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– ¿Qué? -dijo Esteban.

– Que qué -dijo sonriendo Verónica.

…expósito, dijo el profesor Urba, huérfano, hijo de nadie, guacho. Que es lo que le pasa al hombre cuando siente que se ha roto su pacto cósmico con la divinidad, como decía el viejo Martín Bubcr; cuando siente que el mundo ya no es más su casa, porque ha dejado de comprender el mundo, o, aunque crea comprenderlo, cuando ha dejado de concebirlo como imagen. "Imago mundi, imago nulla?", preguntó algo impresionado el padre Cherubini. Aut imaguncula, concedió el astrólogo. Hasta ese momento, e incluso sobre todo en ese momento, el hombre tenía o creía tener cierta comprensión del universo. Kepler, al fin de cuentas, había conseguido cifrar en tres diáfanas leyes elementales los círculos un poco aberrantes de Copérnico, transformándolos en elipsis. Ya no había centro pero había, por lo menos, focos, puntos focales en los que nuestro Sol podía simular la majestad de un orden heliotrópico hecho de parábolas elípticas, radiovectores excentricidades, y esto todavía era imaginable ¡"Vos crederes?", dijo el padre Cherubini), sí, como era imaginable todavía una divinidad ordenadora, un Dios astrónomo al alcance de la fe, aunque la razón ya no lo alcanzara. "Ma, era lindo e ordenadito", dijo el padre Cherubini, "non vedo nequamquam demolizione de la Amplissima Domus. " El astrólogo admitió que era cierto. El edificio estaba en pie. Cribado de goteras, con las paredes desconchadas y llenas de grietas. No era todavía escombros, pero era una ruina, apuntalada aquí y allá por vigas que se iban pudriendo y que cada nuevo albañil, a quien todavía se podía llamar filósofo, reemplazaba por otras vigas que cedían y se venían abajo cada vez más rápidamente. Cuando el heroico y candoroso hombre renacentista entró en el mundo moderno se encontró con una mansión poeniana, agónica, caminando a tientas como un ebrio por habitaciones oscuras, entre viejos retratos de familia que ya no significaban nada… "Tenga mano!", lo interrumpió el padre Cherubini, "a ver si te compriendo: o sea que para vos, satanito, il Rinascimento e anche lo Iluminismo vienen a ser proprio la lepra, uno morbo gnoseológico et scentífico que pudrió el cotorro spiritual del povero homecito humano, o sea que pa vos erat preferible la siesta negra de lo medioevo. II tentadore se volvió scholástico!, démen vino que me hundo al suelo de la risa." Yo nunca dije que era preferible, contestó apaciblemente el astrólogo, sirviéndole vino al padre Cherubini, yo sólo digo que el despertar de los Tiempos Modernos fue, en términos espirituales, la quiebra más grande de todas las ilusiones de inmortalidad y conocimiento que soportó el linaje humano. La más grande hasta hoy, ya que la de hoy es la peor de todas. En nuestros días no queda un solo hombre, por grande y universal que sea, capaz de pensar el mundo como Imago, como mansión, capaz de rearmarlo desde sus escombros. Y, en aquel tiempo, por lo menos hubo uno, y fue el último. "Si me vase a nominar al taradón de Hegel", prorrumpió el padre Cherubini algo atragantado por el último vaso, "me levanto y lanzo un horrísono pedo." No, dijo el profesor Urba. Hegel no: Kant fue el hombre que hizo el último esfuerzo por poner un nuevo orden en el mundo. Se propuso salvar al mismo tiempo la razón, la fe, la libertad, las ciencias positivas, las ideas morales, la esperanza en la inmortalidad. Le costó la cabeza, pero durante unos años de luminosa locura discursiva armó el último refugio espiritual del hombre. Antes, había que empezar por demoler lo que quedaba de la casa; después, reconstruirla sobre algún fondo. E inventó un lugar imposible: el tiempo y el espacio como formas del espíritu. La Última Thule de la razón. Sólo que, a partir de Kant, la razón pura ya no servirá para probar nada. Sólo es posible conocer los fenómenos, la aparición: nadie sabrá nunca qué es la cosa en sí, suponiendo que exista. Porque no es cierto que Kant instaló en la filosofía la cosa en sí: Kant la confinó al mundo de los centauros o de los grifos. Qué puedo saber, qué debo hacer, qué me cabe esperar, se preguntó. La respuesta a la primera pregunta, la única que concierne a la filosofía, es sencillamente: nada. La matemática conoce: la metafísica es sólo el anhelo y la imposibilidad de conocer. En cuanto a las otras dos preguntas, las responden la moral y la religión, sólo que moral y religión hacen necesario a Dios, y Dios, la absoluta cosa en sí, es irreductible al conocimiento. ¿Queda la fe?, de acuerdo. Pero también quedan la poesía, los centauros, el álgebra irrefutable de las alucinaciones y los sueños. No hay siquiera una manifestación fenoménica de Dios, como hay una aparición sensible de la rosa o de la piedra. La naturaleza no manifiesta a Dios: se manifiesta. Y las leyes de esa manifestación son, en suma, la forma de nuestro espíritu. Los abismos estelares que aterraban a Pascal, son el terror de no saber quién es ese que se aterra al contemplar el mundo. La última pregunta de Kant, por lo tanto, fue preguntar qué es el hombre. Nunca la contestó. Tal vez debió preguntar qué es el hombre moderno, para que Nietzsche, un siglo y medio más tarde, pudiera responderle: lo completamente desorientado, todo lo que está completamente desorientado; eso es el hombre moderno. Cuando Kant, uno de los pocos filósofos que realmente pensó, acabó de pensar, la filosofía quedó sepultada junto a las ruinas de la casa. A veces, todavía, algún hombre revolviendo entre las maniposterías derrumbadas y los escombros, imagina que ha encontrado una verdad. Son verdades cada día más fragmentarias, cada día más tristes: Wittgenstein, en nuestro siglo, llegó a sentir que el único territorio de la filosofía era la investigación del lenguaje… La libertad, Dios, el alma inmortal, no son demostrables ni indemostrables. La metafísica es imposible y las leyes de lo real son de la forma de nuestro espíritu. Si los insectos piensan y sueñan, la forma del universo y la forma de los sueños arman leyes e imágenes de insectos. Esto no lo dijo Kant, pero lo pensó. Lo demás es hoy, dijo el astrólogo.