– Vos sos autodidacta.
Lo dijo a quemarropa. Como si preguntara si yo era comunista o ex presidiario, pero sin preguntarlo. Me detestaba, muy cierto. No respondí de inmediato. Saqué los Particulares y le ofrecí. Él aceptó.
– Sí -dije-. ¿Por?
– Se nota -sonreía. Se rascó la mejilla con un gesto, rápido, una especie de tamborileo. -Por tu modo de hablar ahí adentro. Los autodidactas son tipos curiosos, ¿no? Quiero decir, raros. Saben cosas, muchísimas. Hablan y hablan. Como si necesitaran demostrar, no sé, algo. Me parece.
Lo decía siempre sonriente, con voz acariciante. Si calculé que mi cigarrillo lo había apaciguado o sorprendido, no tenía la menor idea de la clase de tipo que era. A nuestro alrededor se había hecho una especie de vacío de campana de vidrio. La señorita Cavarozzi pareció volatilizarse en el aire balsámico del parque, perdiendo alguna pluma. Hubiera jurado que la vi allá arriba, espulgándose con su piquito en la rama de un árbol.
– Cierto -dije-. Nunca había pensado en eso.
Me di vuelta y busqué con la mirada a Santiago. Lo vi junto a Verónica, ella lo había tomado de la mano y parecía querer llevarlo hacia algún sitio. Lo llamé, el jujeño miró hacia acá y Verónica dejó de sonreír.
– Qué -dijo Santiago.
– Dónde almorzás -pregunté.
El jujeño me miró y miró a Bastián.
– Ahí voy -dijo-. Ya estoy yendo. Ya llegué. Almuerzo en un bodegón tan lúgubre que el único modo de no impresionarse es tomar vino: te invito. Hola, Bastián. De allá entre los arbustos creí percibir que no todo es amor y recuerdos en los parques…
– Hola -dijo Bastián.
– Hablábamos de los autodidactas -dije sorpresivamente, retornando de golpe una cuestión que parecía terminada, como quien finge atarse los zapatos y levanta del suelo un adoquín, y lo muestra-. Este hombre, fíjate, adivinó que no soy universitario. Me dio justo en el complejo. Tomemos un café en el barcito.
Me reí con repugnante cordialidad.
– Así como me ves -dijo el jujeño-, yo estudié astronomía. Y no me desacomplejé. No sé si es Jujuy o el país, pero no me acostumbro a la Gravitación Universal. Más que nada yo me tomaría una ginebra.
Entramos en el bar o lo que fuera. Algo así como una cocina de campaña. Una mesa grande, sillas de paja y un banco largo de madera. Un fogón o un mostrador en algún lugar.
Bastián se sentó frente a mí. Yo dije:
– Vos estudiaste Filosofía y Letras, ¿no?
– No.
– ¿No?
Verónica y los demás, en el patio andaluz, rodeaban al doctor Urba y al padre Cherubini. Vi a Inés, muy cerca de la puerta. Me miraba con más alarma que de costumbre.
– No -dijo Bastián-. Son dos carreras distintas. Inés desapareció.
– Es lo mismo. Dan un método. Por eso, cuando me preguntan si se debe seguir o no una carrera, yo digo que sí. No hay cosa más importante que un método. Vos qué opinas, Santiago.
– Déjame de joder a mí con los métodos.
Habló sin violencia. Se levantó y trajo tres vasos. Sacó del bolsillo trasero del pantalón una cantimplorita de viaje, se sirvió él solo, y oí que si hay cuatro o cinco cosas como la gente en este país de opereta, cuatro o cinco cosas que nos salvan de que nos recojan con una pala de juntar bosta y nos tiren a la basura, ni apilando a todos los analfabetos que las hicieron alcanza para armar, con método o no, un alumno de escuela diferencial.
– Y por supuesto vos estás convencido de eso -dijo Bastián.
Me lo dijo a mí. ¿Estaba loco?
Hice un gesto ambiguo, yo, limpio y ecuánime flotando entre los eucaliptus. Y ahora reparaba verdaderamente en el doctor Urba, en sus ojitos. Dorados, pensé. Lo que pasa es que ese hombre tiene los iris dorados. Bastián sonreía, pero levemente de otro modo. Un tic colérico le deformaba el costado izquierdo de la cara; se mordía el labio.
– No sean ridículos -estaba diciendo, sin levantar la voz-. Eso es mirar el culo de los hechos, de la realidad. Si es cierto que hay apenas cuatro o cinco cosas importantes no es justamente por eso, sino a pesar de eso.
Y qué era eso, por favor. Cuál eso.
– La falta de una cultura seria, la falta de una verdadera formación universitaria.
¿Ah sí? Y quién le había hecho creer que ser universitario y serio, y además culto, eran la misma cosa. Mejor nos íbamos a almorzar nomás al bodegón de Santiago. Entonces advertí con una especie de horror que quien había estado hablando en el último minuto era yo.
– Callate, chango -me interrumpió Santiago-. Voy a confesarte que este hombre acá es mejor de lo que parece.
Hablo de Bastián. Y larga la cantimplora o te va a pasar lo de anoche. Aunque no lo creas les tengo una especie de cariño, a los dos, pero sobre todo a él, que no es ningún pelotudo como te gustaría pensar. Es algo peor, sí; pero a lo mejor vos también… Capaz que uno de nosotros se muere dentro de un rato y ve que discusión al cuete. Si el negro Bastián y yo hubiéramos sido una sola persona, en este país habría un genio. Somos una tierra de despedazados: mira a Roberto, como dice el doctor Cantilo, mira si Arlt no es un pedazo de algo inmenso, la tajada de un dios. Sí, a lo mejor tiene razón Ignacio y es cierto que nos faltó escuela; pero yo les juro que el día en que aparezca un argentino completo va a dar lo mismo que sea doctor en algo, buzo o criador de chanchos. Esos novelones de Arlt, esas escenas truculentas donde un tipo se clava con un cuchillo la mano a una mesa, o la lame, se trepa a un árbol para ver a la gente desde arriba o mira a una mujer desnuda como si fuera una mosca, igual que en París sólo que antes, ¿cómo se aprende a hacer eso?, ¿dónde se aprende? Déjenme hablar que tengo poco tiempo, dame la cantimplorita, Bastián. Lo que veo es que se van a mamar los dos y después van a querer pelearme a mí; y lo que ustedes deberían hacer es romperse bien el alma a patadas, sin poner ninguna excusa. Hay gente que se mira y se odia, así anda el mundo. Decía que comer caca, lo que se dice caca, aquello desgarrador y atroz que hay en el alma de un desgraciado que hace algo grande o hermoso mientras busca la felicidad y come caca, eso a lo mejor se aprende. Pero dónde se aprende, Ignacio, cómo se aprende. Yo te digo cómo. Metiendo bien metida la cabeza en el agujero del excusado, pero sin dejar que la mierda se te gane en los sesos o en el corazón. Corazón dije, qué hay. O regalándole una oreja a una puta como quien corta una flor. Locura, eso es lo que nos hace falta, o una gran pureza. ¿Sabes por qué somos mediocres, chango? Justamente porque aspiramos a la cordura, al equilibrio. Somos medio roñosos, medio inocentes, medio argentinos, medio borrachos, medio universitarios, medio putos, medio escritores, medio comunistas, medio fracasados. Yo soy un fracasado, lo admito, pero soy un fracasado con grandeza. Todos estos tipos -agregó en voz alta y se puso de pie y algunas caras se dieron vuelta hacia nosotros mientras el ademán del jujeño, ampliándose, parecía abarcar no sólo los claustros y los profesores y las cátedras sino las siluetas que deambulaban entre los jardines, y mucho más allá, entonces tuve un presentimiento y me dio miedo porque el gesto de Santiago ya no tenía nada que ver con sus palabras-, todos estos tipos, chango, aspiran a ser fracasados, pero con sello y firma.
No volvió a sentarse.
Bastián había recuperado su sonrisa irónica. Apoyaba el mentón sobre el dorso de los dedos en una actitud contraída, fetal. Su mano me recordó vagamente la pata de una gallina a la que se le han cortado los tendones.
– Y vos, qué sos -me dijo.
Me levanté. Verónica, de allá lejos, nos hacía señas con la mano.
– Dentro de cien años volvé -dije yo-. Alguno, ahí adentro, te lo va a explicar.
Bastián seguía sentado. Me miraba torciendo la cara. Santiago le puso entre las manos la cantimplorita y fue hacia la puerta. Bastián no hizo un gesto. Sin dejar de mirarme, dijo:
– Sos un personaje muy desagradable, sabes.
– Sí. Vos también. La mayoría de nosotros.
– Y tenés un miedo bárbaro, vos sí que le tenés un miedo bárbaro al fracaso.
– Conmigo acertás siempre. Sólo que yo le llamo ganas de justificar la vida.
Santiago estaba saliendo. Bastián se rió.
– Anótalo, jujeño. Dice frases para la historia. Se puso de pie y fue hacia el mostrador. Me daba la espalda. Lo llamé despacio.
– Bastián.
Se dio vuelta a medias, sin mover el cuerpo; girando sólo la cabeza. El jujeño había salido. Estábamos solos.
– Qué.
– Para qué todo esto.
Volvió a darme la espalda, después me miró de frente.
– Ándate a la puta que te parió -dijo.
XII
Sentado, alrededor de mediodía, en un café de calle San Jerónimo, esperando verte pasar. No hay ninguna razón para que pases por allí, pero tampoco hay ninguna razón para que no pases. Enfrente, una alta puerta devastada, hundida en la pared entre contrafuertes dobles y medias columnas rematadas en lo que alguna vez fue un gran penacho elevado sobre el ático, intenta, desde hace un buen rato, parecerse a otra, vista por mí desde una ventana de café como ésta. La imagen se hizo casi sonora; revoloteó un segundo a mi alrededor y estuvo a punto de atraparme con su red de música trivial, de altoparlante fragoroso sobre una calle arbolada de plátanos. Una calle que desembocaba en una plaza.
Entonces te vi. Llamé al mozo, pagué y crucé casi corriendo.
Te diste vuelta con demasiada naturalidad.
– Hola -dijiste-. Te hacía rodeado de señoras.
De cerca, la puerta diluyó su ambigua amenaza de sirena. Sin embargo, aquello había estado ahí y acaso aún estaba, acechándome, y supe que al correr hacia vos lo hacía también en otra dirección, pero, ¿en qué dirección?
– Por qué no estabas.
– ¿Dónde?
– Cómo dónde. -Era un disparate, con el mismo derecho podría haber atajado al primer obispo que pasara por la calle, recriminándole que esa mañana no hubiese viajado a Marte. -No será en Marte -dije.
– No estaba porque no fui. -Me mirabas, sonriendo. -¿Había que ir?
Mejor me callaba. Doblamos por Ituzaingó, hacia el norte. Sé que era el norte porque tengo un mapa de la ciudad sobre la mesa. Caminamos en silencio una cuadra. En la esquina, doblamos a la izquierda. Vi una pequeña terraza salediza rodeada por una baranda de hierro forjado y, en el centro, un mirador.
– La casa del marqués -dijiste.
Me hubiera gustado saber quién era el marqués. Caminamos otra cuadra y llegamos a la esquina de la plaza San Martín. Sin decir una palabra, señalaste una casa colonial de la vereda de enfrente. Sólo quedaban el gran balcón y la desolación de la portada; lo demás había que imaginarlo, o quizá soñarlo, pero era de una belleza angustiosa. Y, sin embargo, no es la casa del balcón lo que me estás mostrando. No es la casa sino lo que han hecho con ella. Un negocio de souvenirs, suponiendo que ésa sea la palabra adecuada. Un cambalache. Entonces creí comprender algo: me habías llevado allí para que lo viera. Tu gesto en silencio, al mostrármelo, era como un puente entre la noche anterior y este encuentro. La casa del marqués, eso también había sido un puente. Una broma a costa mía, pero al fin de cuentas conmigo. Y el obispo o la marquesa desconocidos no reaccionan así cuando el energúmeno les pregunta por qué no han viajado a Marte, lástima que ahora se hacía cada vez más difícil iniciar un diálogo razonable y el silencio amenazaba separarnos con la consistencia de un vidrio blindado.