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– Adiós, joven -dijo el arquitecto. Verónica apareció junto a Esteban.

– Rompan lo que gusten -dijo-. Yo me retiro a mis ruinas. La niña del camafeo te conducirá a tu cuarto.

– Verónica miró hacia el lugar donde Graciela hablaba con Patricio. -Supongo -agregó.

– Patricio ya no estaba. Graciela y Mariano hablaban en voz baja.

– Dónde te habías metido -dijo Verónica.

– Di una vuelta por la casa. Quiero preguntarte algo.

– Adiós, querida -dijo la chica que descendía de Bustos.

– Mi marido te dejó saludos -dijo Verónica-. Qué hacían vos y mi marido, uno a cada lado del nogal.

– Entonces es cierto que yo hablé con él -dijo Esteban.

– Me parece que esta conversación ya la tuvimos -dijo Verónica.

– La tormenta. Nos vamos.

– Gracias por haber venido -dijo Verónica.

– Hablábamos -dijo Esteban.

– Y de qué hablaban.

– De cierta clase de hijos de puta -dijo Esteban. Verónica pareció a punto de decir algo. Se limitó a sacar un cigarrillo de una cajita labrada que había sobre una mesa.

– Dame fuego. Qué querías preguntarme.

– Varias cosas. Una tiene que ver con Santiago. Me gustaría saber si vos estuviste enamorada de Santiago.

– Quién te contó un disparate tan precioso.

– Nadie. Es algo que se me ocurrió hace un momento, algo que tiene que ver con tu planetario.

– Sí -dijo Verónica-. Y qué más querés saber.

– Quiénes son todos ustedes, qué es esta casa. Quién es Graciela.

Verónica lo miraba como si lo viese por primera vez.

– Bueno, es más grave de lo que yo pensaba. Te hago preparar un buen café.

Hizo ademán de irse. Esteban la tomó del brazo.

– Necesito saber cómo es ella.

– Caramba -dijo Verónica.

– Qué quiere decir eso.

– Me estás apretando el brazo.

– Contéstame.

– Preciosa reunión -dijo la japonesita-. Adiós.

– Gracias por venir -dijo Verónica.

– Yo te alcanzo -dijo Lalo.

– Quiere decir -dijo Verónica -que la gente, la gente real, no es. Veo que a esta altura el café no te va a servir de nada. -Sirvió dos vasos altos de whisky con hielo y le dio uno a Esteban. -¿Cómo te puedo explicar? La gente, la gente real, nunca es. La gente está. Va y viene, y todo es según cómo, y desde dónde se la mire llegar o irse. La mayoría de las veces lo mejor es no mirar.

Esteban observaba fascinado los reflejos del hielo entre las marejadas de aquel líquido untuoso.

– No mirar.

– Deja de revolver ese vaso y tómatelo de una vez -dijo Verónica-. Mareas. No mirar a la gente, amor. Lo que sí voy a decirte es esto. Hace treinta y siete años que Verónica se acuesta todas las noches con Verónica y todavía no sabe si existe, y vos, que llegaste ayer y anuncias a todo el mundo que te vas mañana como si tuvieras que asistir a tu propio funeral, mientras todavía se discute en aquel sillón si dormirás una sola noche con Graciela, queros saber cómo es, cómo somos todos. Vamos al parque a mirar la tormenta, a lo mejor te despeja. Me queros explicar, de paso, cómo te las ingenias para embarullar todo. ¿Qué hace ella, allá?

Treinta y siete años, pensó Esteban. A la tarde me mintió.

– Supongo que ese chico también necesitaba conocer algunos detalles.

Verónica lo miró inexpresiva.

– Chico -dijo después de un momento-. Para mí todos ustedes tienen casi la misma edad.

Casi, pensó Esteban. Territorio vasto e irrecuperable donde caben comarcas enteras con su gente y sus lunas sobre el agua, sus amaneceres, sus árboles del paraíso en las veredas, con el remoto silbato de los trenes que pasan sin detenerse en sus estaciones muertas, su plaza con su iglesia, sus calles húmedas cuando cae la noche. La edad del hombre no se cuenta por años sino por esas imágenes que acumula la memoria, como la tierra acumula y superpone napas, ciudades enterradas, bosques carboníferos y muchas veces fragmentos irreconocibles de algo que es como el eco de una música perdida. No lo pensó con estas palabras, ni siquiera es cierto que lo haya pensado. Vio la silueta de un olivo, vio la cara de una mujer desconocida en la ventanilla de un tren, vio la galería de un colegio.

Y lo que vio significaba la única cosa que trataría de articular con palabras toda su vida. No tenemos más que el pasado. La vida no es ni será, siempre fue, y vamos caminando hacia la vejez y la muerte sobre los escombros del hombre que fuimos, del adolescente que fuimos, del niño que fuimos. Sólo que no siempre había sido de ese modo, hubo un Esteban Espósito al que las cosas le sucedían realmente ahora, y ese Esteban no estaba separado de éste por años sino por días, acaso por horas. Si fuera cierto lo que dijo el astrólogo, si se pudiera recuperar con el arte lo que se ha perdido, si eso sirviera de consuelo o le diera una mínima alegría a alguien. Pi, pi, pi: mensaje a las estrellas. Yo estuve en esta ciudad, conocí a un hombre llamado Santiago, me acosté con Verónica, tal vez me enamoré de una muchacha que pudo ser de cualquier manera pero de la que sólo vi lo que acaso no existía, y ninguna de estas cosas fueron grandes acontecimientos ni tuvieron sentido para nadie, salvo para mí, pero todavía están sucediendo y no dejarán de suceder mientras alguien reciba este mensaje. Socorro. Salvad nuestras almas.

– Buenas noches -dijo un señor.

– Y ése es por fin todo el misterio -dijo Verónica-. Él es capaz de hacer cualquier cosa, por ella, y ella lo sabe.

– Explícate mejor -dijo Esteban.

– Que yo no me arriesgaría a rechazar, a cambio de nada, a un hombre que me quiere. Si así te gusta más.

– De quién estás hablando.

– Me tenés harta -dijo Verónica. Esteban se reía.

– De acuerdo. Sólo que no se trata de eso. Escúchame, esto es muy importante para mí. Dentro de unas horas, cuando me vaya de Córdoba, alguien habrá ganado una especie de batalla dentro de mí, no pongas esa cara. Si elijo las palabras va a ser peor. Todo el día estuve tratando de imaginarme que ella…

– Pero te vas mañana -dijo Verónica.

– Sí, me voy mañana y probablemente no vuelva nunca. No habrá cartas ni llamadas de larga distancia ni postales para las fiestas. Pero yo necesito saber quién era, cómo era, qué sentido tuvo. No se trata de su historia. A mi modo conozco toda la historia con todos sus detalles. Hasta puedo imaginarme unos cuantos.

Esteban miró hacia el sillón. Mariano se había ido.

– Graciela se queda -dijo Verónica.

– Ya sé que se queda -dijo Patricio.

– Me voy con vos -dijo la Austin.

– No sé qué es lo que queros saber -dijo Verónica.

– Lo sabes perfectamente. Contéstame.

– Quédate y averígualo. O llévatela. O por lo menos acostate con ella esta noche, y déjanos en paz. Te voy a revelar un gran secreto. Esta ciudad es anterior a tu llegada, todos nosotros somos anteriores a tu llegada. Córdoba y el mundo en general ya estaban hechos antes de tu aparición…