le llevaría años explicarlo. "Años", repetiste con ironía. Vio tu perfil. Tenías el rostro vuelto hacia la ventana que daba al cerro, y él tardó un segundo en darse cuenta de que esa inesperada revelación de tu cara era tu perfil. Volviste a preguntar si era verdad que se iba al día siguiente. Entonces llegó Verónica. Se sentó, señaló hacia los relámpagos del parque y dijo algo asombroso.

– Lloverán bigornias -dijo-. Van a llover bigornias de punta.

Las mismas palabras de Santiago.

Esteban la miró. Se sentía anormalmente alerta, como poseído por una lucidez clarividente y enfermiza, pero poco a poco lo había ido ganando un malestar parecido al miedo, una inquietud creciente y sin origen preciso. Como alguien a quien, al caer la noche, comienza a resultarle desconocido y amenazante un camino, como si se hubiera perdido o estuviera a punto de perderse; sobre todo esto último, la inminencia de un peligro sin nombre, que hasta parecía irradiarse de los objetos. Esa lámina de San Jorge, por ejemplo. ¿Por qué lo andaba persiguiendo por la casa?, y su conversación con Cantilo, ¿podía haber ocurrido? Sobre una repisa vio un soldadito de madera. Era de la altura de un pulgar. Chaqueta roja con alamares dorados y una faja amarilla en la cintura. Alta galera, y una pluma colorada en la galera. "Pedíle que te los muestre", le había dicho Santiago la noche anterior. Muy bien, si se trataba de que el doctor Cantilo era capaz de tallar e iluminar este tipo de miniaturas, nuestro hombre estaba salvado para siempre. Lo incomprensible es que el jujeño, ya anoche, supiera que el doctor Cantilo necesitaría justicia hoy. Cada objeto, cada palabra, cada acto, por vagos o mínimos que fueran, parecían ocultar un significado, eran datos de una clave que le hubiera llevado años comprender. Como esas palabras de Verónica, un segundo atrás. Como ahora mismo la mirada de Mariano. Porque en algún momento de la noche Snoopy se llamó definitivamente Mariano, existió, nació un día en un lugar preciso, en la Quinta verde, junto a la casa grande de los álamos, la casa de las muchas habitaciones y la leñera, con un jardín en ruinas al borde de una pequeña barranca por la que pasaba un arroyo, y tuvo un pasado en esa casa, una isla, una realidad muy anterior a esta noche, y entonces resultaba imposible defenderse de él encontrándole un parecido grotesco, porque la mirada de Mariano, una mirada llena de desolación y de pureza, era por alguna razón la peor de las amenazas. Pero como si él, pensó de pronto Espósito, estuviera luchando secretamente no contra mí, sino a mi lado, disputándole a alguien oculto en la oscuridad no una mujer, sino algo más irrevocable y definitivo. O mejor, pensó, pero esto lo pensó mucho más tarde, mientras te buscaba en el parque bajo la lluvia, algo absoluto. Esteban se volvió hacia Verónica.

– De dónde sacaste eso -preguntó. Verónica alzó las cejas, sin entender. -Lo de las bigornias.

– Del cielo. ¿No oís los truenos?

– Oigo los truenos y veo los relámpagos. Me refería a otra cosa.

Vos seguías mirando empecinadamente una de las grandes ventanas que daban al cerro. Sólo que ahora estabas de pie. Dijiste que en seguida regresabas y fuiste hacia la ventana.

– Qué le pasa -dijo Verónica.

Regresar. Un verbo que Esteban Espósito no olvidará fácilmente. No decías volver, sino regresar. Ese modo de alargar dulcemente la erre. Cerro de las Rosas.

– Un pequeño problema con el tiempo. O con uno de sus aspectos. La fealdad de la vejez y la inevitable decadencia física de los seres humanos.

– Qué interesante -dijo Verónica-. Mejor me voy. Hay temas que son demasiado para mí.

– No te vayas -dijo Esteban-. No quiero quedarme solo. -Pensó, con asombro, que era la verdad, aunque resultara un poco descomunal dicho así, en una reunión donde había por lo menos cien personas. -Tengo una intriga con ese soldadito.

Verónica lo miraba, inexpresiva.

– Existe -dijo-. Tranquilízate.

– Quiero saber quién lo hizo. El gesto de Verónica fue casi de contrariedad. Tan leve y ambiguo que podía significar cualquier cosa.

– Es un miguelete del Ilustrísimo Cabildo. Y, en efecto, lo hizo mi marido. Acá tenés otro. -Lo tomó de la repisa y ahora lo tenía sobre la palma de su mano. Uniforme de campaña azul y blanco y un gorro frigio punzó. -Un dragón -dijo Verónica-. Un dragón del Regimiento de Dragones de la Patria, con todos sus detalles, sus altas botas negras por encima de las rodillas, sus charreteras de oro y sus bigotes de corsario. Sostiene con el puñito derecho el caño de un fusil no mucho más grueso que una aguja. Un fusil a chispa, de cerrojo dorado. Ves, la culata del fusil se apoya sobre el empeine de la bota. -Verónica volvió a dejar el soldadito sobre la repisa.