– Te pasa algo.
Una pregunta artera: no hay otra palabra. Era una afirmación, no una pregunta, pero hecha con una voz tan casual e inocente que se mantuvo flotando en una zona de pálida ambigüedad. Trémula mariposa verbal. Es increíble la mala fe de las mujeres cuando saben que sí, que pasa algo.
Y me quedé petrificado.
El Vesubio, leí. Un cartel de latón con el dibujo en colores de un volcán. El corazón de Nápoles en el centro de Córdoba. Eso, en la vereda enfrente, ante lo que parecía ser una cantina o una trattoria; en esta vereda, el Colegio Monserrat, su portalón cribado de remaches, sus paredes amarillas y sus rejas. Y, aferrado a las rejas, el fantasma de Monteagudo buscando eludir la vigilancia del todavía más remoto fantasma del obispo Duarte para cruzar hasta El Vesubio y comerse una porción de muzzarella. Alrededor del volcán, y sobre su cráter, el Mediterráneo y el cielo eran azules como los ojos de Julia Felice; del cráter brotaba una suerte de humito alegórico. Fue tan inesperado que me ofendí.
– Sí, me pasa algo. Me pasa que te están esperando. En tu casa. Y que dentro de diez o doce horas nos veremos en el Cerro de las Rosas. Suponiendo que no me atropelle un auto. O el tílburi de la familia Rivarola. Si es que ahora mismo no estoy muerto, porque sospecho que tengo cierto tipo de percepciones que no pertenecen del todo a este mundo. Y en el Cerro de las Rosas tal vez te encuentre siempre que te reconozca entre dos o tres mil fantasmones doctísimos y elegantísimos, amigos tuyos. Y, si te encuentro, razonaremos a cuatro metros de distancia sobre el hibridaje del ser nacional, que es un buen tema.
– No entiendo. Es…
– ¿Absurdo? O injusto. Tenés cara de pensar que es injusto, lo que significa que sí entendés. O a lo mejor no entendés, cosa que no tendría nada de anormal. Me voy a almorzar con Santiago.
– Hace un minuto dijiste que necesitabas hablarme.
– Pero no así, no trotando por la calle como un turista. Y menos por esta calle de ciencia ficción. Parece un Banco de empeños, no una calle. Parece un Monte Pío. Parece la vidriera de La piel de zapa. Me querés explicar, antes de irte, qué significa eso del corazón de Nápoles frente al Monserrat. Lo pregunto en serio. Significa algo. Es una metáfora, o una clave, da una especie de miedo.
Sentí que me estabas mirando; pero no ahora: no mirándome en ese momento o desde hacía unos segundos, no Graciela Oribe en esta calle de Córdoba, que fue algo así como mi Piedra de Rosetta de la ciudad y desde donde se veía frente a la Universidad Mayor una placita que se llamaba Obispo Trejo y muchos años después, durante una semana, se llamó Camilo Torres, y hoy podría llamarse la Ruina de los Sueños; no vos desde tus ojos, sino un genero, una raza, una especie entera, dejándome hablar como a un chiflado inofensivo y mirándome desde hacía varios milenios. La mirada antiquísima y sosegada, los ojos inmemoriales de la Bona Dea. Momento en que me oí decir que tenía sacado el pasaje a Buenos Aires y que me iba al día siguiente.
– Tengo sacado el pasaje -dije-. Me voy mañana.
Mentí, con absoluta impremeditación. Cuando terminé de hablar, era cierto.
Muchas veces, a lo largo de estos años, me he oído pronunciar palabras casi idénticas y he sentido sobre mi esa misma mirada, su apenas perceptible fulgor de ironía, esa grave ternura, parecida a la resignación, de la mujer que mira a su hijo practicar esgrima con la nada; he aprendido a reconocer los menores gestos, las mínimas crispaciones de cejas o de labios que significan que soy yo quien está fuera del natural y armónico y respetable sistema donde, al ritmo de la zampona universal, gira el buen planeta viejo del jujeño, parque de diversiones tan bien pensado que no olvidó incluir, para los sujetos de cierta calaña, el manicomio, la cárcel o esta pieza de hotel, según se decidan a seguir adelante, a hacer las del amigo Filiberto Toriano, de quien no sé si ya hablé, o a interrumpir con un balazo el sueño de los vecinos. Porque tampoco sé si ya dije que Santiago se mató esa noche, en esta misma habitación. Se pegó un tiro mientras yo estaba en el Cerro de las Rosas, en mi Walpurgis, conversando con el astrólogo de cosas como éstas en un pasillo de la quinta de Verónica.
Ya no me mirabas.
– Quiero decir -dije- que no conozco la ciudad ni tengo la menor idea de donde queda tu casa ni pienso averiguar tu número de teléfono, y es probable que nunca vaya al Cerro. Eso es lo que me pasa. Quería caminar, hablar con vos, no irme mañana, tal vez meterte en una cama y cantarte un aria de Puccini, Che gélida manina. en búlgaro.
Di media vuelta y me fui.
XVI
Doblé por cualquier parte. Tomé un taxi y a las tres cuadras me salió al paso el edificio de la vieja Terminal. Me recuerdo discutiendo por un pasaje que no quería utilizar y volviendo al hotel por una vereda junto a la que se alzaba un paredón de piedra en el que vi una puerta con la siguiente inscripción: Casa de Dios y Puerta del Cielo. Hoy sé que era el paredón de la Compañía de Jesús, entonces no lo sabía. ¿Qué pasará si entro?, me limité a pensar. Antes hay como una laguna, una zona imprecisa y ambigua donde, estoy seguro, ocurrieron las cosas definitivas. Una moneda que se me cayó de las manos. O la aparición de la sirenita. Hechos pequeñísimos de los que recuerdo la forma, pero cuyo significado real se me escapa como si mi memoria fuese exactamente una laguna, como si todo lo ocurrido aquellos dos días fuera eso, un agua caótica donde yo trato inútilmente de recoger matices, cifras, sombras, con una red demasiado tosca por donde se escurre lo que de veras importa. La señorita mayor, por ejemplo, o el color del cielo, un cielo que repentinamente se vuelve plomizo y hostil y que en aquel momento me pareció un signo anunciador de algo. Una palabra oída al pasar, que influyó quizá en mi ánimo, que tuvo sentido, que tal vez fue la verdadera causa de mi decisión de comprar aquel pasaje. Iba hacia la terminal y era como si la ciudad se borrara y en su lugar comenzara a construirse el fantasma de otra, otra que ahora es ésta, en la que no siempre las calles corren en la dirección exacta ni los monumentos o las plazas están en el punto que marcan los planos, mi ciudad, donde las paralelas se cortan y una misma ochava española puede estar en dos esquinas distintas. Era poco más de mediodía; pero parecía el atardecer. Cine General Paz, leí desde el taxi, Hace un año, en Marienbad, y pensé que si fuera de verdad el atardecer me habría gustado dar una vuelta por la Plaza Martín para ver la llegada de los tordos. Negros, cayendo como la tormenta sobre los robles y los plátanos, si no chillasen tanto serían un espectáculo alucinante, pensé. El último sombrío cuadro de van Gogh, claro que allá son cuervos. Y además no fue el último.
– De dónde salen los tordos, los de la plaza -le pregunté al hombre del taxi. Hubo una pausa extraña.
– Los tordos -dijo-. Para mí no son tordos.
– Pero de dónde salen.
– Y vaya uno a saber.
Fue todo lo que hablamos, o quizá yo no le presté atención. Mientras le pagaba, se me ocurrió la fantástica idea de que ese hombre podría haber estado tratando de insinuarme algo. Lo miré fijamente. No alzó los ojos al darme el vuelto. Tenía la cara justa de no haber querido decir nada. Pero nunca se puede estar seguro. Entonces sucedió lo de la moneda. Una moneda que el hombre acababa de darme se me escapó de las manos y cayó al suelo. Si sale ceca, pensé, va a ocurrir algo extraordinario. El automóvil arrancó y yo me quedé al borde de la vereda. No quise mirar.
Esto es la Terminal. Esto debería estar sucediendo mañana. El llamado violento de los altoparlantes anunciando coche número tanto sale con destino a tal parte. Mujeres nerviosas, hablando en voz alta. Mujeres con pañuelos en la cabeza y sus muchos colores de mujer que viaja. Hombres con valijas interplanetarias y camisas fuera de los pantalones. Chicos disfrazados de enanitos esquimales. La trepidación de los motores. El viento entrando por las dos bocas de la galería. Todo un poco estruendoso e innoble. O sea que desde este lugar infecto me voy a ir para siempre al día siguiente. ¿Y adonde me voy a ir, si se puede saber? Ahora discuto a gritos junto a una ventanilla, discuto absurda y empecinadamente para conseguir un asiento que no tengo el menor interés de ocupar. Sobre la rueda, no; jamás sobre la rueda. Imposible leer. Vea, señor, yo le pago para viajar en el asiento que a mí se me antoja, y además quiero dos, detesto que la gente se apoltrone a mi lado y converse. Una voz dijo entonces la palabra amor casi junto a mi oído, y me sobresalté. Después vi una chiquita de ocho o nueve años corriendo hacia su madre, quien acababa de llamarla con la palabra amor. Tenía un pie descalzo y en el otro llevaba un zapatito de bailarina, dorado. Sus grandes ojos de niña y su boca embadurnada de chocolate y su pie de oro. Llevaba bajo el brazo uno de esos enormes libros infantiles que leen las niñas que luego crecerán y amarán a un escritor atormentado y adulto. Si yo hubiera tenido diez años me habría puesto a caminar cabeza abajo, o por lo menos habría dicho una chanchada, para llamar su atención. Mire, le dije al tipo de la ventanilla, déme el asiento que quiera, usted no tiene la menor idea de lo que puede dejar de suceder, si no viajo.
Salí a la calle. El cielo sucio no podía estar más de acuerdo con mi alma. Siempre pasa. Un mundo que se maneja con imágenes convencionales, dioses groseros y sin fantasía. Volví a quedarme detenido en el borde de la vereda, oyendo a mi espalda el ruido de los motores y las voces en el pabellón de la Terminal. Después me agaché para buscar la moneda que había dejado caer antes de entrar. No pude encontrarla por ninguna parte. Una moneda, sin embargo, no desaparece porque sí. Nadie llega a una estación de ómnibus con tiempo para mirar el suelo y ver monedas, pero, aunque alguien la hubiese visto por casualidad, nadie se toma el trabajo de recoger diez centavos cuando está por viajar setecientos kilómetros.
– ¿Perdió algo?
Unos botincitos negros, de señorita mayor, se detuvieron muy juntos a mi lado. Yo estaba en cuclillas. Los botincitos eran redondos en la punta. No tuve más remedio que recordar tus propias palabras frente a El Vesubio. Te pasa algo. La gente ve a un hombre descalabrado en el medio de la calle y lo único que se le ocurre preguntar es si se cayó. Hablan por teléfono, la comunicación se corta, vuelven a marcar el número y lo primero que dicen es: se cortó. A esta clase de cosas se le llama lenguaje humano. Alguien nos hizo creer que es un modo de comunicación muy superior al canto de los pájaros o al fanalito intermitente de las luciérnagas.
La dama de los botincitos pensaba seguramente que no había hablado lo bastante alto.
– ¿Perdió algo, joven?
La miré oblicuamente, desde allá abajo.
– No. Estoy haciendo gimnasia.
La mujer, al principio, pareció sonreír. Después, su cara se contrajo. Cuando se alejó vi que iba vestida totalmente de azul y tenía puesta una gorrita estrafalaria, como de vigilante; en la cinta, grabado en letras doradas que ahora yo no podía ver, decía, por supuesto, Ejército de Salvación. Renuncié a encontrar mi moneda. Iba a ponerme de pie cuando, a unos centímetros de mis ojos, vi el dibujo a todo color de una joven de largo pelo rubio y hermosa cola de pez. El libro de la nena del pie de oro. La dueña del libro tenía la mano extendida con la palma hacia arriba. Mi moneda.