Выбрать главу

– Una señorita preguntó por usted -oí, en el hotel.

XVII

Había llegado instantáneamente, como a través de un sueño. Un sueño exasperado y barroco, uno de esos sueños poblados de imágenes indescifrables que se olvidan súbitamente al despertar. "Una señorita preguntó por usted." Como un perro que al salir del agua se sacude frenéticamente en todas direcciones, al ver la cara regordeta del hotelero traté de organizar este nuevo aspecto del mundo a mi alrededor. Este hombre se llamaba Ripul. Era bajito y tenía manos de bebé enorme. Usaba unos pantalones extraordinarios, muy anchos en la cintura. Lo que unido al hecho de sujetárselos con tiradores causaba la molesta impresión de imaginarlo colgado. O de que alguien lo hiciera flotar tironeándolo desde arriba con un mecanismo sujeto a la entrepierna. Daba un poco de miedo. Como si Humpty Dumpty estuviera a punto do transformarse en Peter Lorre. Susurraba. "Una señorita preguntó por usted", dijo. Como si acabara de almorzar algodón. Una señorita, por mí. Hacía unos minutos que nos habíamos separado en la esquina del Colegio Monserrat. Era imposible, o por lo menos bastante improbable, que hubieras venido a buscarme a un hotel que no conocías.

– Una señorita. ¿Cómo una señorita?

La forma de mi pregunta no sólo era ilógica, sino agresiva. El hombre me miró con timidez, como si se disculpara. Dijo:

– Me pareció una señorita.

Recuperé el buen humor de golpe. Aquella respuesta era tan fantástica y el señor Ripul parecía tan abrumado por haber supuesto, sin la menor prueba ni derecho, que fue una señorita y no una morsa lo que vino a buscarme, que si le hubiese dicho por esta vez está perdonado, pero que no se repita, él habría respondido cualquier otro disparate, y si le hubiese gritado que, en efecto, quien estuvo a buscarme no era ninguna señorita, sino una morsa, él, antes de huir despavorido, habría alcanzado a murmurar que sí.

– Lo que quiero saber, excelente señor Ripul, es cómo era esa señorita.

Pensó un buen rato, y no se lo reprocho. ¿Cómo eras, realmente? Cómo hacer para describirte, sin mentir demasiado. Tu pelo, tus manos, tu sombría esbeltez de álamo, la exagerada pintura de tus ojos: nada de eso era verdad. Tal vez el señor Ripul veía a la adolescente real que ocultaba su cara con el pelo y agachaba la cabeza cuando se reía. Esperé. Tal vez este hombre había sido puesto detrás de ese mostrador para ayudarme. Terminó de pensar y dijo:

– Alta.

Habías venido.

Era casi imposible pero habías venido y todo encajaba a las mil maravillas en aquel rompecabezas de manicomio. Cuando volví a verte, casi dos horas más tarde, ni siquiera me asombró comprender que durante el tiempo que permanecí en el hotel hablando con el señor Ripul o mirando el cielo raso de mi cuarto, vos estabas enfrente, en un café, a menos de diez metros de mi cama. ¿Cuánto tiempo es casi dos horas en una historia de amor que abarca poco más de un día? Ulises viajó por el mar menos de lo que yo estuve solo en esa cama. ¿Y por qué no me viste entrar en el hotel? Tal vez has ido hasta el baño; tal vez en las paredes del baño hay inscripciones inmundas. Estás leyendo las atrocidades que escriben o dibujan las mujeres en los baños y yo vengo de negarme a entrar en la casa de Dios por la Puerta del Cielo. Hay otras posibilidades, naturalmente. Hablando en general son peores. El mundo real no me gusta, nunca me gustó.

– Pero, ¿no dejó dicho nada? -pregunté-. ¿No dejó un papelito, algo?

El señor Ripul pensó.

– No, señor.

Y ahora qué hago, imaginé decir para mis adentros, pero debí de hablar en voz bastante alta porque el hotelero dijo:

– No sé, señor.

Lo miré de cierto modo.

– Gracias -dije secamente.

El señor Ripul pareció sumergirse con lentitud dentro de sus pantalones. Desde ahí, muy abajo, emergió una mano semejante a un molusco, a un pulpito, y me alcanzó la llave. Me produjo un vago horror y desvié los ojos.

En el pasillo apareció Santiago.

– Qué le anda pasando, chango -dijo.

Traía una toalla anudada en el cuello y un mate en la mano. Habló sin detenerse ni mirarme. Creo que en aquel momento comprendí por qué ese hombre me gustaba. Vagamente el jujeño me recordó a mi padre. El parecido residía en su sonrisa. Una sonrisa, o mejor una especie de sonrisa, apenas dibujada. Una sombra o un eco de sonrisa que no tiene nada que ver con la alegría y hasta puede nacer en algún rincón de lo vivido donde siempre estuvieron excluidos sentimientos como la alegría, la felicidad, la dicha. En muy pocos hombres la he visto y siempre me ha dado no sé qué idea de madurez, de adultez serena y en algún sentido protectora. Un gesto que no tiene acaso equivalente en una mujer. Ninguna mujer sonríe así. Con piedad, puede ser; hasta con caridad y con secreta ironía, en el mejor de los casos. Pero en ellas se adivina casi sin remedio el lugar común de las hormonas, el famoso sentido maternal. Órgano enigmático que debe de estar situado por la zona del ombligo, como si tuvieran allí una oreja o un ojo, algo raro, que se manifiesta en cada momento de su relación con el varón, y sobre todo en la cama, de tal modo que mientras más lo aman con más fuerza tratan de volverlo al origen, como si intentaran parirlo al revés. La sonrisa que digo, en cambio, no nace en el cuerpo, ni siquiera en los sentimientos. Es menos generosa, más dura. Nos deja lejos, solos ante nuestra propia libertad, pero hay en ella una sabiduría esencial y condescendiente, un poco socarrona, ya de vuelta de todas las cosas, que tal vez por eso nos autoriza y nos confirma. Como si en cierta manera todo estuviese hecho o prefigurado desde mucho antes en el destino de otro hombre, y por lo tanto fuera más fácil conseguirlo, o intentarlo.

– Yo que vos dormiría una siestita -dijo Santiago. Estábamos sentados en su cama. Me dio otro mate. -Pero por qué te acordaste de eso.

– De qué.

– De tu pueblo.

Casi le confieso que su sonrisa se parecía a la de mi padre cuando recordé la otra sonrisa, junto al Calicanto.

Entonces le conté nuestro encuentro, embellecí a mi favor dos o tres cosas y, al llegar a la parte de Snoopy, él se reía.

– No hace falta ser un genio -dije- para darse cuenta de que ahí lo único raro de la situación era yo.

– Debe ser un gran tipo.

– Quién -pregunté.

– Tu padre. Únicamente un gran tipo puede tener hijos tan jodidos. Veme a mí. El viejo era un animal grandote, colorado, en la puta vida de Dios lo vi triste. Pero qué casualidad lo de tu pueblo… Larga el mate, la bombilla se chupa, no se muerde. Fijate el viejo: nunca me animé a mostrarle un verso porque de la carcajada que pega nos da vuelta el rancho… Qué casualidad que tu pueblo también se llame San Pedro. Después que murió encontré un cuadernito suyo en el ropero. Había copiado a mano mis poemas. Y con qué letra. Parecía un petroglifo… Toma, ginebra no te doy porque no son las cinco de la tarde. Tuvo que atropellarlo un tren para matarlo. Y ni así. Aguantó dos días y dos noches casi partido por la mitad. Con un brazo en Tinogasta y una pata en Fronteritas. Yo gritaba mátenlo de una vez, denle una inyección, hijos de puta. Trae. Cuando no queda nada de un hombre, ¿no es cierto?, hay que matarlo.

Dijo esto y volvió a reírse. Después dijo:

– Hasta mi mujer es buena. Y tengo dos changos. Velos.

Sacó de la billetera una fotografía de bordes ondulados. Y yo sentí que todo aquello, sus palabras arrastradas y el tono intrascendente, sus gestos lerdos, su risa, por algún motivo que yo no podía comprender formaba parte de una gran broma secreta, una travesura colosal de la que el jujeño me hacía su cómplice al mismo tiempo que me excluía. O quizá no lo sentí ni podía sentirlo y lo imagino ahora. Miré la fotografía e hice un gesto afirmativo con la cabeza, como quien da el visto bueno o aprecia la cicatriz que el otro tiene en el brazo.

Él murmuró:

– Así es la cosa.

No volvió a ofrecerme mate ni habló más.

Entonces me sucedió algo. Al meter la mano en el bolsillo superior del saco, toqué los anillos. No sé qué buscaba, ni si buscaba alguna cosa. Tal vez fue uno de esos gestos mecánicos y sin sentido con los que simulamos tener algún propósito en la vida, aunque sea mínimo. Y ahí estaban los anillos. Dos anillos lisos y otro con una perla. Fue como si una descarga eléctrica me recorriera de la punta de los dedos a la conciencia: aquello había estado ahí, al acecho, esperando cualquier distracción para saltar sobre mí. La grava de la Plaza Irlanda, sus altos faroles que alumbraban las copas de los robles y los terebintos; las verjas del Colegio Santa Brígida; una calesita girando en la noche como un astro errante que agoniza. Y una lápida, algo como una lápida inmensa. Eso era Buenos Aires y era yo. Existo desde antes de este viaje a Córdoba. Soy anterior a este dolor de cabeza y a esta resaca de borrachera. Me llamo Esteban Espósito. Santiago seguía tomando mate, solo, a mil kilómetros de distancia, su perfil silencioso y contemplativo superpuesto con la fuerza de un grito a esa revelación de mí mismo. De haber sabido entonces lo que hoy sé, habría comprendido la razón. Había algo religioso y casi sagrado en aquel abstraído tomar mate del jujeño, como si ese cuarto fuera un templo donde un sacerdote (¿pero de qué liturgia?) estuviera celebrando ante mis ojos mi rito de iniciación. Dónde vas, ha preguntado el jujeño al ver que me pongo de pie. Necesito pensar en mí, le digo, y la frase suena tan grandiosa que me siento ridículo y sonrío, y él quiere saber si me pasa algo.

Salí de su pieza y entré en la mía. Una hora después, salté de la cama pensando: Tengo que verla. No estaba dormido, sin embargo cuando oí el tumulto y el último galope formidable fue como despertar.

XVIII

Me llamo Esteban Espósito. El cielo raso, los muebles, el empapelado de luces de las paredes, todo absolutamente inocuo. Ni manchas ni rajaduras. Leonardo da Vinci, ante un espectáculo así, hubiera sentido una fuerte desolación. Leonardo da Vinci es una excusa, las frases son una excusa; no hay público, ser sincero, cabrón. Esto es Córdoba de la Nueva Andalucía, en Sudamérica, el ombligo, el mándala, o tal vez el culo del mundo, y yo soy Esteban Espósito, argentino, estado civil soltero, un grandísimo hijo de puta en el más cabal y nada metafórico sentido del concepto, profesión: escritor. Soñé toda mi vida con llegar a un hotel y en el registro de pasajeros del señor Ripul gusano gelatinoso zambulléndose con lentitud dentro de sus pantalones, estampar junto a mi nombre la palabra Escritor. Qué portento, qué rareza, oh. Niñas nubiles de vestidos vaporosos rodeándome y cantando Sanctus, sanctus Stephanos qui erat, et qui est, et qui venturus est, algo así. Me dejaba crecer el pelo, por ejemplo, larga melena heroica primero; más tarde, los versos vienen solos. El mayor peligro que se corre jugando a ser un genio, llegar a serlo. Es fatal, es Ibsen. No. Todo otra vez, payaso. Hundirse usted, meterse bien adentro hasta el límite cloacal de tu podrida almita, bello espíritu llamado Esteban Espósito, no olvidarlo: se acabó el juego, voi chentrate lasciate ogni speranza, arder y comer caca, nadie prueba en joda los famosos y nada románticos y más bien con un siniestro sabor a acumulado sufrimiento ajeno, hermanos míos, los mundialmente conocidos Elixires del Diablo.