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– Pero, cómo ponen tinteros -dije en voz alta, y el Poeta Místico enmudeció de golpe.

Tratando de evitar la salpicadura nos habíamos puesto de pie. Durante un momento la confusión fue enorme. Vino una alumna y trajo secantes, cosa que me maravilló. Así que los universitarios usan secantes. La señorita Etelvina hacía toda clase de evoluciones sin sentido aconsejando cómo limpiar y diciendo cuidado, cuidado con la ¡…Tinta! ¡Cuidadito con la tinta! Pues Él tenía un plan para el gobierno de los Mundos y de la historia de Esteban, según Su pensamiento que era la Verdad, la Belleza y el Bien, pero yo he torcido el curso de la naturaleza e introduje la confusión en todas las cosas, yo, que he levantado mi voluntad libre en contra de la Santa y he enmarañado los caminos de modo que ahora hay tantas sendas como hombres y días llegará en que haya tantas como estrellas…

– Cuidado, porque la tinta no sale.

Cuando se restableció el orden, el Poeta Místico no pudo retomar el hilo de sus ideas. Y poco a poco comencé a ver con asombrosa claridad todas las cosas. En los secantes, las manchas eran indistintamente estallidos de novas, flores de otro mundo y peces terribles, parecidos a tiburones, aunque no eran tiburones porque yo sabía perfectamente que tenían otro nombre mientras Santiago hablaba con su hermosa y grave voz de la grave y hermosa Edad Media, de la vieja edad en que todo era posible porque el tiempo fluía como un manso río y se podía visitar, aunque con pavura, el sótano helicoidal donde vuelan como palomas Paolo y Francesca, sumirse en redondo y bajar al círculo de Ugolino, que se comió a sus tres hijos y muerde desde hace siete siglos la cabeza tonsurada de un cura. Bajar y volver a subir, y contemplar de nuevo las estrellas.

– A usted -dijo la señorita Cavarozzi.

– A mí qué -pregunté en voz baja.

– Hablar -dijo Santiago-. Te toca hablar.

– De qué…

…de lo que quieras, ahijadito. Con ellos, de lo que quieras. Y mientras tanto, escuchar. Hablar con ellos y escucharme a mí.

¿Que es esto?

Esto es esto. Una interpolación intempestiva. Una charla conmigo debajo de tu charla con ellos. O mejor, un pequeño fragmento, previo a las Operaciones Brillantes, al luminoso contrato que aunque te hagas el loco, o justamente por eso, te fascina.

¿Quién es usted?

Te fascina, querido, pero no se verificará, no al menos hasta que depongas esa cautelosa retórica argentina que desde antiguo impide la familiaridad entre mis compatriotas y los tuyos, y que taimadamente te hace hablar de usted, para referirte a mí. ¿Por qué? Por falta de orgullo, y de país. Pero a Mí, ya se sabe, o se me tutea o nada. Sólo que en "este" país cómo tutearme, en qué idioma tutearse con ciertas personalidades, ¿no es cierto? Conmigo pongamos, y con Dios. ¡Silencio, cretino!: Dios y yo por el momento somos meras hipótesis de trabajo o un resto de tu excelente educación salesiana. O una alusión a cierto chispazo del amigo Santiago. Sin contar con que acá, dentro de los límites de la ciudad, todo es posible, hasta los Misterios Teologales. Estamos en Córdoba de la Nueva Andalucía, la ciudad de las siete iglesias que miran hacia el este y del escudo de armas con un castillo sobre el que flamean siete banderas misteriosas, no muy lejos de las formidables piedras de la Compañía de Jesús donde hay siete altares con las mismas indulgencias que las siete capillas apocalípticas de San Pedro en Roma, y en cuyo presbiterio hubo una trampa con siete escalones que bajaba a laberintos donde algún pasadizo aún hoy remata en una puerta que (si llega a abrirse) desemboca en Dios. O no desemboca. O da a un jardín recoleto donde una novicia corta un asfódelo y te lo tira, y nuestro forastero regresa esta noche a su hotelucho con una flor que una novicia, en un sueño, cortó y le dio a un desconocido, hace unos siglos. Hermoso, lo reconozco. Cuento fantástico lo llamarías vos. Cuidado, ahijadito, diría yo. En Córdoba todo es posible porque es la ciudad imposible. Fue trazada una medianoche de 1577, mirando al sur, por don Lorenzo Suárez de Figueroa sobre un plano irreal de siete manzanas de base por diez de altura, lo que obligó a nuestro hermético vasco a diseminar en el papel parcelas ilusorias sobre la vieja Cañada, sólo para cumplir con la armonía preestablecida de los números y el dibujo de los astros. Hay una ciudad fantasma en la base misma de la ciudad real, te lo advierto. Pero volviendo a mi asunto: falta de orgullo, dije. Miedo a trabar ciertas perturbadoras relaciones. Cosa natural y perdonable pero, te seré franco, que únicamente he advertido en los santos y en los otros: en los, de algún modo, propensos. Hecho nada curioso si se reflexiona que, como diría el precipicio, dejad que los alpinistas y los que padecen vértigo se acerquen a mí. En principio, el miedo habitual a ciertos escalamientos; en segundo lugar, y luego de haber provocado este vinculum o Alianza con el Gran Ascensorista -conmigo-, en segundo lugar el pudor de las palabras. El pudor, no el Poder como lo llamó nuestro predilecto cosmonauta Eddie. El pudor, no la voz prometeica que al ser articulada pone en movimiento ondas incalculables que se desplazan, se expanden, tiran locamente hacia arriba y se abren en vastas ondas nuevas que convocan tempestades mientras transcurren los siglos y aquel movimiento inicial, la Palabra, sigue arreando nebulosas, ampliándose, arrastrando a su paso abanicos de arcángeles, hasta que por fin una noche hay un estallido deslumbrante y los astrónomos se lanzan sobre los telescopios. Y las niñas temen el Fin del Mundo. Y un poeta, en el Infierno, sonríe con esa cruza de melancolía triunfal y de ternura de Giuseppe el zapatero que mira desde la oscuridad a su hijo el doctor evocando los buenos viejos sufridos tiempos del tuque tuque taca, sonríe y dice: "A esa estrella, atorrantes, a esa estrella la hice nacer yo." Pero no. Nada de locura; viva el emotivo nudo en la garganta y trae para acá la guitarra, viejita, que voy a llorarte de tú. Porque en "este" país los Grandiosos Sentimientos se cantan en román carantoño. Por un lado, la esfera realista y telúrica de tomar mate con Santiago, y, acullá, la dorada comarca de los astros nacidos en hermosa lengua española. Pandemónium que el expósito quiere solucionar puerilmente tratándome de usted, y que en ciertos Meta-Encuentros como éste obligará a nuestro habilidoso mulato a bordar arcoíris de palabras cosa de postergar hasta último momento la deforme, la confianzuda, la bárbara y revolucionaria conjugación patria. ¡Revolucionaria, he dicho! Y no sólo en la esfera estética, sino en el bruto territorio de lo humano, en el capítulo batifondero de destroncar la mierdosa sociedad burguesa y cambiarlo todo y construir la Gran loa humanista. Tal como suena. Que en el fondo todo es una cuestión de lenguaje. Ejemplo diabólico: ¡Proletarios del mundo, unios! Díganme un poco, por favor, si con semejante andaluzada van a hacer una revolución nacional, no digo ya una obra de arte. Silencio tovarich. Kung-Fú-Tsé, vulgo Confucio, al ser preguntado sobre qué es lo primero que haría si fuera gobierno, respondió: Corregir el lenguaje, porque si el lenguaje no es correcto lo que se dice no es lo que significa; si lo que se dice no es lo que significa, lo que debe ser hecho queda sin hacer; si lo que debe ser hecho queda sin hacer, la moral se deteriora, si la moral se deteriora, la Justicia andará extraviada; si la Justicia anda extraviada la gente quedará en una tremenda confusión. Y eso es el caos, dijo Confucio. Lenin hablando como los tres mosqueteros, uníos u os derribará el empellón de un pájaro, voto a Bríos, es el caos. Y, por si te preocupa, sí: en el momento mismo de gritar Non Serviam!, la divertida gente del subsuelo eligió la Historia. Diantre, dijo Tartini. El violín se empuña con la izquierda. Pero volviendo a la raíz del verbo: lo único que pretendemos por ahora es que des el primer salto. A mí, se me tutea o nada. Y en estas latitudes se me tutea de vos. En cuanto a quién soy, por el momento sería más adecuado decir qué soy. Nada, por ahora no soy nada. Dos noches sin dormir, la Benzedrina, o cualquier otra cosa. ¿Te lo recito? En las márgenes del río Amarillo, el cielo; en las del Ganges, el sonido gutural de una sílaba. En Escandinavia, un hombre que monta un caballo tordo, en la remota Ibernia, un enano. Por ahí, un hombre con dos caras; en Ascalón y Gaza media persona y medio pez. En Menfis, un toro; un carnero en Tebas. Y un ibis y un ave de rapiña y. un cocodrilo, en Hermópolis, en Edfú y en Cocodrilópolis, respectivamente. A veces no tengo cabeza, en el Asia Menor la tuve de burro, pero sobre todo (oh, sobre todo) soy todavía una reminiscencia literaria, noble, no lo niego, pero ese "algo, glacial" de hace un momento, por ejemplo, "algo glacial y en cierto modo repugnante", ¿eh, Iván Karamazov?…Lo demás será tratado en la próxima entrevista.

– Realmente una preciosidad -dijo la Cavarozzi, conmovida-. Una hermosura.

Todos aplaudían.

El profesor Urba ya no estaba en el aula.

XI

Ignacio Bastián. Treinta y tantos años, lúcidos ojos afiebrados y pelo muy negro. Mucho pelo. Por lo menos, mucho más que yo. Había en su aspecto algo levemente repulsivo, pero también fascinante. Era pálido y al mismo tiempo moreno, combinación que le daba un verde matiz de alga. Cara de gitano. Para algunas mujeres debía de ser una especie de imán. Murió en Barcelona algunos años más tarde, casi sordo, tartamudo y medio loco, pero aquella mañana no lo sabía y estaba bastante vivo. Todos lo estábamos. Me odia. Lo sentí la noche anterior y vuelvo a sentirlo mientras salimos del Pabellón España a una especie de rosedal o de patio andaluz. La señorita Etelvina Cavarozzi acaba de pregúntame si creo en la Astrología y yo le estoy diciendo por supuesto, también en la Quiromancia y hasta en la Magia Negra. El tártaro profesor Urba, allá lejos, me espiaba silente. Debo acordarme de describirlo. Esto lo pienso ahora, no aquella mañana: aquella mañana vi de reojo que Bastián se acercaba al grupo, es decir a mí, e instintivamente quise apartarme, pero Verónica me preguntó si ya conocía al fantástico padre Cherubini, y Bastián llegó casi a mi lado. Hago descender compuertas, rejones defensivos, alzo puentes levadizos y me oigo decir que sí, conocía al padre Cherubini desde mi más tierna infancia, es mi ángel guardián, cómo no iba a conocerlo. Y, ya en pleno disparate, estaba por llevarme a Verónica al amparo de alguna enramada cuando Bastián se me puso delante y dijo: